Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (91 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Mi querido Gaviero:

He resuelto quitarme la vida. A nadie le explicaría los motivos de esta decisión que, por lo demás, creo que a nadie pueda interesar, de no existir usted a quien he considerado siempre mi mejor y —¿por qué no aceptarlo?— mi único amigo. El suicidio es algo en lo que he pensado desde hace muchos años. Ya en mi adolescencia fantaseaba mucho con la idea. Es evidente que la vida en el mar, que es la única que concebía como posible, se ha acabado para mí. Ya hemos hablado de esto en innumerables ocasiones. Usted tiene la facultad de adaptarse, por un tiempo al menos, a la vida en tierra. Si bien es cierto que siempre acaba buscando la costa y subiéndose al primer barco que lo recoja. Yo nunca lo he logrado. En tierra me sobra el tiempo y me va ganando un hastío que acaba paralizándome. Pero en verdad no es ésta la razón principal de mi suicidio. Aunque tuviese de nuevo la oportunidad de navegar, me doy cuenta de que he ido acumulando de tiempo atrás algo que no se me ocurre definir mejor que como un fastidio de estar vivo, de tener que escoger entre esto y lo otro, de escuchar a la gente a mi alrededor hablando de cosas que en el fondo, o no les interesan o no las conocen de verdad. La necedad de nuestros semejantes no tiene límite, Gaviero querido. Si no sonara absurdo, yo le diría que me voy porque no soporto más el ruido que hacen los vivos. Usted es el único en entender lo que estoy diciendo. Nunca hemos hablado de nuestra amistad, entre otras cosas porque desde el primer viaje que hicimos juntos —¿recuerda esa pesquería por Tierra del Fuego, nuestro desastroso final en puerto Aysén y el inglés que usted tuvo que matar de tres tiros porque se quería quedar con todo y dejarnos allí tirados con la ropa que llevábamos?— creo que supimos comunicarnos sin tener que acudir a las palabras. Es claro que las cosas que en verdad nos conciernen y determinan nuestro destino no son para ser habladas. Tampoco ahora las palabras van a servir de mucho para despedirme. Despedida algo relativa porque mientras usted viva sé que, de vez en cuando, se acordará del viejo Sverre y de los peligros, ansiedades, fracasos y éxitos fugaces que compartimos en casi todos los mares del mundo. ¿Quiere saber cuándo me di cuenta de que ese vago coqueteo con el suicidio tomaba una forma concreta e inmodificable? Una noche en Vancouver, en la taberna de Cass Montagüe, cuando, después de romper toda la cristalería del bar y no sé cuántas sillas y de haber hecho desocupar el local, nos sentamos uno frente al otro mientras Cass se jalaba los pocos pelos que le quedaban y no entendía nada de lo sucedido. Usted se me quedó mirando y me dijo, con una seriedad que conozco muy bien y que guarda para pocas ocasiones y personas: "tensen, si fuéramos consecuentes con lo que sentimos allá en el fondo sobre todo esto; sobre la vida, pues, tendríamos que pegarnos ahora mismo un tiro. No será así. Mañana subiremos de nuevo al barco en busca de un atún que, finalmente, de nada nos ha de servir porque no es por ahí por donde se arreglan estas cosas". Se quedó en silencio hasta cuando vino la policía y nos encerraron cuatro días en la cárcel. Los abogados se llevaron todo lo que habíamos ganado en la última pesca. Yo no estaba tan borracho como usted y esas palabras me quedaron grabadas hasta hoy cuando he resuelto hacerlas mías y partir.

Sería necio echar sobre sus hombros responsabilidad alguna. Si le cuento esto es porque, desde mucho antes de escuchar su sentencia en Vancouver, había tomado ya, allá en el fondo, la determinación de no aguantar sino hasta cierto límite, incierto, tal vez, respecto al momento propicio, pero, totalmente fundado y definitivo. También quiero decirle que quien acabó por aclararme las pocas razones aún no evidentes y que yacían escondidas en algún rincón del alma, agazapadas y listas a saltar a la superficie, fue su amigo Leb. Nunca hablamos de esto él y yo pero sé que desde el primer instante en que nos vimos, Leb supo que yo iba por este camino. Denise, su mujer, también lo supo. Le repito, y usted lo sabe mejor que nadie, esas cosas no se hablan.

Bueno, Maqroll de todos los demonios, basta de discursos. Me voy y le agradezco a la vida el haberme puesto en su camino. Eso es todo. Siga dando tumbos por el mundo. Ya sé que otra será la puerta que escoja para salir. Cualquiera que ésta sea, lo espero al otro lado para que me cuente cómo fue su salida. Me queda pendiente esa única curiosidad en este mundoque dejo sin pena pero tampoco esperando encontrar nada en la otra orilla. Adiós, Gaviero, o hasta pronto, quién sabe y tampoco importa.

Sverre

Leí varias veces la carta y —regresé con ella en la mano para encontrarme con Leb y Denise.

—Se mató, ¿verdad? —dijo Leb con certeza que me intrigó.

—¿Cómo lo sabe? —le pregunté alargándole la carta que pasó a Denise sin leerla.

—Desde cuando apareció por esa puerta, supe que lo haría.

—Eso dice en la carta. Léala usted también.

—Ya lo haré en su momento. ¿Sabe una cosa? Envidio a Jensen. Nunca seguiré su ejemplo, jamás he pensado en hacerlo por graves que hayan sido las pruebas por las que he pasado. Pero lo envidio. Hay algo limpio y neto en su gesto que admiro.

Denise alargó la carta a Leb y éste la leyó moviendo a cada momento la cabeza en señal de asentir con las palabras de Sverre. Me la devolvió sin hacer comentario alguno. Apuré el vodka que me había servido Denise y me despedí de la pareja.

Ya en la puerta, Leb me llamó:

—¡Maqroll!

Me volví para escucharlo.

—No, nada —dijo Leb—. Siga dando bandazos como barco sin piloto. Es otra forma de hacer lo que hizo Jensen.

—Sí, es lo mismo —respondí y me interné en el laberinto nocturno de las callejas de Saint-Malo, en dirección al puerto donde me esperaba el barco que partía a la madrugada.

RAZÓN VERÍDICA DE LOS ENCUENTROS
Y COMPLICIDADES DE MAQROLL
EL GAVIERO CON EL PINTOR
ALEJANDRO OBREGÓN

A la memoria de Micho, de Michín y de Orifiel

y para Miruz y Mishka que nos acompañan y

protegen con su remota y eficaz sabiduría.

Sólo trajimos el tiempo de estar vivos

entre el relámpago y el viento
.

E
UGENIO
M
ONTEJO

Non, non, pas acquérir. Voyager pour

t'appauvrir. Voilà ce dont tu as besoin
.

H
ENRY
M
ICHAUX

E
STABA en Madrid, saboreando un fino en el bar del Hotel Wellington, un lugar que siempre me ha gustado y donde me hospedaba en tiempos mejores para estar cerca del parque del Retiro, cuyo amable sosiego finisecular ejerce en mí una acción sedante y evocadora. Me hallaba abstraído descubriendo en el borde de las cosas esa luz dorada de la tarde madrileña que deja todo como suspendido en el aire. Una vez más, pude constatar que estaba en la que fue frontera de Al-Andalus.

De repente, un brazo de hierro me apresó por la espalda y, sin conseguir hablar, quedé inmovilizado. El roce en la nuca de unos grandes mostachos a la Franz-Joseph me denunció al agresor: «¿Qué carajos haces aquí?», dijo mientras me soltaba y yo me volvía para confirmar mi sospecha. Era Alejandro Obregón. «No tenía ni puta idea de que estabas en Madrid», me reclamó, mientras se sentaba a mi lado y ordenaba también un fino. Sus ojos azul pizarra me escrutaban con esa curiosidad propia de nuestros amigos pintores para descubrir en los demás el paso del tiempo. Hacía cinco o seis años que no nos veíamos. Allí estaba Alejandro, macizo, intenso, tratando de romper, con el mayor pudor posible, su trabada timidez de los primeros instantes del encuentro; rasgo que fue uno de los signos más constantes y conmovedores de nuestra larga relación. Obregón, es bueno saberlo, escondía, detrás de varias capas de camaján que a nadie convencían, a uno de los hombres con mejores maneras que recuerdo haber tratado.

Poco después llegaron algunos amigos de Alejandro, entre los cuales estaba el torero Pepe Dominguín. La conversación se hizo general y caímos en el tema del día: la muerte de un joven torero, en plena gloria, que acababa de ser cogido en un pueblo andaluz. Alejandro y su esposa salían para Colombia a la medianoche. Carmen y yo estábamos llegando y preparábamos nuestro segundo viaje a Galicia para visitar al Apóstol. Almargen de la charla deshilvanada y más bien insulsa, natural entre personas que acaban de conocerse, Alejandro y yo tratábamos de ponernos al día en nuestros asuntos, en la vieja y siempre renovada corriente común de recuerdos, experiencias y afectos que nos une hace ya tantos años. Imposible. El tema de los toros seguía imperando con agobiante insistencia. De repente, por una palabra que dejó caer en un breve silencio del grupo, me di cuenta de que quería comunicarme algo sin ninguna relación con lo que allí se hablaba. Esta certeza se fue haciendo cada vez más aguda. Por fin, nos pusimos de pie, casi simultáneamente y, pidiendo permiso a los presentes, nos pasamos a otra mesa. Sin preámbulos, Obregón me explicó: «Mira lo que son las cosas, desde hace semanas me urge hablar contigo y nunca imaginé que pudiera ser tan pronto. Tengo que contarte algo que te va a interesar muchísimo. Sólo a nosotros nos pasan estas vainas. Escúchame con cuidado que la historia es larga y no te puedes perder detalle. Te vas a quedar de una pieza: hace ya casi un año me encontré en Cartagena con un conocido tuyo, un tipo inolvidable sobre el que has escrito cosas que antes me parecían extrañas y ahora creo que te quedaste corto. Ya adivinaste de quién se trata, ¿verdad? Estuve con Maqroll el Gaviero».

Debo confesar que entre todas las posibles combinaciones del azar con las que especulo a menudo, nunca se me había ocurrido que tal encuentro pudiera acontecer. Pero, ahora que Obregón me lo contaba, me pareció, de repente, algo absolutamente lógico y previsible. Sólo me extrañó que no hubiera sucedido antes. En un instante se me presentó con evidencia la suma de rasgos comunes que unía a los dos personajes y las abismales diferencias que los separaban. Todo esto se lo dije atropelladamente, mientras me escrutaba entre inquisidor y sonriente, con esa mirada celeste que, cuando se fijaba con atención, se tornaba ligeramente violeta y distante. Nos quedaban aún un par de horas para estar juntos y, olvidando con escasa cortesía a nuestros compañeros de la otra mesa y a nuestras esposas que nos observaban divertidas e intrigadas, nos sumimos por entero en la historia de un encuentro que, en cierta forma, venía a completar el diseño en espiral de nuestras vidas. Relatar el episodio en las palabras mismas de Obregón supondría perderse en complicados médanos de interjecciones descomunales, de balbuceos indescifrables y de comentarios subordinados que terminaban en carcajadas homéricas. Corriendo el riesgo de que el asunto pierda mucho de su colorido y sabor, me resigno a transcribirlo en forma que el lector pueda seguirlo.

Una madrugada, Obregón llevó a una pareja de invitados suyos al hotel donde se hospedaban en Cartagena. Pensar en un taxi era francamente ingenuo y el marido se había excedido en sus brindis de ron Tres Esquinas hasta el punto de no poder valerse por sí mismo. La esposa, una panameña mitad hindú y mitad irlandesa, se había lanzado a confidencias un tanto escabrosas sobre su pasado de corista en Bremen. Alejandro los subió a su Land Rover, con esa paciencia que sólo los bebedores serios saben tener con quienes no lo son, y los depositó, pasablemente refrescados, en el hall del hotel. Al regreso, transitando por una calle mal iluminada y de no muy buena fama por su cercanía a la zona de tolerancia, vio a dos hombres atacando a un tercero que cojeaba notoriamente y se defendía con la torpeza de quien se halla en franca desventaja. Alejandro detuvo el jeep frente al grupo y le dirigió las luces plenas Descendió dispuesto a librar al hombre de sus agresores pero éstos, al ver quién se les venía encima con una fuerza de toro empacada en los gestos y facciones de un oficial de la Viena imperial, huyeron hasta perderse en la oscuridad de los callejones aledaños. Obregón subió al hombre a su auto y, sin saber por qué, le habló en francés preguntándole por la dirección donde deseaba ir. Éste le contestó en el mismo idioma explicándole que viajaba en un buque tanque, ahora anclado en el muelle y que, al salir de un burdel de mala muerte, lo habían seguido dos rufianes ofreciendo cambiarle dólares con un índice sospechosamente ventajoso. «Pero no sé —terminó diciéndome— por qué hablamos en francés. Hace tanto que hablo español que he llegado a pensar que es mi propia lengua». En seguida le propuso a Alejandro ir en busca de algún bar abierto para beber un trago juntos. Obregón le explicó que ya no había nada abierto y lo invitó a su casa. Allí podrían esperar la mañana ya que era inútil pensar en dormir a esas horas. El otro aceptó encantado y se presentó esbozando una curiosa sonrisa que para nada venía a cuento: «Me llamo Maqroll, Maqroll el Gaviero». Obregón se quedó mirándolo con la sospecha de que le tomaba el pelo, pero el hombre continuaba sonriendo. «Pues yo lo conozco a usted —repuso Alejandro—. Su nombre me es familiar. Un viejo amigo mío ha contado algunos episodios de su vida en libros que andan por ahí con más bien poca fortuna pero que a mí me divierten». Obregón se presentó a su vez. Cuando explicó que era pintor el otro se alzó de hombros con resignada aceptación como diciendo: «Es lo que me faltaba». Maqroll subió con cierta dificultad las empinadas escaleras que dan al primer piso de la casona ubicada en la calle de la Factoría. «Sufro aún las consecuencias de una picadura de araña que casi me seca la pierna. Ya la tenía cerrada pero ahora, al defenderme de estos tipos, algo se resintió de nuevo». Con el primer ron empezó a fluir el diálogo entre estos dos viejos lobos de la aventura, de los esquinazos de la vida y del viejo oficio de la ternura humana.

Alejandro no recordaba muy bien por cuáles vericuetos se fueron desgranando las confidencias, pero lo que sí tenía muy presente era que, de pronto, Maqroll empezó a hablarle de los gatos de Estambul. Solidario con este interés de su huésped y viejo convencido del secreto saber de estos felinos, Obregón escuchaba con esa atención que despierta el alcohol entre quienes saben negociar con él y fijarle sus condiciones. «Los gatos de Estambul —explicó el Gaviero— son de una sabiduría absoluta. Controlan por completo la vida de la ciudad, pero lo hacen de manera tan prudente y sigilosa que los habitantes no se han percatado aún del fenómeno. Esto debe venir desde Constantinopla y el Imperio de Oriente. Voy a decirle por qué: yo he estudiado meticulosamente los itinerarios que siguen los gatos, partiendo del puerto, y siempre recorren, sin jamás cambiar de rumbo, los que fueron los límites del palacio imperial. Éstos no existen ya en forma evidente, porque los turcos han construido casas y abierto calles en lo que antes era el espacio sagrado de los ungidos por la Theotokos. Los gatos, sin embargo, conocen esos límites por instinto y cada noche los recorren entrando y saliendo de las construcciones levantadas por los infieles. Luego suben hasta el final del Cuerno de Oro y descansan un rato en las ruinas del palacio de las Blaquernas. Al amanecer regresan al puerto para tomar cuenta de los barcos que han llegado y verificar la partida de los que dejan los muelles. Ahora bien, lo inquietante es que si usted lleva un gato de otro país y lo suelta en el puerto de Estambul, esa misma noche el recién venido hace, sin vacilación, el recorrido ritual. Esto quiere decir que los gatos del mundo entero guardan en su prodigiosa memoria los planos de la augusta capital de Comnenos y Paleólogos. Esto no he querido confiárselo a nadie porque la imbecilidad de la gente es inconmensurable y hay secretos que no merecen que les sean dichos. Pero mi familiaridad con los gatos de Estambul va más allá. Siempre que llego allí, me están esperando algunos viejos amigos de la familia felina y desde el instante en que piso tierra, hasta cuando subo la escalerilla para partir, me siguen a todas partes. Dos de ellos responden a nombres que les he dado, son Orifiel y Miruz Sería largo contarle los rincones que estos dos amigos me han revelado, pero puedo decirle que cada uno está íntimamente relacionado con la historia de Bizancio. Le puedo enumerar algunos: el sitio donde fue torturado Andrónico Comneno; el lugar donde cayó muerto el último emperador, Constantino IX Paleólogo, la casa donde Zoé, la emperatriz, era poseída por un sajón al que le había mandado sacar los ojos; el lugar donde los monjes de la Santísima Trinidad definieron la doctrina que no se nombra y se cortaron la lengua unos a otros para no revelar el secreto; el lugar en donde pasó una noche de penitencia Constantino el Coprónimo por haber abrigado deseos impuros del cuerpo de su madre; el sitio donde los mercenarios germanos hacían el juramento secreto que los ligaba a sus dioses; el lugar donde amarró el primer trirreme veneciano que trajo la peste álgica; así podría enumerarle muchos otros refugios del alma secreta de la ciudad, que me fueron revelados por mis dos compañeros felinos».

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