Authors: Alessandro Baricco
Así, desde lejos, nos sentimos hechizados, como hechizados se sienten, todo hay que decirlo, también los demás, todos. Los chicos mayores conocen su belleza, y hasta incluso los viejos, que tienen cuarenta años. La conocen sus amigas, y todas las madres —y la suya, igual que una herida en el costado. Todos saben que es así y que nada puede hacerse al respecto.
Que nosotros sepamos, no hay nadie que pueda decir que ha sido el novio de Andre. Nunca la hemos visto ir de la mano con nadie. O un beso —ni siquiera un leve gesto sobre la piel de un chico. No es propio de ella. No le interesa gustar
a nadie
—parece empeñada en algo diferente más complicado. Hay chicos por los que debería sentirse atraída, muy diferentes a nosotros, obviamente, como los amigos de su hermano, bien vestidos, hablan con un acento extraño, como si se empeñaran en abrir poco los labios. Si se pusieran, incluso habría también varones adultos que a nosotros nos parecen aborrecibles y que revolotean a su alrededor. Gente que tiene coche. Y de hecho puede ocurrir que veamos marcharse a Andre con ellos —en los aborrecibles coches o en las motos. Sobre todo, de noche —como si la oscuridad se la llevara hacia un cono de sombra que no queremos comprender. Pero todo esto no tiene nada que ver con la marcha natural de las cosas —de chicos y chicas que salen. Es como una secuencia a la que le han arrebatado determinados pasajes. De ella no se infiere eso que nosotros llamamos amor.
De manera que Andre no es de nadie —pero nosotros sabemos que, al mismo tiempo, es de todos. Puede que haya una parte de leyenda, indudablemente, pero lo que se dice y se cuenta por ahí resulta rico en detalles, como de quien de verdad hubiera visto, y sabe. Y nosotros la
reconocemos
en esos relatos —nos resulta dificultoso visualizar todo lo demás, pero ella, allí en medio, es justamente ella. Su manera de actuar. Espera en los aseos del cine, apoyada en la pared, y ellos van uno tras otro, a tirársela, sin que ella se dé siquiera la vuelta. Se marcha de allí, luego, sin regresar a la sala para recoger su abrigo. Se van de putas con ella, y ella se ríe mucho mientras permanece en un rincón mirando —si se trata de travestis, los mira y los toca. No bebe nunca, no fuma, folla lúcidamente, sabiendo que lo está haciendo y, se dice, siempre en silencio. Circulan por ahí unas polaroid, que nosotros nunca hemos visto, en las que ella es la única mujer. No le importa que le hagan fotos, no le importa que a veces sean los padres, luego los hijos; no parece importarle nada de nada. Cada mañana, vuelve a no ser de nadie.
Para nosotros resulta difícil de entender. Por las tardes vamos al hospital, el de los pobres. A la sección masculina, urología. Debajo de las mantas los enfermos no llevan pantalones de pijama, sino un tubito de goma metido en la uretra. El tubito está conectado a otro tubito, un poco más grande, que acaba en una bolsa de plástico transparente, que está sujeta en el lateral de la cama: así es como mean los enfermos, sin darse cuenta, o sin tener que levantarse. Todo termina en la bolsa transparente —la orina es acuosa, o más oscura, hasta el rojo de la sangre. Lo que nosotros hacemos es vaciar esas benditas bolsas. Hay que desconectar los dos tubitos, descolgar la bolsa, ir al lavabo llevando en la mano ese odre lleno y vaciarlo todo en la taza del váter. Luego volvemos a la crujía y recolocamos cada cosa en su sitio. Lo difícil es el asunto ese de desconectar —aprietas con los dedos el tubito que está metido en la uretra y tienes que dar un tirón, porque si no lo haces así el tubito no se sale de dentro del otro tubito, el de la bolsa. De manera que uno intenta hacerlo con cuidado. Lo hacemos mientras hablamos —les decimos algo a los enfermos, algo alegre, mientras, inclinados sobre ellos, intentamos no hacerles demasiado daño. A ellos, en ese momento, no les importan un carajo nuestras preguntas, porque están pensando únicamente en esa sacudida en el rabo, pero responden, entre dientes, porque saben que lo de hablar lo hacemos por ellos. Las bolsas se vacían sacando un taponcito rojo que está en la punta de abajo. A menudo queda en el fondo arenilla, como los posos de una botella. Entonces hay que enjuagarlo bien. Hacemos esto porque creemos en el Dios de los Evangelios.
En cuanto a Andre, hay que decir que una vez la vimos con nuestros propios ojos, en un bar —a esa hora de la noche, sofás de piel y luces tenues, y mucha de esa gente —nosotros estábamos allí por error, porque nos apetecía un bocadillo a esa hora de la noche. Andre estaba sentada, otros estaban sentados, todos eran de esa gente. Ella se levantó y salió pasando cerca de nosotros —fue a apoyarse en el capó de un coche deportivo, en doble fila, las luces de posición encendidas. Llegó uno de ésos, abrió el coche y se subieron los dos. Nosotros estábamos comiendo el bocadillo, de pie. No se movieron de allí —no debía de suponerles ningún problema que los coches pasaran por el lado —e incluso algún transeúnte, raro. Ella se agachó, metiendo la cabeza entre el volante y el pecho del chico: éste se reía, mientras tanto, y miraba al frente. Estaba la portezuela ocultándolo todo, como es obvio, pero de vez en cuando por la ventanilla se veía la cabeza de ella levantándose —echaba un vistazo afuera, según un ritmo muy suyo. Una de esas veces él le puso la mano en la cabeza para empujársela hacia abajo nuevamente, pero Andre se la sacó de encima con un gesto rabioso y gritó algo. Nosotros seguíamos comiéndonos el bocadillo, pero estábamos como hechizados. Durante una rato siguieron en esa ridícula posición, sin hablar —Andre parecía una tortuga con la cabeza fuera. Pero luego la bajó de nuevo, por detrás de la portezuela. El chico dobló el cuello hacia atrás. Nosotros nos acabamos el bocadillo, y al final el chico se bajó del coche: reía y se colocaba la chaqueta para que le sentara bien. Entraron de nuevo en el bar. Andre nos pasó por delante y miró a uno de nosotros como si intentara recordar algo. Luego fue a sentarse de nuevo en el sofá de piel.
Eso era una mamada de las de verdad, dijo luego Bobby, que sabía lo que era eso —el único de nosotros que sabía, bien, qué era una mamada. Había tenido una novia que se las hacía. Confirmó por tanto que era una mamada, no cabía ninguna duda. Seguimos caminando en silencio, y estaba claro que cada uno de nosotros estaba intentando colocar las cosas en su sitio, para imaginarse de cerca lo que había pasado por detrás de la portezuela del coche. Nos estábamos formando una imagen en la cabeza y observábamos el primer plano. Trabajábamos con lo poco que teníamos —yo tenía guardado exactamente el escorzo de mi novia, en cierta ocasión, con la punta de mi polla en la boca, pero muy poquito —la sujetaba así, sin moverse, y con los ojos extrañamente abiertos —un poco demasiado abiertos. De ahí a imaginarse a Andre —no resultaba nada fácil, indudablemente. Pero mejor le habrá ido a Bobby, seguro, y tal vez también a Luca, que es muy reservado sobre estas cosas, pero debe de haber visto más que yo, visto y hecho. En cuanto al Santo, él es diferente. No tengo ganas de hablar ahora de ello —ahora no. Y, en cualquier caso, es de los que no excluyen hacerse cura, cuando pensamos en qué seremos de mayores. No lo dice, pero uno se da cuenta. El trabajo en el hospital lo encontró él —forma parte de nuestra manera de emplear el tiempo libre. Antes íbamos a pasar las tardes con unos viejecitos —les llevábamos comida, eran viejos sin dinero, olvidados —íbamos a sus minúsculas casas. Luego el Santo descubrió la historia esa del hospital para pobres, y dijo que era bonita. Y la verdad es que a nosotros nos gusta, luego, salir al aire libre, teniendo aún el olor a meados en las narices, y caminar con la frente en alto. Bajo las mantas, los viejecitos enfermos tienen miembros cansados, y todo el vello de alrededor es blanco, como el pelo, canoso. Son paupérrimos, no tienen familiares que les lleven el periódico, abren unas bocas podridas, se quejan de una forma nauseabunda. Hay que dominar no poco asco, debido a la suciedad, los olores y los detalles —de todas formas, somos capaces de hacerlo y recibimos a cambio algo que no sabríamos definir —algo así como una certeza, la consistencia rocosa de una certeza. De manera que salimos a la oscuridad más firmes y, aparentemente, más auténticos. Es la misma oscuridad que cada noche se traga a Andre y sus perdidas aventuras, si bien en otras latitudes del vivir, árticas, extremas. Por muy absurdo que parezca, para todos hay una única tiniebla.
A uno de nosotros, como se ha visto, lo llamamos Bobby. Tiene un hermano mayor que es clavadito a John Kennedy. De ahí lo de Bobby.
Una noche su madre estaba colocando las cosas en la cocina —y acabaron hablando de Andre. Nuestras madres hablan de Andre, si surge el tema, mientras que nuestros padres se salen por la tangente con una mueca indescifrable, así de bella y escandalosa es ella —les da apuro hablar de ella, hacen como que son asexuados. Así que esa madre, por el contrario, habló del tema con Bobby. Dijo: pobrecita. Pobrecita no era la palabra que se le pasaba por la cabeza a Bobby cuando pensaba en Andre. Así que la madre tuvo que explicarse. Enrollaba las servilletas y las metía en aros de madera, aunque de plástico, de colores. Dijo que aquella chica no era como las demás. Ya lo sé, dijo Bobby. No, no lo sabes, dijo ella. Y luego añadió que Andre se había matado —había ocurrido tiempo atrás. Se quedaron un rato callados. La madre de Bobby no sabía si sería oportuno continuar. Intentó matarse, dijo al final. Luego le insistió mucho a Bobby en que no le dijera a nadie ni una sola palabra del tema —fue así como nos enteramos.
Había elegido un día de lluvia. Se había vestido con un montón de ropa. Debajo de todo se había puesto un par de calzoncillos de su hermano. Luego había seguido con camisetas, jerséis y una falda por encima de los pantalones. Hasta guantes. Un sombrero y dos abrigos, uno más ligero, debajo, y otro grueso. Se había puesto incluso botas de goma en los pies —de goma verde. De esa guisa había salido y había ido hasta el puente, el del río. Como era de noche, allí no había nadie. Algún coche, pero sin ganas de detenerse. Andre se había puesto a caminar bajo la lluvia, lo que quería era empaparlo todo y acabar siendo tan pesada como un derrelicto. Caminó largo rato, arriba y abajo, hasta notar el peso de toda aquella ropa empapada. Luego superó la barandilla de hierro y se lanzó al agua, que a esa hora era negra —el agua del río negro.
Alguien la salvó.
Pero quien ha empezado a morir no deja ya de hacerlo, y ahora nosotros sabemos por qué Andre nos atrae más allá de todo sentido común, y a despecho de todas nuestras convicciones. La vemos reírse, o hacer cosas como ir en ciclomotor, y acariciar un perro —por las tardes sale a dar una vuelta con una amiga, cogidas de la mano, y lleva unos bolsitos en cuyo interior mete cosas útiles. Pero de todas formas nosotros ya no nos lo creemos, porque en nuestra cabeza tenemos metido ese momento en que gira de repente la cabeza en busca de algo, con los ojos aterrorizados —oxígeno. Hasta el porte que tiene, el cuello curvado hacia atrás, la barbilla levantada —el porte de estar así. Encima de una invisible superficie del agua. Y cada uno de sus extravíos, incluidos los impronunciables e impúdicos, que no sabemos explicar. Son como relámpagos, y nosotros los entendemos.
Es que muere. Andre muere.
Luego Bobby le preguntó a su madre por qué lo había hecho Andre, pero entonces la madre se lió un poco, se intuía que el resto de la historia verdaderamente no quería contarlo, cerró de golpe un cajón, con una fuerza que no era necesaria, son madres que no malgastan nada, ni siquiera la presión de una muñeca sobre el tirador de un cajón —pero ella lo hizo, y era para decir que no se hablaba más del tema.
Un día fuimos al puente, de noche, porque queríamos ver el agua negra —
esa
agua negra. Bobby, yo, el Santo y Luca, que es, de entre todos, mi mejor amigo. Fuimos allí en bicicleta. Queríamos ver lo que habían visto los ojos de Andre, por decirlo de algún modo. Y lo alto que era verdaderamente el aire, si se ponía uno a pensar en saltarlo. También flotaba la vaga idea de subirse de pie a la barandilla, o tal vez de dejarse balancear un poco hacia delante, sobre el vacío. Sujetándonos bien, en cualquier caso, porque todos somos chicos que llegan puntuales para la cena —nuestras familias creen en las costumbres y en los horarios. Así que hasta allí nos fuimos: pero el agua era tan negra que parecía densa y pesada —un cieno, un petróleo. Era horrible, y no había nada más que decir. Miramos abajo, apoyados en el hierro helado de la barandilla, mirando fijamente las gruesas venas de la corriente, y el negro sin fondo.
Si existía una fuerza que podía empujarle a uno a saltar, nosotros no la conocíamos. Estamos llenos de palabras cuyo verdadero significado no nos han enseñado, y una de ellas es la palabra dolor. Otra es la palabra muerte. No sabemos a qué se refieren, pero las utilizamos, y esto es un misterio. Nos sucede también con palabras menos solemnes. Bobby me dijo en cierta ocasión que cuando era joven, y tenía catorce años, le pasó una cosa: había ido a una reunión en la parroquia dedicada al tema de la masturbación y lo curioso era que, en realidad, él, en aquella época, no conocía de ninguna manera el significado de la palabra masturbación —la verdad es que no sabía lo que era aquello. Pero había ido y, aún más, había expresado su opinión y discutido animadamente, de eso se acordaba bien. Dijo que, si lo pensaba, ni siquiera estaba seguro de que
los demás
supieran de qué estaban hablando. Seguro que allí dentro el único que de verdad se hacía pajas era el cura, dijo. Luego, mientras me explicaba esta historia, se le vino una duda a la cabeza y entonces añadió: sabes de qué te estoy hablando, ¿verdad?
Sí, lo sé. La masturbación, sé qué es eso.
Bueno, pues yo no lo sabía, dijo él. Yo pensaba en algunas veces en que me frotaba contra la almohada, por la noche, porque no conseguía dormir. Me la colocaba entre las piernas y me frotaba. Eso era todo. Y mantuve una discusión sobre ese asunto, ¿te das cuenta?
Pero así somos, utilizamos un montón de palabras cuyo significado no conocemos y una de ellas es la palabra dolor. Otra es la palabra muerte. Por eso no nos fue posible tener los ojos de Andre y mirar el agua negra, desde el puente, como la había visto ella. Ella, que procede en cambio de un mundo sin cautelas, en el que la humana aventura no discurre al socaire de la normalidad, sino que va dando bandazos, hasta abarcar toda palabra lejana, por muy afilada que esté —y, la primera de todas ellas, la que nombra el morir. En sus familias a menudo se mueren sin esperar la vejez, como impacientes, y es tal su familiaridad con la palabra muerte que no suele ser raro que en su reciente pasado se cuente con la existencia de un tío, una hermana, un sobrino, al que alguien mató —o que mató a alguien. Nosotros nos morimos, de vez en cuando, ellos son asesinos o asesinados. Si intento explicar la fractura de casta que nos separa de ellos, nada me parece más exacto que referirme a lo que los hace irremediablemente distintos y aparentemente superiores —el contar con destinos trágicos. Una cierta capacidad de destino y, en particular, de destinos trágicos. Mientras que nosotros, en cambio, lo correcto sería decir que no nos podemos permitir lo trágico, tal vez ni siquiera un destino —nuestros padres y nuestras madres dirían que
no nos lo podemos permitir
. Por eso tenemos tías en silla de ruedas debido a sobrevenidos ataques de apoplejía —babean educadamente y miran la televisión. En cambio, en las familias de esa gente, abuelos en trajes cortados a medida cuelgan trágicos de vigas de las que se colgaron debido a sobrevenidos desastres financieros. De la misma manera que puede ocurrir que hayan encontrado un día al primo con la cabeza abierta por un golpe bien asestado, inferido de arriba abajo, en la cornisa de un apartamento florentino —el arma homicida una estatuilla helenística que representa «La templanza». Nosotros, en cambio, tenemos abuelos que viven eternamente: se encaminan, todos los domingos, incluso el último antes de morir, a la misma pastelería, a la misma hora, para comprar las mismas pastas. Contamos con destinos mesurados, como si fueran consecuencia de un misterioso precepto de economía doméstica. Así, cincelados fuera de lo trágico, recibimos como herencia la bisutería del drama —junto al oro cequí de la fantasía.