Authors: Alessandro Baricco
Pero lo que vas a hacer es una gilipollez, dije.
Me fui. Al cabo de un poco, me di la vuelta para mirar, él seguía allí, parado, se pasaba el dorso de la mano por los ojos.
Una vez en casa, dejé pasar algo de tiempo, luego empecé a llamarle por teléfono a casa de sus padres —siempre decían que todavía no había vuelto. La cosa no me gustaba, acabé por tener malos presagios. Se me pasó por la cabeza ir a buscarlo, crecía dentro de mí la certeza de que no tendría que haberlo dejado allí, solo, en medio de la calle. Luego me imaginé que lo encontraba con Andre, en algún sitio, y la incomodidad de los gestos, de las palabras que pronunciar. Todo era complicado. No había forma de distraerme, lo único que lograba hacer era seguir llamando por teléfono a su casa, disculpándome siempre mucho. A la sexta vez, contestó él.
Por Dios, Luca, no me hagas más bromas como ésta.
¿Qué pasa?
Nada. ¿Has ido?
Se quedó callado unos instantes. Luego dijo No.
¿No?
Ahora no puedo explicártelo, vamos.
Vale, vale, dije. Mejor así. Todo saldrá bien.
Lo creía de veras. Todavía tuve ocasión de decirle un par de chorradas, me puse a hablar de los zapatos de Bobby en el funeral. Parecía increíble pensar que se los hubiera comprado
de verdad
. ¿Y la camisa?, dijo Luca. En mi casa, ni siquiera saben cómo se
planchan
camisas como ésa, dijo.
Pero aquella noche, mientras cenaban, se levantó de pronto para llevar los platos al fregadero, y en vez de volver a sentarse a aquella ménsula, con la pared delante, salió al balcón. Se apoyó en la barandilla, donde había visto mil veces a su padre —pero de espaldas, con los ojos hacia la cocina. Tal vez para mirar, una vez más, todas las cosas. Luego se dejó caer hacia atrás, al vacío.
En el Evangelio de Juan, y únicamente en éste, se relata el ambiguo episodio de la muerte de Lázaro. Mientras está lejos, predicando, Jesús es informado de que un amigo suyo, en Betania, ha caído gravemente enfermo. Pasan dos días, y al amanecer del tercero Jesús dice a sus discípulos que se preparen para regresar a Judea. Le preguntan la causa y él responde: Nuestro amigo Lázaro se ha dormido, vamos a ir a despertarlo. Así que se pone en camino y, llegado a las puertas de Betania, se le acerca una hermana de Lázaro, Marta, que ha salido a su encuentro. Cuando llega delante de él, la mujer dice: Señor, si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Más tarde, una vez dentro de la ciudad, Jesús encuentra a la otra hermana de Lázaro, María. Y ella le dice: Señor, si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
Sólo yo sabía el porqué. Para los demás, la muerte de Luca fue un misterio —la dudosa consecuencia de causas poco claras. Naturalmente, se podía reconocer, sin pronunciarla de veras, la alargada sombra del mal en aquella familia —el padre. Pero tampoco parecíamos estar dispuestos a admitirlo del todo, como si no fuera algo esencial. La juventud parecía más bien la raíz del mal —una juventud a la que ya no se era capaz de entender.
Me buscaban a mí, para saber. Seguro que no me habrían escuchado de verdad —tan sólo querían saber si había algo oculto, algo no dicho. Secretos. No estaban lejos de la verdad, pero tuvieron que prescindir de mi ayuda —durante días no vi a nadie. Una dureza que no conocía y hasta cierto desprecio —reaccioné de esa manera. Mis padres estaban preocupados por ello, aturdidos los adultos que me rodeaban, los curas. Al funeral no fui, no había resurrección en mi corazón.
Bobby dio señales de vida. Escribió el Santo una carta. No abrí la carta. No quise ver a Bobby.
Intentaba apagar una imagen: Luca con el pelo pegado en la frente, en la cama de Andre, pero aquella imagen no me abandonaba, ni me abandonaría, de manera que eso es lo que recuerdo de él, para siempre. Estábamos juntos en el mismo amor, en ese momento —durante años, no hicimos nada más que eso. Su belleza, sus llantos, mi fuerza, sus pasos, mis oraciones —estábamos juntos en el mismo amor. Su música, mis libros, mis retrasos, sus tardes a solas —estábamos juntos en el mismo amor. El aire en el rostro, el frío en las manos, sus olvidos, mis certezas, el cuerpo de Andre —estábamos juntos en el mismo amor. Así que juntos morimos y, hasta el día en que me muera, juntos viviremos.
Lo que desconcertaba sobre todo a los adultos era aquel alejamiento, y el hecho de no buscarnos —Bobby, el Santo y yo. Habrían querido que permaneciéramos fuertemente unidos para amortiguar el golpe —nos veían desperdigados. En este hecho leían una amplia herida, o más profunda de lo que querían imaginarse. Pero era lo mismo que pájaros tras un disparo, cada uno volando a sus anchas, a la espera del momento de volver a convertirse en bandada —o por lo menos manchas oscuras alineadas en el horizonte. Coincidimos apenas un par de veces. Nosotros sabíamos el tiempo que tenía que pasar —el silencio.
En cambio, un día apareció aquella chica, la que había sido mi novia, y me fui con ella. No nos veíamos desde hacía tiempo, todo era raro. Ahora conducía un coche, un coche pequeño y viejo que sus padres le habían regalado al cumplir los dieciocho años. Se sentía orgullosa de aquello y quería que yo lo viera. Se había vestido muy mona, pero no como alguien que quisiera volver a empezar, o algo parecido. El pelo recogido, los zapatos planos, normales. Me fui con ella —era bonito ver los gestos de la conducción realizados por ella, todavía precisos, como hechos al dictado, pero mientras tanto algo parecido a una mujer bullía dentro de la chica que yo conocía. Tal vez fuera eso. Pero también saber que ella no tenía nada que ver, de manera que explicárselo sería como dibujar sobre un papel en blanco. Así que lo hice. Era la primera persona en este mundo a la que le contaba toda la historia —Andre, Luca y yo. Ella conducía, yo hablaba. No siempre era sencillo encontrar las palabras, ella esperaba y yo las decía, al final. Mantenía la mirada sobre el parabrisas y, cuando era necesario, en el retrovisor, nunca sobre mí —las dos manos, al volante, la espalda no del todo relajada sobre el respaldo. En un momento dado se encendieron las farolas de la ciudad.
Sólo me miró al final, cuando se detuvo debajo de mi casa, aparcada de frente, un poco separada de la acera —algo que mi padre no soporta. Tú estás loco, dijo. Pero no se refería a lo que había hecho, se refería a lo que tendría que haber hecho. Ve a ver a Andre, dijo, ahora mismo, corriendo, vale ya de tener miedo. ¿Cómo puedes vivir sin saber la verdad?
En realidad, nosotros sabemos muy bien cómo vivir sin saber la verdad, siempre; pero hay que admitir que, en ese aspecto, ella tenía razón y se lo dije, así que me vi obligado a explicarle algo que me había guardado para mí —me suponía un gran esfuerzo explicarlo. Le dije que yo, de hecho, había intentado ir a ver a Andre, la verdad es que en un momento dado yo también había pensado en que tenía que ir a verla, y que lo había intentado. Unos días después de la muerte de Luca, pero más por resentimiento que para saber —por venganza. Me había marchado una noche en que ya no lo aguantaba más, empujado por una maldad desconocida, y había ido hacia el bar donde presumiblemente podría encontrarla, a esas horas, entre toda su gente. Tendría que haber analizado la cosa mucho mejor, pero en ese momento me parecía que iba a morir si no la veía, si no le hablaba —así que, estuviera donde estuviera, iba a encontrarla, y punto. Iba a
combatirla
, se me pasó por la cabeza. Lo que ocurrió fue que, cuando llegué al paseo, en cuya acera opuesta se encontraba el bar, con todo el mundo fuera, el vaso en la mano, vi desde lejos a sus amigos, elegantes en su alegría algo aburrida, y en medio de ellos, aunque apartado, pero de todas maneras claramente en medio de todos ellos, estaba el Santo. Apoyado en una pared, también él vaso en mano. Taciturno, solo, pero la gente pasaba por delante de él y con él intercambiaban unas chanzas, y sonrisas. Como animales de la misma manada. Una chica, en un determinado momento, se paró delante de él para hablarle y, mientras tanto, con una mano iba echándole el pelo hacia atrás —él la dejaba hacer.
Ni siquiera miré si, en algún sitio, estaba o no Andre. Me di la vuelta y me fui de allí rápidamente —sólo me aterrorizaba la idea de que me vieran, ya no me importaba nada más. Cuando llegué a casa, yo era alguien que se ha rendido.
No sé por qué, pero fue ver allí al Santo y ya no me importó nada de nada, le dije.
Ella asintió con la cabeza y luego dijo Ya voy yo, y puso el coche en marcha. Lo que quería decir era que ya iría ella a ver a Andre, y que no quería ni discutir sobre el tema. Me bajé sin decir gran cosa, y vi cómo se marchaba, con el intermitente bien puesto y todo —educadamente.
Puesto que no hice nada por detenerla, ella regresó al día siguiente, y había hablado con Andre.
Dice que ya estaba embarazada cuando hizo el amor con vosotros.
En voz baja, de nuevo sentados el uno al lado de la otra, en aquel cochecito. Pero esta vez bajo los árboles, en la parte de atrás de mi casa.
Pensé que Luca había muerto por nada.
También pensé en el niño, en el vientre de Andre, en mi miembro dentro de ella, y en esas cosas. Como la misteriosa proximidad de que somos capaces, hombres y mujeres.
Y al final me acordé de que todo había terminado, y de que yo ya no era un padre.
Por eso hice algo que no hago nunca —yo no lloro, no sé por qué.
Ella me dejó tranquilo, sin hacer un gesto o decir una palabra, trasteaba con el mando de las luces largas, pero con lentitud.
Al final le pregunté si Andre había dicho algo sobre Luca —si por lo menos se le había pasado por la cabeza que ella tenía algo que ver con aquel vuelo.
Se echó a reír, dijo ella.
¿A reír?
Si hubiera sido ése el problema, habría venido a decírmelo, dijo.
Pensé que Andre no sabía nada de Luca, y que no había aprendido nada acerca de nosotros.
Pues tiene razón Andre, dijo entonces mi novia, Luca no pudo matarse por eso, sólo tú puedes pensarlo.
¿Por qué?
Porque estás ciego.
¿Qué quieres decir con eso?
Movió la cabeza —no tenía ganas de hablar de eso. Yo me acerqué e hice ademán de besarla. Me puso una mano sobre el hombro, manteniéndome alejado.
Un beso, nada más, le dije.
Vale, me dijo.
Entonces decidí empezar de nuevo. Me puse a pensar hacia atrás, en busca de un último momento estable antes de que todo se enmarañara —la idea era la de partir de nuevo, desde allí. En la cabeza tenía el paso del campesino que va de regreso al campo, después de la tempestad. Se trataba sólo de encontrar el punto en el que había interrumpido la siembra, con las primeras bolas de granizo.
Razonaba yo así porque en los momentos de confusión tenemos la costumbre de recurrir a un imaginario campesino —y eso a pesar de que nadie, en nuestras familias, ha trabajado nunca la tierra, desde que tenemos memoria. Venimos de artesanos y comerciantes, curas y funcionarios, y pese a ello hemos heredado la sabiduría del campo, haciéndola nuestra. De esta manera creemos en el mito fundacional de la siembra, y vivimos confiados en el carácter cíclico de todo, bien resumido en el paso circular de las estaciones. Del arado hemos heredado el sentido último de toda clase de violencia, y de los campesinos el truco de la paciencia. Ciegamente, creemos en la ecuación entre esfuerzo y recolecta. Es una especie de vocabulario simbólico —que nos es dado de una forma misteriosa.
De manera que pensé en volver a empezar, porque no conocemos otro instinto, frente a los vendavales de la suerte —el paso incansable y tozudo del campesino.
En algún sitio tenía que empezar a trabajar de nuevo la tierra, y al final decidí que lo haría por las larvas, allí, en el hospital. Era la última cosa estable que recordaba —nosotros cuatro, con las larvas. El entrar y salir de aquel hospital. No iba allí desde hacía un montón de tiempo. Uno puede estar seguro de que lo va a encontrar todo como antes, no importa lo que le haya pasado mientras no estaba allí. A lo mejor son distintos las caras y los cuerpos pero son los mismos el sufrimiento y el olvido. Las monjas no hacen preguntas y siempre lo reciben a uno como un regalo. Pasan al lado, atareadas, y en ese momento cantamos juntos un estribillo que nos resulta grato —Alabado sea Jesucristo, Sea por siempre alabado.
Al principio todo me pareció un poco difícil —los gestos, las palabras. Me hablaban de la gente que se había ido, estrechaba las manos de los nuevos. El trabajo era el de siempre, las bolsas llenas de orina. Uno de los viejos me vio, en un momento dado, se acordaba de mí, se puso a bramar en voz alta, quería saber dónde demonios nos habíamos metido mis amigos y yo. No os hemos vuelto a ver el pelo, me dijo cuando me acerqué a él. Protestaba.
Acerqué una silla a su cama y me senté. La comida de aquí da asco, dijo él, resumiendo. Me preguntó si le había llevado algo. De vez en cuando pasábamos algo de comida —las primeras uvas, chocolate. Incluso cigarrillos, aunque eso lo hacía el Santo, nosotros no nos atrevíamos. Las monjas lo sabían.
Le dije que no tenía nada para él. Son días complicados, se han torcido algunas cosas, dije, para explicarme.
Me miró maravillado. Desde hace tiempo, esa gente ha dejado de pensar que las cosas pueden torcérseles también a los demás.
¿De qué puñetas me estás hablando?, dijo.
De nada.
Ah, vale.
Trabajaba en una gasolinera, cuando era joven y las cosas le iban bien. También había sido presidente de un pequeño equipo de fútbol de su barrio, durante una temporada. Se acordaba de una remontada de tres a dos, y de una copa ganada en los penaltis. Luego se había peleado.
Me preguntó dónde se había metido el que tenía el pelo rojo. Ése me hacía reír, dijo.
Hablaba de Bobby.
¿No ha vuelto a venir?, pregunté.
¿Ése? A ése no se le ha vuelto a ver el pelo por aquí. Era el único que me hacía reír.
La verdad es que Bobby sabe tratar con ellos, les toma el pelo todo el rato, es algo que los pone de buen humor. Sacando el catéter es un desastre, pero a nadie parece importarle mucho. Cuando uno mea sangre, le gusta que un chaval le mire el nabo, admirado, y le diga Por Dios, ¿por qué no hacemos un cambio?
Ni siquiera se ha despedido, dijo el viejo, se marchó y por éstas que no le hemos vuelto a ver el pelo por aquí. ¿Dónde lo habéis escondido? La historia esa de Bobby parecía importarle.