Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
»—El que se queda en un sitio, echa raíces como los plátanos y muere sin saber cómo es la vida —me decía Saturio, un zambo inmenso, zumbón y pendenciero, que había matado a un marido celoso que lo esperó un día a la salida de una fonda, en pleno páramo. Saturio lo levantó en los brazos y lo tiró al precipicio. Nunca lo encontraron porque el río bajaba crecido. Cuando les narraba mi vida de marino, me miraban intrigados y me interrumpían para indicar una semejanza, una coincidencia o algo que les recordaba su vida de camioneros errantes sin puerto conocido. Dora Estela no era muy partidaria de mis amistades con quienes ella consideraba como gente en la que no debía confiarse, no por bribones sino porque no paraban en parte alguna y no dejaban cosa buena. Siempre ese afán de respetabilidad y permanencia, conservado por esas mujeres a través de las más arduas pruebas de una vida al parecer sin rumbo.
»Un día apareció Eulogio con una noticia alentadora y datos fidedignos de una mina abandonada, por cierto no lejos de donde su familia tenía un pequeño cafetal a la orilla de la quebrada. Varias veces había venido a verme, cuando bajaba con ganado o con el producto de sus siembras. Mencionaba, en cada ocasión, lo que iba averiguando por ahí sobre minas y lugares propicios, pero nada le parecía suficientemente seguro como para arriesgar trabajo y dinero. Esta vez las cosas se presentaban más firmes y prometían algo más concreto. Me invitó a visitar el terreno para ver allí lo que podía hacerse. Yo había principiado a sentir la comezón por lanzarme de nuevo al mundo de las minas. La vida en San Miguel estaba tomando cierto ritmo rutinario que comenzaba a fastidiarme, a pesar de mis amigos los choferes, quienes, por lo demás, solían ausentarse por largas temporadas. Margot había recibido días antes una carta de su prometido sueco y, con ella, el pasaje de avión para viajar a Estocolmo. Lo sorprendente fue que la mujer no manifestó mayor entusiasmo con la noticia y más pareció mirar con serias reservas este cambio radical en su vida. Una mañana se la llevó Tomasito a la capital de provincia para tomar un avión que la dejaba en Miami y de allí seguir hacia la capital sueca. Lloraba sin parar, mientras una sonrisa inocente flotaba en sus labios como tratando de pedir disculpas por sus lágrimas. Sabía que no iba a lamentar su ausencia, aunque esa espontánea eclosión de repetidos éxtasis en el lecho, inaugurados cada noche, tenían algo de memorable. Me había, pues, quedado solo y pasaba horas inmerso en las complicadas y apasionantes banderías de los realistas bretones y en sus feroces encuentros contra los azules. La densa materia histórica del exhaustivo libro de Gabory me mantenía a dos siglos de distancia del escándalo de vasos, voces, imprecaciones y risas que reinaba en el café. De vez en cuando, Dora Estela se sentaba a mi lado sin hacer comentario alguno y me daba cordiales apretones en un brazo mientras me decía:
»—Carajo, qué paciencia tiene para leer en esa letra tan chiquita. Se va a quedar ciego. Se lo digo. Ya vengo —y partía para atender a un cliente o rendir cuentas al dueño que, detrás del mostrador, vigilaba la espesa marea humana del lugar en donde era inapelable autoridad.
»Días después tornamos a partir Eulogio y yo, en las mismas monturas y con idénticos utensilios y bastimentos que habíamos llevado a La Zumbadora. En la primera parte del trayecto, Eulogio apenas abrió la boca. Era la misma subida de los viajes anteriores. Pero al llegar a la parte alta, tomamos un camino que seguía el perfil de una cuchilla que bajaba muy lentamente hacia la quebrada y parecía terminar mucho más adelante del eglógico remanso de triste recuerdo. Mientras avanzábamos por el sendero empedrado, con escalones que, de trecho en trecho, iban marcando el descenso, Eulogio comenzó a entrar en detalles sobre el lugar adonde íbamos:
»—Este —comentó— era camino real, dicen que va hasta el mar. Yo no creo. Pero lo cierto es que por él se puede andar durante días y semanas. Sube y baja y su trazo es tan perfecto que se conserva como lo ve ahora. Vamos a seguirlo hasta mañana al mediodía, cuando llegaremos a un desvío que desciende hasta el río; porque allá ya no es quebrada y para atravesarlo hay que cruzar el puente de las Mirlas. Lo llaman así porque hay muchos nidos de mirlas bajo el techo de zinc que lo cubre. No se apure, no vamos a dormir en descampado, lo haremos en casa de unos parientes que tienen sembrada papa y cebada en las tierras llanas adonde va a morir esta cuchilla. Al día siguiente, luego de andar casi medio día, llegaremos directamente a la entrada de la mina. No tiene nombre. La abrieron los dueños de estas tierras hace como cincuenta años. Al morir los mayores, sus herederos se repartieron todo esto y muchos vendieron a gente de aquí. Vivían en la capital y no les interesaba visitar estas lejanías. Sus hijos, después, acabaron de salir de lo poco que quedaba y ahora no hay por aquí sino pequeñas fincas como la nuestra o en la que vamos a pasar la noche, que sobreviven como pueden porque apenas alcanza para medio comer y comprar semilla. La mina quedó en tierras que le tocaron a una hija de los primeros dueños. Dicen que era una mujer muy bella que nunca se casó y vivía fuera del país. Cuentan que le gustaban las mujeres. Dicen, también, que vino por aquí con un matrimonio joven; el marido era ingeniero y comenzó a hacer algunos estudios dentro de la única galería que se había excavado. Un día amaneció muerto a la orilla del río. Dijeron que se había desbarrancado con el caballo en el paso que atraviesa el desfiladero en donde está la mina. Lo cierto es que no apareció ningún caballo y al tipo lo enterraron en San Miguel unos señores que llegaron de la capital. Las mujeres ya se habían ido y nunca más se supo de la dueña. Ésas son historias que cuenta mi padre, que las oyó del suyo que fue testigo de todo. Él encontró el cadáver desnucado y medio comido por los gallinazos.
»Lo interrumpí para preguntarle si toda mina, en estas tierras, lleva obligatoriamente una historia siniestra. No pude menos de sorprenderme cuando me respondió con la mayor naturalidad:
»—Sí, señor, toda mina tiene sus difuntos. Así es. Un indio que vivía por aquí y que adivinaba la suerte decía "no hay oro sin difunto, ni mujer sin secreto". Pero volviendo a nuestro asunto, le cuento que nadie ha vuelto a intentar explorar esa mina. La verdad es que no es fácil llegar a ella, porque está abierta en la pared de un precipicio que cae al río y para llegar allí sólo existe un sendero estrecho por el que apenas puede pasar una bestia. Hay que llevar los animales de cabestro y con mucho cuidado. Por la abertura entra el aire con un ruido que nunca se acalla. Mi padre dice que la veta que encontraron es buena, pero a nadie le ha interesado trabajarla porque se necesita dinero y ya le dije que aquí todos vivimos más pobres que el diablo.
»Le pregunté de quién era la tierra donde estaba la mina y me respondió que no tenía dueño, que esas tierras eran al parecer del gobierno porque por ahí iban a trazar, en un tiempo, una vía férrea.
»Seguimos el camino real, cuyo piso de lajas sabiamente dispuestas y huellas seculares de herraduras le daban un aspecto numantino y venerable. La piedra ampliaba con sonoridad igualmente augusta los pasos de nuestras cabalgaduras. El paisaje era de una belleza inconcebible. A lado y lado de la cuchilla se extendían pequeñas llanuras que terminaban en bosques al parecer impenetrables o en precipicios por los que subía el clamoreo de aguas despeñándose por el declive de un lecho rocoso vigilado por el solemne vuelo de los gavilanes. Los sembrados que cuadriculaban la superficie levemente ondulada del estrecho llano tenían algo de austera parquedad, de labor sacrificada y bienhechora que subrayaban sobriamente las construcciones de techo de zinc y alegres corredores adornados con geranios de las casas con su corral para los animales y el humo azuloso que subía de las cocinas. "Tierra buena —pensé—, donde las trágicas leyendas de la minería no parecen tener cabida ni armonizar con el idílico orden de esos campos". Como si adivinase mi pensamiento, Eulogio comentó:
»—Por aquí ha pasado mucha gente armada de todos los bandos. Matan, arrasan con todo y se van. Uno sigue aquí, no sé muy bien por qué. Aquí nacimos y aquí nos van a enterrar. Pero, a veces, piensa uno que esta tierra tan buena despierta la rabia de quienes no la quieren para nada ni para nada les sirve, pero desean que no exista. Mala gente, siempre. Mala gente con la que no se puede hablar nunca. Disparan, queman y se van. Unos y otros. Todos son lo mismo. Ahora la cosa está tranquila. A ver cuánto dura.
»Caía la tarde creando esa atmósfera traslúcida que parece invocar un efímero instante de la eternidad en medio de la recién nacida presencia de cada objeto. Comenzaba a oscurecer cuando llegamos a la casa donde íbamos a pasar la noche. Los dueños habían bajado a la cañada para recoger el café que estaba ya maduro. Nos recibió una mujer de edad que conocía a Eulogio desde niño y le hacía continuas bromas por su dificultad para expresarse. El las aceptaba de buen talante y se reía con ella aludiendo, a su vez, a un supuesto amante que todavía preguntaba por ella en San Miguel. Doña Claudia nos preparó una cena copiosa, nada fácil de digerir. Sopa de cebada con espinazo de cerdo, un plato de papas con crema, arroz con maíz tierno desgranado y un gran trozo de carne seca adobada con pimiento. Un tazón de café nos esperaba en el corredor de la casa, desde donde se veía avanzar la noche con la premura de un deber cumplido desde siempre por poderes que no nos tienen en cuenta. Mientras saboreábamos la infusión hirviente que despedía un aroma que me recordó de inmediato los abigarrados cafés de Alejandría, doña Claudia, de pie, comenzó a interrogar a Eulogio. Primero le preguntó por su mujer y sus hijos, luego por sus tierras y por el ganado que estaba criando en los llanos al pie del páramo grande. A todo respondió Eulogio con pedregosos monosílabos que me sorprendieron. Conmigo tenía más fluidez y casi no tropezaba al contestar. Era evidente que al hablar con alguien que lo conocía desde niño, renacían las dificultades de locución que marcaron su infancia.
»—Y ahora, ¿adónde van?", preguntó la mujer mientras nos miraba con viva curiosidad.
»—A la mina que está en el rodadero. Vamos a ver si hay algo.
»Doña Claudia movió la cabeza con gesto de amable reproche y comentó:
»—Bueno, Eulogio, tú no tienes remedio. Yo no sé quién te pególa locura esa de las minas. Ahí nunca hay nada, sólo desgracias y ruina dejan las malditas minas. ¿Ya le contaste al señor lo que dicen de ese lugar?
»Eulogio no consiguió enunciar palabra y me apresuré a responder.
»—Sí, señora, ya me contó todo. Lo de la dueña bonita a la que le gustaban las mujeres y la muerte del ingeniero. ¿A eso se refiere usted?
»La señora hizo un gesto de asentimiento.
»—Mi vida ha estado llena de esos trances, señora. Nada de eso me preocupa —añadí—. Soy marino de profesión y puedo asegurarle que también cada barco tiene su historia. Lo importante es saber si encontramos la veta y si ésta tiene oro.
»Doña Claudia siguió moviendo la cabeza para indicar que no teníamos remedio y nos preguntó si queríamos más café. Le contestamos que no y salió deseándonos las buenas noches. Nos quedamos todavía un buen rato hasta que el cansancio del camino nos condujo a las hamacas que nos esperaban en una habitación de altos techos de madera de cedro que despedía un vago aroma entre oriental y catedralicio. Recordé el Mexhuar de la Alhambra y la tumba de los Reyes don Fernando y don Alfonso en la catedral de Sevilla. Por uno de esos caprichos de la memoria cuyo secreto es mejor no interrogar, soñé toda la noche con Abdul Bashur, mi compañero entrañable de tanta empresa descabellada, calcinado entre los restos de un Avío que explotó al aterrizar en la pista de Funchal. "Ya son más los amigos que me esperan al otro lado que los que me quedan aquí", pensé mientras intentaba conciliar de nuevo el sueño en medio de un coro de imágenes y evocaciones que cruzaban por mi mente en desfile vertiginoso.
»Al día siguiente salimos con las primeras luces del amanecer. Doña Claudia nos despidió con un desayuno substancioso y repetidas recomendaciones de transitar con prudencia la trocha que lleva a la mina a través del desfiladero. Seguimos el camino real por un buen rato y cuando éste comenzaba a descender abruptamente hacia la llanura que se divisaba a lo lejos, tomamos un desvío que, en poco tiempo, nos llevó al borde de una pared vertical que caía a pico hasta las orillas del cauce torrentoso cuyas aguas mugían en un estertor de bestia acorralada. A mitad del precipicio comenzaba un sendero labrado en la roca, tan estrecho que producía una sensación de vértigo bastante alarmante. Descendimos de las bestias y emprendimos la marcha paso a paso. Las alforjas cargadas de herramientas y víveres rozaban la pared de roca y a cada paso de las cabalgaduras rodaban cantos por el abismo con un estrépito amenazador. Devolvernos era impensable, sólo nos quedaba avanzar, cada vez más lentamente y con mayor cautela. Después de una buena hora de este recorrido que desgastaba el ánimo y producía una fatiga inaudita, llegamos a una pequeña plataforma que entraba en la roca y conducía a un recinto circular al fondo del cual caía de lo alto el agua de un arroyo. El ruido de la cascada rompía un ambiente de extraño recogimiento ceremonial. El ámbito con piso de arena fina y blanca tenía espacio bastante para los caballos y para varias personas. El agua caía sin salpicar en las rocas, en un chorro que, con la luz cenital que entraba en ese momento, tomaba un aspecto metálico inusitado. Sobre la pared izquierda del recinto se abría la boca de la mina, medio cubierta por helechos de un verde pálido que resaltaba en la penumbra del lugar. No los movía brisa alguna y a veces podía pensarse que estaban dibujados en un inquietante telón de teatro. Extendimos las mantas de las monturas en la arena y nos acostamos a descansar. Yo traía las piernas rígidas, recorridas por dolorosos calambres debido a la tensión que, a cada paso del trayecto, nos había producido el bordear por el precipicio y cuidar de los animales. Nos quedamos largo rato en silencio. Me pregunté por qué diablos había sorteado semejante riesgo, para terminar en esta gruta que producía una sobrecogedora sensación de ritos anónimos, de ocultos sacrificios propiciatorios. Observé la entrada de la mina y la impresión de absurdo, de intolerable insensatez, iba creciendo hasta despojarme de la menor ilusión, del menor interés en penetrar en ese mundo que nada podría depararme a no ser la confirmación de mis viejas premoniciones, de mis más antiguos temores, reprimidos siempre por mi vocación de errancia y mi voluntad persistente de no acampar por mucho tiempo en parte alguna. El agua de la cascada corría mansamente por en medio del piso de arena blanca y salía para descender al abismo ciñéndose a las paredes de éste sin producir otro sonido que el manso fluir que contribuía a crear la atmósfera de otro mundo reinante en el sitio. Dormimos hasta la madrugada siguiente y fue curioso advertir que, a pesar de la cascada y del agua que corría a nuestros pies, el ambiente no tenía una humedad excepcional. Quizá las altas paredes de roca guardabanel calor diurno, que era considerable. Antes del amanecer nos despertó el coro estridente de una bandada de loros que anidaban en el borde superior de la gruta».