Él entiende, pero de eso sólo es capaz ahora, que aquella caravana de personas no pudieran volver la vista atrás porque tal acción les hubiese mortificado todavía más, creando en ellos nuevas pesadillas.
Finalmente llegó la esperada sentencia desde Presburgo. Se condenaba a Erzsébet Báthory a quedar emparedada en su aposento, hasta que acabase su vida. De esa forma se cuidaban las autoridades de no incurrir en los riesgos que implicaría su ejecución, que en ningún caso sería válida si antes no se celebraba un juicio. Y eso precisamente era lo que querían evitar.
Ella oyó imperturbable la sentencia. Como antes había sabido de la muerte de sus tres servidores sin que se le moviese ni un músculo de la cara. No dijo ni una palabra. Ni siquiera cuando se le explicó que el castillo quedaría ya por siempre desierto, colocando cuatro banderas negras y cuatro cadalsos en cada uno de sus extremos, señal de que ningún ser humano podía acercarse allí a mucha distancia. Lo mismo sucedería con el pueblo de Csejthe, que había sido desalojado. Por toda la comarca se colocaron pasquines anunciándolo. Únicamente dejarían un hueco horizontal situado a la altura del suelo por el que cada cierto tiempo se le introduciría pan y agua para que pudiese sobrevivir, administrando ese alimento como ella creyera conveniente. Además, se taponarían igualmente las puertas que conectaban su aposento con otras estancias. Salvo esa pequeña ranura pues, ningún contacto tendría con el exterior, excepción hecha de otro mínimo agujero que fue abierto a tal efecto, a saber, en lo alto del techo, para que pudiese entrar el aire y ver, siquiera débilmente, la luz del día.
Todo esto lo oyó sin pestañear. Seguía hundida en sus pensamientos, en su orgullo herido y sus sueños echados a perder.
Se le dio acopio de leña, pero eso se traducía en unos cuantos troncos que apenas podrían durarle lo que restaba de ese invierno. Luego, ya nada tendría para calentarse. Nada que no fuesen sus pieles, de las que fue obligada a escoger unas pocas. También le dejaban velas y cirios para alumbrarse, aunque esa luz se le acabaría en breve. Dos, tres meses a lo sumo. Poco pareció importarle, pues su indignación seguía siendo mucho mayor que la angustia lógica que debía de producirle el marco al que iban a quedar reducidos sus movimientos, precisamente a ella, que desde niña sintió aversión por los espacios cerrados, creciendo esa claustrofobia con la edad. Su aposento disponía de un retrete que no tenía salida al exterior, por lo que las deposiciones debían ser vaciadas a diario por el lacayo que en el castillo cumplía la función de casiller. Como es obvio, en apenas unas jornadas aquel aposento empezaría a llenarse de materias fecales. Era muy grande, pero aun así debió contar con ello, y no era una grata perspectiva para quien había dispuesto de tanto poder y lujo a su alcance.
No sintió atrición, siquiera leve, ni el menor síntoma de pesadumbre por todo lo hecho, y del mismo modo por su cabeza ya extraviada no debió de pasar la posibilidad de palinodia o retractación pública alguna. Ella, que provenía de una familia en la que la crueldad era cosa común, y en la que siempre hubo violaciones y estupro, ¿iba a dar señales de flaqueza en tal momento? ¿Cómo ella, que había buscado con avidez de arúspice en las entrañas de sus inocentes víctimas, desollándolas vivas y lentamente, iba ahora a sentir pena por haberlas destruido, cómo, si eran suyas? Sus sentimientos poseían ya la somnolencia pura del hielo, aunque tantas y tantas veces, en presencia de esas jóvenes desnudas y suplicantes, hubieran quedado deshechos por el relámpago, a menudo incluso para sorpresa suya, quien con frecuencia ni siquiera quería matarlas tan pronto, dejando un surco de magma abrasador por donde pasase. Entonces, en su entorno, era la muerte.
János aún iba a tardar bastantes años en encontrar que algo falló en aquel proceso por los crímenes de la Condesa, y en el que, según todos los indicios, se había aplicado correctamente la Ley, excepción hecha con la propia Erzsébet, quien, debiendo haber sido ejecutada, tuvo que soportar una curiosa condena. En realidad desde muy joven él se dio cuenta de esa evidencia, pero era tal la repulsa que le producía pensar en ello que ahuyentaba sus pensamientos al respecto.
Y es que no sólo fueron Erzsébet y sus más directos cómplices quienes propiciaron aquellas setecientas muertes de inocentes, no. Había muchas más personas implicadas. Y con estas personas la justicia nunca se decidió a intervenir, a buen seguro que por apagar del todo los rescoldos del escándalo. El Palatino Thurzó sabía, aunque no pudiera imaginar la magnitud de los hechos. Y Megyery el Rojo también sabía. Y el pastor Ponikenus, e incluso los yernos y plausiblemente las hijas de Erzsébet, sabían, pero, como tantos y tantos, volvieron la vista hacia otro lado. Reaccionaron tarde.
Ficzkó, Dorkó y Jó Ilona, junto a la propia Condesa,
cometieron
los crímenes, sí, pero no los
propiciaron
. Pues ¿quién sino otra compleja red de personas les suministraron centenares de muchachas? En las actas de los interrogatorios, que Pirgist pudo leer tiempo después en los archivos del castillo de Ezstergom, y también en varios archivos de Budapest, figuraban los nombres, y lo hacían de forma detallada, de toda una red no sólo de mujeres, sino también de hombres que, fuese por miedo, dinero, prendas o menudencias en forma de joyas, ayudaron a Erzsébet durante década y media para confeccionar un incontable número de víctimas.
Dezco Benedick, barbián donde los hubiere, que ejerció de mayordomo de la Señora, Stefan Vaghy, Baltasar Poki, Daniel Vás y Jezorlavy Istok sabían, como también sabían un tal Sido, un tal Kosma, un tal Silvachy o un tal Horvar, quien llegó a manifestar que tenía serios problemas para dar con chicas altas, como le gustaban a Erzsébet, pues por la región sólo las había bajitas. Las altas cayeron ya en las fases iniciales de la rapiña.
En cuanto a la lista de mujeres que ajustaron chicas con los ayudantes de la Condesa, ésta era aún más numerosa y sorprendente.
La vieja Kardoska sabía, y Szalny, y Barnó, y Kodrinova, y Stavo y Öetvos, y Seleva, y Liptai, y Kocsi, y Koechi, que reclutó muchas por la zona de Domolk, y la odiosa Bassovny. Todas ellas sabían. Eran ellas y no otras quienes suministraban la carne para el matadero. La justicia nada hizo contra ellas. Había que tapar el escándalo, conseguir que se dejase de hablar de todo aquello cuanto antes. Ellas fueron sus mesnadas para la depredación sistemática.
La aristócrata que aparecía vestida con una capa y una capucha durante las primeras torturas y asesinatos, ¿quién era? Nunca se investigó. Como tampoco sobre otra mujer cubierta asimismo con una capucha y disfrazada de muchacho que participó en algunas orgías y cuya silueta muchos pudieron ver al entrar o salir de los castillos.
Decenas y decenas de personas sabían, supieron todo el tiempo, mas ninguna acción se llevó a cabo contra ellas. Pero algo llamó la atención de János cuando pasaron unos años, pues hasta entonces no pudo pensar con claridad en aquellos acontecimientos: entre los detenidos y juzgados no estaba Ezra Májorova. Sin duda la misma mañana, o quizá en la madrugada previa a la detención de la Condesa, huyó discretamente, aprovechando la confusión reinante. Jamás volvió a saberse de ella.
Se les había escapado la bruja de Miawa, y eso no era un buen presagio. Quizá decidieron ir a buscarla por los bosques, pero todos temían a Dios, sí, aunque, lo confesasen o no, también temían al que acecha en su oscuro reverso.
Que tanto crimen hubiese quedado impune, ¿no era acaso una muestra de la más absoluta ausencia de justicia? ¿Y siendo ésta, al parecer, tan difícil de administrar por los hombres, no dejaba un hueco descorazonador donde debiera haber, al menos, justicia divina? Pensó entonces János Pirgist en que si San Agustín no tenía razón cuando habló de la actitud del Creador ante el Bien y el Mal, tal vez sí la tuviese, siquiera en parte, el filósofo Epicuro, quien escribió: «O Dios quiere abolir el Mal y no puede, o bien puede, pero no quiere o no puede y no quiere. Si quiere pero no puede, es impotente. Si puede pero no quiere, es malvado. Pero si Dios puede y quiere abolir el Mal, entonces ¿por qué hay Mal en el mundo?», palabras estas que en otra época le hubiesen parecido sacrílegas a János, aunque fuesen planteadas tan sólo a modo de hipótesis, pero que desde entonces, cuando se produjeron los acontecimientos, habían cobrado evidente sentido.
Que nada pudiese hacerse nunca contra la bruja de Miawa pues, no sólo era un nefasto presagio, sino prueba de una realidad de insoportable vigencia: el Mal existe y con frecuencia campa libremente, sorteando todo a su paso sin que las personas hagan nada por apartarlo de ese ámbito de impunidad en el que desde el principio de los siglos vive cómodamente instalado. Pirgist, en sus averiguaciones que se demoraron décadas, recurrió sobre todo, en lo referente a los vampiros y las brujas, a varios sacerdotes como él que habían consagrado parte de sus vidas a estudiar con la mayor objetividad posible tan escabrosos temas. Si para conocer algo más acerca de los vampiros fue ayudado por Milosz Farbodas, polaco, y Zbigniew Lubcwosky, serbio, en lo referente a la brujería tuvo largas discusiones con Theodor Hausmann, quien le mencionase lo de la biblioteca de Erzsébet, y el valaco Segismundo Lipperich. Tanto uno como otro, y cuando Pirgist les habló de la inexplicable desaparición de Ezra Májorova, se encogieron de hombros diciendo en un tono que podía parecer de broma: «Es lo que pasa con las brujas de verdad: desaparecen».
Incluso con Erzsébet, que a su manera también era bruja aunque recurriese a otras de su clase para perfeccionar el arte maléfico que ya poseía, ocurrió algo similar: desapareció en vida, pues en vida se privó a los mortales de su contemplación.
Con ella se equivocaron todos. Se equivocó la vida, poniéndola en este mundo cuando y donde no debía. Porque eso, lo que hizo, con toda probabilidad no hubiera podido suceder en ningún otro país de Europa, pero Hungría vivía mucho más allá de la Edad Media. Se equivocó el pastor Ponikenus al desear la regeneración de su alma, pues para él parecía imposible aceptar que ese ser careciera de alma. Se equivocó el Palatino Thurzó al vaticinarle pocos meses de vida y conminarla al arrepentimiento. Pese a todo lo que había visto y cuanto sabía, aún seguía siendo incapaz de pensar a quién se enfrentaba.
Extraviada en sus ensoñaciones, y a buen seguro que deleitándose en sus iniquidades, que embrutecieron toda una época y que fueron deshonra del humano género, la expoliadora de vidas, aquella cuya maldad poseyó ribetes de perfección aritmética, veía cómo la emparedaban lentamente sin dar la menor muestra de temor, sin elevar una queja. Más soberbia que nunca, envilecida por su pasado, aguardaba desafiante a su porvenir. Ella, la que no nació entre flores de lis sino envuelta en pieles de oso y mamó de las ubres de la violencia que se desplegaba voraginosa a su alrededor. Ella, la plaga, ella, el azote. Ella, la cabeza de la hidra que ulceró vidas y acontecimientos. Ella, pupila discente aventajada de la propia bruja de Miawa, seguía libre y viva en su encierro.
Piedra tras piedra, iba quedándose aislada. ¿Pensaría en aquellos instantes en que nunca amó? ¿O quizá amase un poco a cierta chica llamada Ilona Harczi, que poseía una hermosa voz y los ojos de color esmeralda? ¿Por qué tuvo que descuartizarla con sus propias manos en el palacete de Viena, por qué? ¿Acaso amó, siendo aún adolescente, al apuesto y bizarro Ferenc Nádasdy? Pero no. Era inútil engañarse ya. Tenía once años y su futuro marido diecisiete. Al poco se fue a guerrear, dejándola sola, como siempre. ¿Acaso amó a sus hijos, a quienes procuraba ver sólo de tanto en tanto, pues se sentía incómoda en su presencia, y de quienes se libró en cuanto le fue posible? La había emocionado mucho más la contemplación de los rebaños de tantas jóvenes asustadas, suplicando todas, gimiendo y arrastrándose a sus pies. La emocionó más la lectura del
Opúsculo de los secretos de la Luna
, que hace entrar la locura por grietas que existen en la conciencia de los hombres, incitándolos a la crueldad. Se emocionó mucho más recreándose entre las líneas del
Conjuro de las nueve hierbas
.
No echó nunca de menos los festines fastuosos en los que una tosca horda de supuestos nobles escupían en los platos, comían con los dedos, se hurgaban en las narices, abofeteaban a sus esposas por cualquier nimiedad o se sonaban con los manteles. No echó en falta los bailes galantes en los que nadie se manifestaba de modo abierto, sino que todo era un simple juego de cortejo y seducción que a ninguna parte llevaba, si no era a precipitados matrimonios. Los paseos en trineo, en cambio, sí los había echado en falta, sobre todo en los últimos años. Pero incluso entonces ya no podía embestir a traición a otros trineos, como cuando era niña y, por serlo, se le permitían ese tipo de cosas.
Allí quedaba ella, que ahora sólo podía ver la cabeza de los albañiles. Ella jadeando tenuemente en la oscuridad, perdida en sus fantasías de niña sanguinaria y mujer de hierro. Soñando, sí, con la sangre y con la luna que ya nunca más podría ver. Nunca más la amapola y la perla. Nunca más. De sangre creía haberse hartado, al menos por momentos, pero no de luna. A partir de ahora, aunque no la viese, ¿podría hablarle confesándole sus cuitas? ¿Qué rayo de luna lograría filtrarse por ese diminuto agujero que le dejaban en el techo, orificio minúsculo que unos menestrales, utilizando arganas y grúas, abrieron en lo alto de su aposento?
Cuando lloviera, ¿entrarían por ahí gotas de agua? De ser así, ella se pondría justo debajo para mojar su rostro con el único elemento que le llegara del exterior. Pero si no era así, si por aquel resquicio nada se filtraba, no se rendiría. No ella. Aunque abandonada de todos, sola en las entrañas de su propia soledad, sabría ser fiel a su estirpe, pese a que bien podría imaginar que sus hijos, y los hijos de éstos, y los hijos de los hijos de éstos, se harían llamar en lo sucesivo Nádasdy, nunca más Báthory, apellido ahora vergonzante, decían, porque sus enemigos así lo habían querido, pero antaño gloria de Hungría.
Tenía toda su vida pasada para hacer recuento de la misma, mas no para arrepentirse. Eso nunca.
Recordaría cuando disfrutaba haciendo sufrir a los animales que capturaba, y cómo poco a poco fue haciéndolo con personas, que era mucho más excitante. Ese bullir en sus venas la reconfortaría, pues ella, a la que en su día llamaron la Castellana de Nytra por sus atavíos que recordaban la moda de aquel lejano reino, estaba más allá de atavíos, de reinos y lejanías. Aunque eso no lo reflejara aquel cuadro que con su esbelta figura pintó un artista de Flandes, cuyo nombre ya no recordaba, y que ahora habrían quitado de las paredes del castillo. En el cuadro eran fieles el talle y la postura de sobria resignación al posar para el artista. Fieles su ceñido corpiño y sus anchas mangas de lino, fiel la inmensa gola y el vestido granate, fiel la cofia de ese mismo color y a la húngara, que tanto le gustaba, fiel su ancha frente y su mirada triste, que en realidad era ausente. Sin embargo, a Erzsébet nunca le gustó demasiado ese cuadro, que todos tildaban de magnífico, pues a su egregia apariencia se ajustaba. Así se lo decía Ferenc.