Read El vizconde demediado Online
Authors: Italo Calvino
Una vez más Pietrochiodo había trabajado como un maestro: los compases dibujaban círculos sobre el prado y los esgrimidores se lanzaban al asalto escurridizos y torpes, con alardes y simulaciones. Pero no se tocaban. En cada acometida, la punta de la espada parecía dirigirse segura hacia la capa flotante del adversario, cada uno se obstinada en tocar la parte en la que no había nada, o sea la parte donde habría tenido que estar él mismo. Ciertamente, si en lugar de medios duelistas hubiesen sido duelistas enteros, se habrían herido quién sabe cuántas veces. El Amargado se batía con rabiosa ferocidad, y sin embargo no conseguía nunca llevar sus embates hasta donde de verdad estaba su enemigo; el Bueno tenía la correcta maestría de los zurdos, pero no hacía más que agujerear la capa del vizconde.
En cierto punto se encontraron puño a puño: las puntas de compás estaban clavadas en el suelo como traillas. El Amargado de repente se soltó y ya estaba perdiendo el equilibrio y rodando al suelo, cuando consiguió encajar un terrible sablazo, no justamente sobre el adversario, pero casi: un sablazo paralelo a la línea que interrumpía el cuerpo del Bueno, y tan próximo a ella que no se supo al punto si era más acá o más allá. Pero pronto vimos cómo el cuerpo bajo la capa se enrojecía desde la cabeza hasta la juntura de la pierna y ya no hubo ninguna duda. El Bueno se desplomó, pero cayendo, en un último movimiento amplio y casi piadoso, abatió la espada también él muy cerca del rival, de la cabeza al abdomen, entre el punto en que el cuerpo del Amargado no existía y el punto en que empezaba a existir. Ahora también el cuerpo del Amargado arrojaba sangre por toda la enorme antigua hendidura: los sablazos de uno y otro habían roto de nuevo todas las venas y abierto otra vez la herida que los había dividido, en sus dos caras. Ahora yacían de espaldas, y la sangre que ya había sido de uno solo volvía a mezclarse por el prado.
Sobrecogido por esta horrible escena yo no había parado mientes en Trelawney, cuando me di cuenta de que el doctor estaba brincando de alegría con sus patas de grillo, batiendo palmas y gritando:
—¡Está salvado! ¡Está salvado! Dejadme a mí.
Media hora más tarde llevamos en camilla al castillo un único herido. El Amargado y el Bueno estaban vendados estrechamente; el doctor se había afanado en unir todas las vísceras y las arterias de una y otra parte, y luego, con un kilómetro de vendas los había atado tan juntos que parecía, más que un herido, un antiguo muerto embalsamado.
Mi tío fue velado día y noche entre la muerte y la vida. Una mañana, mirando aquel rostro que una línea roja atravesaba desde la frente a la barbilla, continuando también por el cuello, fue la nodriza Sebastiana quien dijo:
—Se ha movido.
Un destello de expresividad estaba recorriendo en efecto la cara de mi tío, y el doctor lloró de alegría al ver que se transmitía de una mejilla a otra.
Al final Medardo despegó los ojos, los labios; al principio su gesto aparecía trastornado: tenía un ojo fruncido y otro suplicante, la frente aquí ceñuda y allá serena, la boca sonreía en un ángulo y en el otro rechinaban los dientes. Luego poco a poco se volvió simétrico.
El doctor Trelawney dijo:
—Ya está curado.
Y Pamela exclamó:
—Al fin tendré un marido con todos los atributos.
Así mi tío Medardo volvió atrás y fue hombre entero, ni bueno ni malo, una mezcla de bondad y maldad, esto es, aparentemente no diferente del que era antes de ser demediado. Pero tenía la experiencia de las dos mitades refundidas en una sola, por esto tenía que ser muy sabio. Tuvo una vida feliz, muchos hijos y un gobierno justo. También nuestra vida mejoró. Quizá esperábamos que, con el vizconde entero otra vez, se abriese una época de felicidad maravillosa; pero está claro que no basta un vizconde completo para que se vuelva completo todo el mundo.
Mientras tanto Pietrochiodo no construyó más horcas sino molinos; y Trelawney descuidó los fuegos fatuos por los sarampiones y las erisipelas. Yo, en cambio, en medio de tanto fervor de entereza, me sentía cada vez más triste e imperfecto. A veces uno se cree incompleto y es solamente joven.
Había llegado a los umbrales de la adolescencia y todavía me escondía entre las raíces de los grandes árboles del bosque para contarme historias. Una aguja de pino podía representar para mí un caballero, o una dama, o un bufón; la hacía mover delante de mis ojos y me exaltaba con relatos interminables. Después me avergonzaba de estas fantasías y escapaba.
Y llegó el día en que también el doctor Trelawney me abandonó. Una mañana en nuestro golfo entró una flota de naves empavesadas, que enarbolaban bandera inglesa, y se colocó en la rada. Todo Terralba fue a verlas a la orilla, salvo yo que no lo sabía. Los parapetos de los costados y las arboladuras estaban llenos de marineros que mostraban piñas americanas y tortugas y desenrollaban carteles en los que había escritas máximas latinas e inglesas. En la toldilla, en medio de los oficiales con tricornio y peluca, el capitán Cook miraba con el anteojo la orilla y luego que divisó al doctor Trelawney mandó que le transmitieran con las banderas el mensaje:
«Venga a bordo enseguida, doctor, tenemos que continuar aquella partida.»
El doctor saludó a todos en Terralba y nos dejó. Los marineros entonaron un himno: «¡Oh, Australia!» e izaron al doctor a bordo a horcajadas de un tonel de vino «cancarone». Después las naves levaron anclas.
Yo no había visto nada. Estaba escondido en el bosque contándome historias. Lo supe demasiado tarde y eché a correr hacia la playa, gritando:
—¡Doctor! ¡Doctor Trelawney! ¡Lléveme con usted! ¡No puede dejarme aquí, doctor!
Pero las naves ya estaban desapareciendo en el horizonte y me quedé aquí, en este mundo nuestro lleno de responsabilidades y fuegos fatuos.
(1951)
[1]
En castellano en el original.