Authors: Ken Follett
—Tengo que levantarme —dijo—. Me espera un día movidito.
Quería llegar a casa de su padre a tiempo para almorzar. Iba a verlo con el pretexto de celebrar el día de Navidad, pero en realidad lo hacía para robar algo que necesitaba para ejecutar su plan aquella misma noche.
—¿Cómo puedes estar tan ocupado en Nochebuena?
—A lo mejor es que soy Santa Claus.
Kit se sentó en el borde de la cama y encendió la luz.
Maureen no ocultó su decepción:
—Bueno, pues este duende va a seguir durmiendo un poco más, si a Santa Claus no le importa —replicó, malhumorada.
Kit se volvió para mirarla, pero la chica se había tapado la cabeza con el edredón. Seguía sin saber qué aspecto tenía.
Se encaminó desnudo a la cocina y empezó a preparar café.
Su loft estaba dividido en dos grandes zonas. Por un lado se hallaba el salón con cocina americana y por el otro la habitación. El salón estaba repleto de aparatos electrónicos: una gran pantalla plana de televisión, un avanzado sistema de sonido y una pila de ordenadores y accesorios conectados entre sí por una maraña de cables. Kit siempre había disfrutado descubriendo el modo de burlar los sistemas de seguridad de los ordenadores ajenos. Sabía que la única forma de llegar a ser un experto en seguridad de software era convertirse primero en un hacker.
Mientras trabajaba para su padre en el diseño e instalación del sistema de seguridad del NBS4, había puesto en marcha uno de sus mejores chanchullos. Con la ayuda de Ronnie Sutherland, a la sazón jefe de seguridad de Oxenford Medical, había ideado una forma de desviar dinero de la compañía. Había manipulado el software de contabilidad para que, al sumar una serie de facturas de los proveedores habituales, el ordenador añadiera un uno por ciento al total, y luego hiciera una transferencia de esa cantidad a la cuenta de Ronnie mediante una transacción que no constaba en ningún informe o extracto. El plan dependía de que a nadie se le ocurriera cornprobar los cálculos del ordenador, y nadie lo había hecho hasta que un día Toni Gallo había visto a la mujer de Ronnie aparcando un flamante Mercedes cupé delante del Marks & Spencer’s de Inverburn.
La empecinada insistencia con la que Toni había investigado el asunto había asombrado y aterrado a Kit. Una vez descubierta la discrepancia, no pararía hasta dar con la causa. Sencillamente nunca se rendía. Peor aún, cuando averiguara lo que estaba pasando, nada en el mundo le impediría contárselo al jefe, que no era otro que su padre. Kit le había suplicado que no le diera semejante disgusto al viejo. Había intentado convencerla de que, en su ira, Stanley Oxenford la despediría a ella, no a su propio hijo. Como último recurso, había apoyado una mano en su cadera, le había dedicado su mejor sonrisa de chico malo y le había dicho en un tono explícitamente sexual: «Tú y yo deberíamos ser amigos, no enemigos». Pero todo había sido en vano.
Kit no había encontrado otro empleo desde que su padre lo había despedido. Por desgracia, tampoco había abandonado el juego. Ronnie le había abierto las puertas de un casino ilegal donde había conseguido que le concedieran un crédito ilimitado, sin duda porque su padre era un científico famoso y millonario. Kit intentaba no pensar en la cantidad de dinero que ahora debía. La cifra lo hacía temblar de pánico y despreciarse a sí mismo hasta el punto de que lo único que quería era tirarse desde el Forth Bridge. Pero la recompensa por el trabajo de aquella noche le permitiría saldar totalmente su deuda y volver a empezar de cero.
Se llevó la taza de café al cuarto de baño y se miró en el espejo. Años atrás había formado parte del equipo olímpico británico de deportes de invierno, y se pasaba todos los fines de semana esquiando o entrenando. Entonces estaba en perfecta forma y no le sobraba un solo gramo, pero ahora se notaba las carnes un poco blandas. «Estás echando barriga», se dijo a sí mismo. Pero seguía conservando su grueso pelo negro, que le caía sobre la frente prestándole un indudable atractivo. Su rostro acusaba la tensión del momento. Ensayó su expresión a lo Hugh Grant: con la cabeza ligeramente baja en señal de timidez, miró hacia arriba por el rabillo de los ojos azules al tiempo que esbozaba una sonrisa irresistible. Sí, todavía sabía hacerlo. Toni Gallo quizá fuera inmune a sus encantos, pero la noche anterior Maureen había caído rendida ante ellos.
Mientras se afeitaba, encendió la tele del cuarto de baño. Estaban poniendo un informativo local. El primer ministro británico había llegado a su distrito electoral escocés para pasar la Navidad. El Glasgow Rangers había pagado nueve millones de libras por un delantero llamado Giovanni Santangelo. «Nada como un escocés de pura cepa», ironizó Kit para sus adentros. El tiempo iba a seguir frío pero despejado. Una fuerte tormenta de nieve procedente del mar de Noruega se desplazaba hacia el sur, pero se esperaba que pasara de largo frente a la costa occidental de Escocia. Entonces vino la noticia local que heló la sangre de Kit.
Oyó la voz familiar de Carl Osborne, célebre presentador de la televisión escocesa conocido por su estilo sensacionalista. Kit volvió los ojos hacia la pantalla y vio el mismo edificio que pensaba robar aquella noche. Osborne informaba en directo desde el exterior de Oxenford Medical. Aún no había amanecido, pero los poderosos focos de seguridad iluminaban la recargada arquitectura victoriana. «¿Qué demonios ha pasado?», se preguntó Kit.
Entonces Osborne dijo:
—Justo aquí, en el edificio que ven ustedes a mis espaldas, al que los lugareños se refieren como «el castillo de Frankenstein», los científicos experimentan con algunos de los virus más peligrosos del mundo.
Kit nunca había oído a nadie referirse así a los laboratorios. Osborne se lo estaba inventando. El apodo del edificio era «el Kremlin».
—Pero hoy, en lo que algunos observadores no dudan en calificar como una venganza de la madre naturaleza ante la osadía del hombre, un joven técnico del laboratorio ha muerto a causa de uno de esos virus.
Kit dejó a un lado la maquinilla de afeitar. Aquello supondría un serio revés para Oxenford Medical, se percató al instante. En otras circunstancias se habría regocijado con las desgracias de su padre, pero en aquel momento estaba más preocupado por el efecto que aquella noticia podía tener en sus propios planes.
—Michael Ross, un técnico de treinta y un años, ha caído fulminado por un virus conocido como Ebola, nombre de la aldea africana donde se cree que empezó a propagarse. Esta terrible enfermedad causa la aparición de dolorosos forúnculos purulentos por todo el cuerpo de las víctimas.
Kit estaba bastante seguro de que Osborne no sabía de qué hablaba, pero los telespectadores se lo creerían a pies juntillas. Así era el sensacionalismo televisivo. Pero ¿podía la muerte de Michael Ross perjudicar los planes de Kit?
—Oxenford Medical siempre ha asegurado que sus investigaciones no suponen amenaza alguna para la población ni para su entorno natural, pero la muerte de Michael Ross pone esa afirmación en entredicho.
Osborne llevaba puesto un grueso anorak y un gorro de lana, y daba la impresión de no haber dormido demasiado la noche anterior. Alguien lo había despertado en plena madrugada con una primicia, supuso Kit.
—Es posible que Ross fuera mordido por un animal que robó del laboratorio y se llevó a su casa, a pocos kilómetros de aquí —prosiguió Osborne.
—Oh, no —se lamentó Kit. Aquello iba de mal en peor. No quería ni pensar en lo que pasaría si se viera obligado a abandonar su plan. No lo soportaría.
—¿Trabajaba Michael Ross a solas o formaba parte de un grupo organizado que puede intentar robar más animales infectados de los laboratorios de alta seguridad de Oxenford Medical? ¿Nos enfrentamos a la posibilidad de que perros y conejos aparentemente inofensivos campen a sus anchas por Escocia propagando un virus mortal? De momento, no hay respuesta oficial por parte de Oxenford Medical.
Al margen de lo que pudieran o no decir, Kit sabía perfectamente qué estarían haciendo los responsables del Kremlin: redoblando las medidas de seguridad a toda prisa. Toni Gallo ya estaría allí, asegurándose de que los procedimientos se seguían a rajatabla, comprobando alarmas y cámaras, impartiendo órdenes a los guardias de seguridad. Aquello era lo peor que podía pasarle a Kit en aquel momento. Estaba indignado.
—¿Por qué tengo tan mala pata? —se preguntó en voz alta.
—Sea como fuere —añadió Carl Osborne—, todo apunta a que Michael Ross perdió su vida por defender la de un hámster llamado Fluffy.
Su tono de voz era tan trágico que Kit casi esperaba ver a Osborne secándose una lagrimita, pero no llegó a tanto.
Entonces intervino la presentadora del informativo, una atractiva rubia con el pelo cardado:
—Carl, ¿ha hecho Oxenford algún comentario en torno a este lamentable suceso?
—Sí. -Carl consultó un cuaderno de notas-. Han dicho que lamentan profundamente la muerte de Michael Ross, pero afirman que nadie más se verá afectado por el virus. No obstante, han manifestado interés por hablar con cualquier persona que haya visto a Ross en los últimos quince días.
—Es posible que las personas que han estado en contacto con él hayan contraído el virus.
—Sí, y quizá hayan infectado a otros. Así que la afirmación de la empresa de que nadie más está infectado suena más a una esperanza bienintencionada que a una aseveración con base científica.
—Se trata, sin duda, de una noticia inquietante —concluyó la presentadora, volviéndose de nuevo hacia la cámara—. Nos la ha contado Carl Osborne. Y ahora, el fútbol.
Enfurecido, Kit cogió el mando a distancia e intentó apagar la tele, pero estaba tan nervioso que aporreaba los botones equivocados. Al final tiró del cable y arrancó la clavija del enchufe. Tenía ganas de arrojar el aparato por la ventana. Aquello era un desastre.
Los apocalípticos augurios de Osborne sobre la posible propagación del virus podían no ser ciertos, pero de lo que no cabía duda era que las medidas de seguridad serían más estrictas que nunca. Aquella noche era el peor momento imaginable para intentar asaltar Oxenford Medical. Kit tendría que cancelar la operación. Era un jugador nato: si tenía una buena mano, se lanzaba al todo o nada, pero sabía que cuando las cartas no le favorecían lo mejor que podía hacer era retirarse.
«Por lo menos no tendré que pasar la Navidad con mi padre», pensó con amargura.
Quizá pudiera llevar a cabo su plan más adelante, cuando las aguas hubieran vuelto a su cauce y la seguridad en Oxenford Medical a su nivel normal. Tal vez lograra convencer a su cliente de que lo mejor era posponer el plazo de entrega. Kit se estremeció al pensar en la enorme suma de dinero que seguía debiendo. Pero no tenía sentido seguir adelante cuando las posibilidades de fracaso eran tan abrumadoras.
Salió del cuarto de baño. El reloj del aparato de música señalaba las 07.28. Era pronto para llamar, pero se trataba de algo urgente. Descolgó el auricular y marcó un número.
Contestaron enseguida.
—¿Sí? —se limitó a decir una voz masculina.
—Soy Kit. ¿Está el jefe?
—¿Qué quieres?
—Necesito hablar con él. Es importante.
—Aún no se ha levantado.
—Mierda. —Kit no quería dejar recado. Y, pensándolo bien, tampoco quería que Maureen oyera lo que tenía que decir—. Dile que voy a ir a verle —anunció, y colgó sin esperar respuesta.
Toni Gallo estaba convencida de que a la hora de comer la habrían puesto en la calle.
Echó un vistazo a su despacho. No llevaba allí mucho tiempo. Apenas había empezado a hacerlo suyo. Sobre el escritorio había una foto suya con su madre y su hermana Bella. La habían sacado hacía unos pocos años, antes de que su madre enfermara. Junto a la fotografía descansaba su viejo y maltrecho diccionario. La ortografía nunca había sido su fuerte. Justo la semana anterior había colgado en la pared una foto tomada diecisiete años atrás en la que Toni aparecía con su uniforme de policía, joven y ambiciosa.
No podía creer que se había vuelto a quedar sin trabajo. Ahora sabía lo que Michael Ross había hecho. Había concebido un ingenioso y complejo plan para burlar todos los controles de seguridad. Había encontrado los puntos flacos del sistema y los había aprovechado. Nadie tenía la culpa, excepto ella.
Dos horas antes, cuando había llamado a Stanley Oxenford, presidente y principal accionista de Oxenford Medical, aún no lo sabía.
Habría dado cualquier cosa por no tener que hacer aquella llamada. Tenía que darle la peor noticia imaginable y asumir la responsabilidad de lo ocurrido. Se armó de valor para enfrentarse a la decepción, indignación o quizá incluso la furia de su jefe.
—¿Te encuentras bien? —le había preguntado él.
Toni estuvo a punto de romper a llorar. Ni en sueños se le habría ocurrido pensar que lo primero que haría Stanley Oxenford sería interesarse por su bienestar. No merecía tanta amabilidad.
—Estoy bien —había contestado—. Todos nos pusimos los trajes de buzo antes de entrar en la casa.
—Pero estarás agotada.
—Eché una cabezadita a eso de las cinco.
—Bien —dijo Stanley, y siguió adelante sin más preámbulos—. Conozco a Michael Ross. Es un tipo tranquilo, treinta y pico años, lleva bastante tiempo con nosotros, es un técnico con experiencia. ¿Cómo demonios ha podido pasar algo así?
—He encontrado un conejo muerto en el cobertizo de su jardín. Creo que se llevó a casa una cobaya del laboratorio, y que esta le mordió.
—Lo dudo —objetó Stanley en tono seco—. Lo más probable es que se cortara con un cuchillo contaminado. Hasta el científico más experimentado puede volverse negligente. Seguramente el conejo es una mascota normal y corriente que se murió de hambre después de que Michael cayera enfermo.
Toni deseó poder fingir que creía en su teoría, pero debía informar a su jefe de los hechos.
—Encontré al animal en una improvisada cabina de bioseguridad —observó.
—Aun así, lo dudo. Michael no puede haber trabajado solo en el NBS4. Incluso si su acompañante no estaba mirando, hay cámaras de televisión en cada sala del laboratorio. No podía haber robado un conejo sin que quedara registrado en los monitores. Y luego se habría encontrado con varios guardias de seguridad al salir, y ellos lo habrían pillado si hubiera intentado llevarse un conejo. Además, a la mañana siguiente los científicos que trabajan en el laboratorio se habrían dado cuenta enseguida de que faltaba un animal. Quizá no sepan distinguir a unos conejos de otros, pero seguro que saben cuántos forman parte del experimento.