—Bien —dijo Alex—. Haremos lo siguiente. Fredrika se hará cargo de los interrogatorios iniciales con la madre de la niña y tú, Peder, hablarás con el personal del tren y comprobarás si alguno de los que se han quedado tiene información interesante. En realidad no deberíamos saltarnos la norma de hacer los interrogatorios por parejas, pero ahora mismo no disponemos de tiempo.
Fredrika quedó muy satisfecha con la distribución de competencias, pero aun así creyó detectar cierto descontento en la cara de Peder. Descontento por no haber sido él, sino ella, el elegido para hablar con la madre de la niña desaparecida. Alex también lo advirtió, porque al instante añadió:
—El único motivo por el que Fredrika va a hablar con la madre es por su condición de mujer. Suele ser más fácil.
Peder recuperó de inmediato el buen humor.
—De acuerdo entonces, nos vemos luego en la Casa —se despidió Alex con brusquedad—. Debo volver allí.
Fredrika suspiró. «El único motivo por el que Fredrika va a hablar con…» Siempre lo mismo. Cada vez que le asignaban un trabajo tenían que justificarlo. Era un cuerpo extraño en un universo extraño. Toda su existencia se cuestionaba y constantemente se le exigían explicaciones. Fredrika se molestó tanto que no se dio cuenta de que Alex no sólo confiaba en ella para hablar con la madre, sino también para que realizara el interrogatorio ella sola. La verdad es que contaba los días que le faltaban para dejar el departamento de investigación de Alex Recht. Su idea era acabar las prácticas y luego irse. Había otras instituciones donde se valoraría más su capacidad, aunque no la necesitaran tanto.
«Daré media vuelta y luego nunca volveré a mirar hacia atrás», pensó Fredrika mientras se imaginaba el día en que saldría por última vez de la jefatura, o de la Casa, como la llamaban sus compañeros, en Kungsholmen.
Después se concentró en un tema mucho más urgente: la niña que había desaparecido. Saludó cortésmente a Sara Sebastiansson y le sorprendió la fuerza con que ella le estrechó la mano. No cuadraba de ninguna manera con la inquietud y el cansancio que reflejaba su rostro. Fredrika se fijó en que Sara tiraba impulsivamente de las mangas de su jersey. Aquellos movimientos parecían un acto reflejo, algo que tenía por costumbre hacer. Casi daba la sensación de que quisiera esconder los antebrazos.
«Tal vez quiera ocultar alguna herida», pensó Fredrika. Si Sara tenía un marido que la maltrataba, era un hecho que debía llegar a conocimiento de los investigadores.
Pero antes había otras preguntas que hacer.
—Si quieres, podemos entrar —le propuso—. No hace falta que nos quedemos bajo la lluvia.
—Estoy bien aquí —respondió Sara con la voz ronca.
—Si te quieres quedar por tu hija, puedo asegurarte que cualquiera de los que están aquí la vería.
Fredrika querría haber añadido: «Además, no es muy probable que tu hija aparezca aquí y ahora», pero se abstuvo de decirlo.
—Lilian —dijo Sara.
—¿Perdona?
—Mi hija se llama Lilian —aclaró Sara—. Y no quiero irme de aquí.
Subrayó sus palabras negando con la cabeza. No, gracias, no quería café.
Fredrika sabía que era bastante impersonal en el trabajo, y por eso le solían ir mal las cosas. En ese sentido, era un ejemplo clásico de trabajador de despacho. Le gustaba leer, escribir y analizar. Cualquier tipo de interrogatorio o conversación lo sentía como algo ajeno, difícil de gestionar. Fredrika observaba a Alex más o menos fascinada cuando, a veces, al hablar con alguien, le rozaba la mano o le pasaba el brazo por los hombros. Fredrika habría sido incapaz de hacer algo así, y además, odiaba que la tocaran en el hombro o en el brazo. Se sentía físicamente mal cuando algún compañero varón intentaba «romper el hielo» dándole una palmada demasiado fuerte en la espalda o agarrándola por la cintura. Detestaba ese tipo de contacto físico. Y la mayoría lo comprendía, aunque no todos. Fredrika sintió un pequeño escalofrío en el andén cuando la voz de Sara interrumpió sus íntimos pensamientos.
—¿Por qué se quedaron aquí sus zapatos?
—¿Perdona?
—Las sandalias de Lilian estaban en el suelo, junto a su asiento. Tiene que haberse sentido muy agobiada por algo, si no, nunca se hubiera ido descalza. Y tampoco sin hablar con nadie, sin pedir ayuda.
—¿Ni siquiera si se despertó y descubrió que estaba completamente sola? Quizá salió del tren presa del pánico.
Sara negó con la cabeza.
—Lilian no es así. No la hemos educado de esa manera. Le hemos enseñado a actuar y a pensar de forma práctica. Se habría dirigido a alguien que estuviera por allí cerca. A la señora del asiento al otro lado del pasillo, por ejemplo; hablamos un poco con ella durante el viaje.
En aquel punto Fredrika vio la oportunidad de abrir una nueva vía en la conversación.
—Has dicho «no la hemos».
—¿Cómo?
—Has dicho: «No la
hemos
educado de esa manera». ¿Te refieres a ti y a tu marido?
Sara fijó la vista en algo por encima del hombro de Fredrika.
—El padre de Lilian y yo estamos separados, pero bueno, mi ex marido y yo somos los que hemos educado a Lilian.
—¿Tenéis la custodia compartida? —preguntó Fredrika.
—La separación es una experiencia nueva para todos nosotros —declaró Sara, despacio—. Aún no hemos establecido unas rutinas claras. Lilian a veces pasa con él el fin de semana, pero pasa más tiempo conmigo. Veremos qué hacemos con el tiempo.
Sara respiró hondo y cuando soltó el aire su labio inferior le empezó a temblar. Su piel cenicienta brillaba en contraste con el pelo rojo. Tenía los largos brazos cruzados sobre el pecho y Fredrika observó las uñas pintadas de los pies de Sara. De azul. Curioso.
—¿Habéis discutido por quién se iba a quedar con Lilian? —preguntó Fredrika con cautela.
Sara dio un respingo.
—¿Crees que se la ha llevado Gabriel? —preguntó mirándola directamente a los ojos.
Fredrika supuso que Gabriel era el ex marido.
—No creemos nada —respondió enseguida—. Mi deber es contemplar todas las posibilidades… debo tratar de entender qué le ha ocurrido. A Lilian.
Los hombros de Sara se hundieron un poco. Se mordió el labio inferior mientras miraba fijamente al suelo.
—Gabriel y yo… hemos… bueno… hemos tenido… ciertos conflictos. Una vez, hace tiempo, nos peleamos por Lilian. Pero nunca le ha hecho daño. Nunca en la vida.
Fredrika vio que Sara volvía a tirar de las mangas del jersey. De pronto fue consciente de que allí y en ese momento Sara no le iba a explicar si su ex la maltrataba o la había maltratado. Tendría que comprobar las denuncias cuando volviera a la Casa. Y forzosamente tenían que hablar con su ex marido, eso estaba claro.
—¿Podrías explicar con exactitud qué ocurrió en el andén de Flemingsberg? —preguntó Fredrika, esperando llevar la conversación en una dirección en la que Sara se sintiera más cómoda para hablar.
Ésta asintió varias veces con la cabeza, pero sin decir nada. Fredrika esperaba que no se echara a llorar, porque el llanto era algo que no gestionaba bien. No en su vida privada, sino en el terreno profesional.
—Bajé del tren para hacer una llamada —explicó con indecisión—. Llamé a un amigo.
Fredrika se contuvo, distraída por la lluvia. «¿Un amigo?»
—¿Y por qué no llamaste desde tu asiento?
—No quería despertar a Lilian —se apresuró a responder Sara.
Demasiado rápido. Además, a los otros policías con los que había hablado les había dicho que bajó del tren porque viajaban en un compartimento de los denominados «silenciosos».
—Estaba muy cansada —susurró Sara—. De vez en cuando vamos a Göteborg a visitar a mis padres. Creo que estaba incubando un resfriado, porque casi nunca duerme todo el viaje.
—Lo entiendo —respondió Fredrika, e hizo una pausa antes de continuar—: Entonces, no era que no quisieses que Lilian escuchara la conversación…
Sara se rindió de inmediato.
—Sí, la verdad es que no quería que oyera la conversación —confirmó, despacio—. Mi amigo y yo hace poco… hace poco que nos conocemos y sería absurdo que Lilian supiera ya algo de él.
«Porque se lo explicaría a su padre, que probablemente pegaba a su madre incluso después de haberse separado», pensó Fredrika.
—Sólo hablamos unos minutos. Menos que eso, creo. Le dije que llegaríamos pronto y que pasara a verme por la noche, cuando Lilian se hubiera acostado.
—Muy bien, ¿y qué ocurrió después?
Sara se irguió y suspiró hondo. Fredrika adivinó por su porte que iba a hablar de algo cuyo recuerdo le resultaba muy desagradable.
—Yo no entendía nada —explicó Sara, agotada—. Me parecía totalmente descabellado. —Negó con la cabeza en un gesto de cansancio—. Una mujer vino hacia mí; más bien una chica. Bastante alta, delgada, parecía un poco ajada. Hacía gestos con los brazos y gritaba que su perro estaba enfermo. Supongo que se dirigió a mí porque yo estaba un poco alejada del resto de la gente que había en el andén. Me explicó que mientras bajaba por las escaleras mecánicas hasta el andén el perro se había caído y le había dado un calambre.
—¿Un calambre? ¿Al perro?
—Sí, es cierto, eso dijo. El perro estaba tendido con calambres, y necesitaba ayuda para levantarlo y ponerlo en la escalera mecánica otra vez. Yo he tenido perros toda mi vida, hasta hace un par de años, y me di cuenta de que aquella chica estaba realmente afectada. Así que la ayudé.
Sara se quedó callada y Fredrika reflexionó un momento mientras se frotaba las manos.
—¿No pensaste en que corrías el riesgo de perder el tren?
Por primera vez en toda la conversación, la voz de Sara surgió cortante, acompañada de una mirada que quemaba.
—Al bajarme, pregunté al revisor cuánto tiempo estaría el tren parado en el andén. Me contestó que al menos unos diez minutos. Al menos.
Sara levantó las manos y separó los dedos largos y delgados. Diez dedos, diez minutos. Las manos le temblaban ligeramente. Su labio inferior volvía a agitarse.
—Diez minutos —susurró—. Por eso ayudé a la chica a llevar el perro hasta las escaleras mecánicas. Pensé que me daría tiempo.
Fredrika permaneció impasible, tranquila.
—¿Viste cómo se marchaba el tren?
—Acabábamos de alcanzar el final de las escaleras mecánicas con el perro —respondió Sara con voz temblorosa—. Justo al llegar arriba me di la vuelta y vi cómo el tren abandonaba la estación. —Respiraba apresuradamente, sin apartar los ojos de Fredrika—. No podía creer lo que veían mis ojos —prosiguió mientras una única lágrima le rodaba por la mejilla—. Era como estar en una película de terror. Bajé corriendo las escaleras mecánicas, corrí como una loca detrás del tren, pero no se paró. ¡No se paró!
Aunque Fredrika no tenía hijos, las palabras de Sara le despertaron una intensa angustia. Casi le causaron dolor de estómago.
—Una persona que trabaja en la estación de Flemingsberg me ayudó a ponerme en contacto con la compañía ferroviaria. Y después cogí un taxi hasta la Estación Central.
—¿Qué hizo la chica del perro?
Sara se secó el rabillo del ojo.
—Fue un poco extraño. Era como si tuviera prisa. Subió al perro en una especie de carro de correos que estaba allí por casualidad, junto a la escalera, y salió corriendo por la puerta. Después ya no la vi más.
Sara y Fredrika se quedaron calladas un momento, absortas cada una en sus propios pensamientos. La voz de Sara fue la que rompió el silencio.
—¿Sabes? La verdad es que no estaba especialmente intranquila después de hablar por teléfono con los del tren. Parecía tan irracional inquietarse por una cosa así, por que Lilian tuviera que recorrer sola la corta distancia que separa Flemingsberg de la Estación Central… —Se humedeció los labios y se echó a llorar abiertamente por primera vez—. Incluso eché una cabezadita en el taxi. Cerré los ojos y descansé. Descansé mientras un puto desequilibrado se llevaba a mi hija.
Fredrika pensó que ella no podía aliviar aquel dolor. Aun así, muy a su pesar hizo algo que no solía hacer: alargó la mano y acarició el brazo de Sara.
Después supuso que había dejado de llover. Lilian llevaba otra hora desaparecida.
Abandonar Flemingsberg en autobús fue más complicado de lo que Jelena había imaginado.
—No cojas el tren de cercanías, no cojas un taxi, no puedes ir en coche —le había dicho el Hombre aquella misma mañana, mientras repasaban el plan por enésima vez—. Vas en autobús hasta Skärholmen y después en metro hasta casa. ¿Entendido?
Jelena había asentido una y otra vez con la cabeza.
Claro que lo entendía. Lo haría lo mejor que pudiera, lo mejor.
Jelena sintió revolotear en su estómago por lo menos diez inquietas mariposas. Esperaba de todo corazón que todo hubiera salido bien. Tenía que ser así. El Hombre se volvería loco si no conseguía coger a la cría del tren.
Echó un rápido vistazo a su reloj. Había pasado más de una hora. El autobús iba con retraso y además había tenido que esperar en el metro. Dentro de poco estaría en casa y entonces lo sabría. Se frotó las palmas sudadas de las manos en los tejanos. Nunca podía estar segura de si lo que hacía estaba bien o mal. No antes de que el Hombre la halagara o la riñera. Últimamente casi todo le salía bien. Incluso cuando hizo prácticas con el coche y cuando ensayó para hablar correctamente.
—La gente tiene que entender lo que dices —solía decir el Hombre—. No te expresas con claridad. Y tienes que dejar de lado esos tics faciales. Asustan a la gente.
Jelena se esforzó de verdad y al final el Hombre estuvo satisfecho. Ahora sólo le quedaba un pequeño tic en un ojo, y únicamente cuando se ponía nerviosa o se sentía insegura. Cuando estaba tranquila, no se le notaba en absoluto.
—Buena chica —decía entonces el Hombre, y le acariciaba la mejilla.
Jelena sintió un calor interior. Esperaba más reconocimiento cuando llegara a casa.
Por fin el metro llegó a su estación. Tuvo que esforzarse para no ir corriendo desde el vagón hasta casa. Tenía que andar tranquila y con discreción para que nadie reparara en ella. Jelena clavó la mirada en el suelo mientras se toqueteaba un mechón de pelo.
Cuando salió a la superficie, la lluvia que caía sobre la calle empeoró su visión. Daba igual porque aun así lo vio. Durante un segundo, sus miradas se encontraron. A ella le pareció que él le sonreía.