Eminencia (6 page)

Read Eminencia Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
9Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ángel Novalis era un aragonés educado en Madrid, que en su temprana juventud, y con dinero de su familia, se había lanzado a una exitosa carrera como financiero internacional. Se había casado bien. Su esposa, una mujer piadosa, lo había alentado a unirse a la rama laica del Opus Dei. Cuando su esposa y su hijo pequeño murieron, fue acompañado en su dolor por la hermandad de la congregación. Su austeridad y la vida comunitaria elitista y unida que llevaban se ajustaban a sus necesidades. Su filosofía de círculo cerrado acallaba todas las dudas, y el antiguo grito de guerra de los cruzados los había templado para la batalla: «Ut Deus vult!». ¡Como Dios lo quiera! Al cabo de un año, se postuló, y fue aceptado como candidato al sacerdocio.

Habría descollado en cualquier profesión. En ésta, con un matrimonio y una carrera próspera detrás y una batalla personal ganada, era una joya.

Terminó sus estudios en Roma y fue ordenado allí. Fue encomendado al servicio del Pontífice. Su historia y su manifiesto talento como comunicador hicieron que pronto fuera designado en la Sala Stampa, donde cierta fría ironía sobre el mundo y sus cosas le ganaron, si no afecto, al menos respeto. Su nota al secretario de Estado estaba teñida por la misma ironía:

… Hasta el momento no nos ha ido tan mal con los medios. Hemos pillado desprevenidos a la mayoría de los editores gracias a lo oportuno de nuestro primer comunicado. Tenían pocas posibilidades de reunir material de opinión o de plantear una línea editorial clara. Sin embargo, podemos tener la certeza de que en los próximos días habrá de aparecer material de ese tipo. Los primeros indicadores son los siguientes:

Daily Telegraph
, de Londres: «El colapso del Pontífice no fue un acontecimiento inesperado. Lo inesperado fue la decisión de tratarlo en su apartamento del Vaticano, en lugar de en la clínica Gemelli, que es donde se le suele internar cuando necesita un tratamiento. Un rumor que circula en Roma —aunque aún no ha sido confirmado por ninguna fuente vaticana— indica que el Pontífice ha sufrido una lesión cerebral tan grave que no es posible, ni deseable, practicarle intervención alguna. Sin embargo, en su actual condición, cada acto médico —la administración de oxígeno, la hidratación por suero intravenoso—equivale a una intervención mayor».

Le Monde
, de París: «El mensaje que encierra el comunicado es suficientemente claro. Su Santidad había expresado con anterioridad su deseo de que no se prolongara oficiosamente su vida. Alguien en el Vaticano está claramente dispuesto a dar testimonio de ello. Lo que no está claro es si en el mismo contexto el Pontífice expresó inequívocamente su deseo de ser relevado de su cargo en caso de que ya no estuviese capacitado para servir a la Iglesia. Si no lo hizo, se plantean otras preguntas: ¿Se puede dar por supuesto su deseo? Si se cuestiona la presunción, ¿quién decide sobre el particular? ¿Y cómo, y en qué forma será depuesto para abrir el camino a un sucesor?…».

New York Times
: «… Los médicos y los funcionarios de la curia vaticana están caminando por la cuerda floja, enfrentados a un tema que, aunque afecta al común de los fieles, ellos tienden a desestimar con una incisiva proposición teológica. Se dice que el Papa ha rechazado por adelantado cualquier prolongación de su ya larga vida. Hasta ahora no se ha aportado ninguna prueba documental. El Papa ya no puede expresarse de ninguna manera. Por supuesto, no puede ejercer su cargo. ¿Quién decide por él? ¿Sus médicos o una comisión de la curia? ¿Y cómo juzgarán? ¿Con un criterio teológico rigorista o con un criterio liberal? Ambos están vigentes en la Iglesia de hoy. El Pontífice era, sin duda, rigorista. Forzó los límites de la infalibilidad tanto como pudo, aunque no tanto como para provocar un cisma. De modo que ahora, quis custodiet ipsos custodes? ¿Quién custodiará a los custodios de las puertas, y cómo juzgarán los fieles sus acciones?…».

Con el mayor respeto, Eminencia, sugiero que desde ahora en adelante volvamos al sistema de comunicación habitual. La Sala Stampa redacta los comunicados, los somete a usted para su aprobación, y los da a publicidad a través de sus canales normales. Caminamos por un campo minado, y todavía tenemos que enfrentarnos a la prensa sensacionalista y a los bustos parlantes de la televisión…

Ruego a vuestra Eminencia que me dé instrucciones cuanto antes. Me gustaría redactar el próximo comunicado, tan pronto los médicos hayan entregado su informe matinal.

D. Ángel Novalis

A las seis y media de la mañana, el doctor Mottola y sus dos colegas especialistas examinaron al paciente. Pidieron que se los dejara a solas con él. Las hermanas enfermeras habían ido a tomar café, en tanto que el secretario de Estado y un grupo de prelados de alta jerarquía junto con el secretario papal y Domingo Ángel Novalis esperaban en el estudio del Pontífice.

—Bien, caballeros —decía el doctor Mottola a sus colegas—, diagnóstico y pronóstico. Debemos usar los términos más sencillos que podamos. Los caballeros de la otra habitación están en la parrilla y nos necesitan para que bajemos la temperatura del fuego. Han incorporado al círculo a Ángel Novalis. Él encontrará las palabras apropiadas para lo que nosotros digamos. Usted primero, Ernesto.

El doctor Ernesto Cattaldo se encogió de hombros con resignación.

—Lo que usted ve. Coma profundo, mirada fija, carencia de sensaciones. No puede tragar, su respiración es débil y espasmódica, con episodios de apnea que se harán más frecuentes. No puede toser para eliminar el catarro de los pulmones. yo lo consideraría terminal.

—¿Piero?

Gheddo, el cardiólogo, fue más cortante.

—Coincido con que es terminal, pero el deterioro es más gradual que lo que uno habría esperado. Podría durar unos días todavía. Sugeriría que la Sala Stampa dotara de cierta flexibilidad a su prosa: «La vida del Santo Padre está fluyendo apaciblemente hacia su conclusión». Algo por el estilo.

—Pronóstico negativo, entonces. ¿Cuál sería el tratamiento?

El doctor Gheddo se encogió de hombros.

—Dígales la verdad, aunque no necesariamente toda. Estamos administrando oxígeno, que aún no es suficiente para equilibrar los niveles de dióxido de carbono en la sangre. Lo estamos hidratando lo suficiente para evitar que se consuma. No lo estamos alimentando.

—Andamos pisando huevos. —El doctor Mottola expresaba sus reservas.

—De ninguna manera. —La réplica del neurólogo fue áspera—. Estamos describiendo un tratamiento ético normal. Lo que nos interesa es el paciente, no la prensa ni la curia romana.

—Yo creo —dijo el doctor Mottola juiciosamente— que se trata más bien de ayudarles a encontrar las palabras que cuadren con las circunstancias y con sus conciencias. ¡Cuento con el respaldo de ustedes para eso, caballeros!

—No necesitamos más que unas pocas frases acertadas —dijo Gheddo—. «Intervención limitada», «atención escrupulosa para el consuelo y la dignidad de un hombre agonizante». Esos muchachos están aún menos dispuestos que nosotros a discutir sobre principios éticos.

—¿Estamos listos, entonces? —preguntó el doctor Mottola.

—Más listos que nunca —dijo el doctor Gheddo, con resignación—. ¡Cristianos arrojados a los leones! Hagámoslo de una vez.

Cuando comprobaron lo poco que se esperaba de ellos quedaron sorprendidos. La media docena de prelados de alto rango reunidos en la habitación los recibió con un tenue saludo. El camarlengo presentó a monseñor Ángel Novalis, quien a su debido tiempo les pediría las correspondientes aclaraciones a los informes médicos que se incluirían en los comunicados matutinos para los medios de todo el mundo. Le pidió al doctor Mottola que expusiera el informe en términos simples, no clínicos. El doctor Mottola resumió la conclusión a la que había llegado con la ayuda de sus distinguidos colegas. Luego esperó. El primero en responder fue Ángel Novalis, que no era un aprendiz en su profesión. Estaba de buen humor, y fue directo al nudo de la cuestión.

—Gracias, caballeros. Permítame resumir lo que acaba de decir para asegurarme de que lo he entendido. Primero, el Santo Padre está agonizando. Se supone que el final está próximo. Le están dando oxígeno e hidratación. Su cuerpo no puede asimilar más que eso, porque sus funciones se están deteriorando. ¿Es así?

—Es así —dijo el doctor Mottola.

—¿Y sus colegas coinciden?

—Coinciden.

—¿Seguirán ustedes atendiendo al Pontífice hasta su fallecimiento?

—Si el cardenal camarlengo así lo dispone, por supuesto.

—Una pregunta entonces para todos ustedes, caballeros. Los tratamientos aplicados, que usted acaba de describir, ¿continúan en este momento?

—Sí.

—¿Han interrumpido algún tratamiento por alguna razón?

—No.

—¿Usted recomendaría algún tratamiento que actualmente no se esté aplicando?

—No.

—¿Ha recibido alguna invitación de los medios para comentar este caso?

Los tres médicos se miraron. El doctor Mottola vaciló un momento antes de responder.

—Me han hecho preguntas, sí. No puedo responder por mis colegas.

Cattaldo y Gheddo asintieron con la cabeza pero no dijeron nada. El sereno inquisidor continuó.

—Estoy seguro, caballeros, de que sus respuestas fueron respetuosas con la relación médico—paciente, y con la relación médico—familia que hay entre ustedes y todos los miembros de la casa papal.

—Eso se sobreentiende —dijo el doctor Mottola.

—Me pregunto, por lo tanto —el doctor Cattaldo estaba enfadado—, qué necesidad había de mencionarlo.

—Por favor. —Ángel Novalis recuperó inmediatamente toda su diplomacia—. Por favor, no se ofenda. Estoy expresando una advertencia, nada más. Mis colegas y yo batallamos todos los días con gente de los medios de comunicación de todo el mundo. Son propensos a elaborar titulares a partir de las frases más fragmentarias. Su respuesta más simple a cualquier pregunta es que no puede hacer comentarios sobre el caso.

—Eso también puede crear problemas.

—Admita, doctor, que nosotros estamos mejor equipados que ustedes para prevenirlos y resolverlos. Yo no intentaría ni por un momento invadir su campo profesional, pero en mi propia área me considero bastante experto. Estoy seguro, por ejemplo, de que en los próximos días los medios de comunicación ofrecerán a usted y a sus colegas importantes sumas de dinero para que hagan declaraciones a los diarios o concedan entrevistas a la televisión sobre los últimos días de Su Santidad. Cuando las rechacen, y estoy seguro de que ustedes obrarán de ese modo, es probable que los inviten a contestar algunas preguntas aparentemente inocentes. Les aconsejo que se nieguen.

Un ligero murmullo de aprobación circuló entre los prelados presentes. Aprobaban a este hombre. No tenía pelos en la lengua. Parecía bailar con soltura por entre las trampas cazabobos. Ángel Novalis recogió sus notas y abandonó la habitación. El cardenal camarlengo improvisó un pequeño discurso para salvar las apariencias.

—Antes de que se vayan, caballeros, quisiera expresarles, en mi nombre y en el de todos los miembros de la curia, nuestro agradecimiento por la atención que le están brindando al Santo Padre. Sabemos que seguirán junto a él hasta el final, que ojalá, rezamos por ello, no se demore demasiado.

Se acercó a ellos, los acompañó hasta la puerta, les estrechó la mano uno por uno y regresó en un santiamén de nuevo a la asamblea. Su imagen era la de un hombre que acababa de sacarse un gran peso de encima.

—Y bien, hermanos, estamos perdiendo a nuestro Padre. Creo que ninguno de nosotros guarda recelo porque haya que liberarlo de las responsabilidades de su servicio a la Iglesia. A mí me corresponde, como jefe de su casa, hacer los preparativos que conllevará su defunción y luego asumir el gobierno de la Iglesia mientras la Sede esté vacante. Hay mucho que hacer. Me gustaría contar con el permiso de ustedes para empezar a trabajar ya mismo.
Placetne fratres
? ¿Están de acuerdo, hermanos?


Placet
.

La tradicional fórmula recorrió como una ola la pequeña asamblea. Con esto, todos podían estar de acuerdo. Fueran cuales fuesen sus rivalidades y discordias, la comunidad del pueblo de Dios continuaba en Cristo.

Luca Rossini se había eximido de asistir a la reunión que se había llevado a cabo por la mañana temprano en el Vaticano. El secretario de Estado le había aconsejado que se llamara a silencio. No era fácil permanecer callado en una asamblea de cardenales de la curia que asistían a la agonía de su Supremo Pastor, hacían los preparativos para las exequias que seguirían a su fallecimiento, esperaban la elección de su sucesor y se preguntaban qué pasaría cuando, como lo exigía la costumbre, renunciaran a sus cargos y aguardaran a que el nuevo pontífice los redistribuyera.

Tenía poco que aportar a sus discusiones en torno del protocolo y los procedimientos a seguir. Ellos eran el gabinete íntimo. Él había sido siempre un jinete destinado a las comarcas más lejanas, un emisario que llegaba a las avanzadas de la Cristiandad. Estaba más expuesto que cualquiera de sus eminentes colegas a los cortantes vientos del cambio. En el Sacro Colegio Cardenalicio tenía adversarios poderosos y pocos abogados defensores y le faltaba paciencia para aplacar a los hostiles y cultivar a los que lo ayudaban.

Pronto su amo estaría muerto. El hombre que había usado el poder de su cargo para salvar un cuerpo y un espíritu estragados se ausentaría para siempre. Cuando llegara ese momento, Luca Rossini estaría solo. Lo tenían por un cardenal, un puntal, alguien ante quien se abrían las puertas del poder. Pronto podría convertirse en el puntal de una puerta que se abría hacia la nada. Él también tendría que renunciar al oscuro cargo que detentaba y jurar fidelidad y obediencia a un nuevo Obispo de Roma, un nuevo sucesor del apóstol Pedro. ¿Estaba preparado para ello? Más allá de cuestiones éticas o morales, ¿estaba dispuesto a aceptar los beneficios de un cargo, y a usarlos sin culpa ni remordimiento para sus propios fines, con independencia de cómo se definiesen esos fines? Alguna vez había creído que la definición era fácil. Su primer consejero médico era quien se la había dado: «Buscará reparación, justicia, retribución. Nunca se sentirá plenamente satisfecho. Querrá vengarse de los impíos y de los piadosos que colaboraron con ellos. Reclamará venganza como quien reclama un derecho…».

Other books

The Shell Collector by Hugh Howey
Small Favor by Jim Butcher
The Boss's Daughter by Jasmine Haynes
Renegade Heart by Kay Ellis
Becca St.John by Seonaid
Deceptive Nights by Sylvia Hubbard