El violín del diablo (22 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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—¿Por qué hizo tallar esta cabeza?

—Era una costumbre relativamente frecuente en otras épocas que los instrumentos de cuerda estuvieran rematados por una cabeza, casi siempre de animal. Como ya le he dicho, Ane estaba convencida de que su Stradivarius había pertenecido a Paganini, y como el genovés siempre ha estado asociado con el diablo, a ella le pareció que este demonio era la manera de proclamar a los cuatro vientos el origen del instrumento.

—Es una cabeza muy inquietante. ¿En qué se inspiró Ane para encargar el diseño?

—Ella me contó que es una cabeza de Baal que fotografió en Jerusalén, después de un concierto en el Henry Crown Symphony Hall. Si conoce la ciudad, sabrá que en la parte sur, cerca de la puerta de Jaffa, hay una zona conocida como valle de Hinnon. En este valle, los primitivos israelitas adoraban a dioses paganos, como Moloch o Baal, y llevaban a cabo sacrificios humanos, incluida la quema de niños vivos. Después de volver de Babilonia, los israelitas convirtieron este valle en objeto de abominación y toda la zona fue transformada en un vertedero humano: los cuerpos de los ajusticiados, por ejemplo, se arrojaban allí, y el hedor de la carne putrefacta de hombres y animales era tal que había que estar quemando continuamente los desperdicios. A cualquier hora del día o de la noche podían verse hogueras titilando en el valle de Hinnon. Se dice incluso que Judas se ahorcó de un árbol en ese lugar.

—Curiosa leyenda —dijo Perdomo, procurando disimular su escepticismo.

—Esto no es ninguna leyenda, inspector. El valle de Hinnon existió de verdad, con todos los horrores que allí ocurrieron. Traducido al griego, Hinnon se transforma luego en Gehenna, que es el infierno judío.

—¿Me está tratando de decir que la cabeza que Ane mandó tallar en el violín viene directamente del infierno? —preguntó el policía, visiblemente inquieto tras escuchar toda la información que le acababa de suministrar su interlocutora.

Ésta no respondió, sino que permaneció cabizbaja y ausente durante un buen rato hasta que el policía le preguntó si había algo que le preocupaba.

—Sólo estaba pensando en la persona o personas que están ahora mismo en posesión del violín. Usted parece muy escéptico en lo relativo a la existencia de fuerzas sobrenaturales, pero yo estoy hecha de una pasta distinta. Me pregunto si el ladrón y asesino de Ane es consciente de que al haber entrado en contacto con ese violín está, sin él saberlo, coqueteando con la muerte.

26

La declaración de Carmen Garralde le había dejado el ánimo tan revuelto que a la mañana siguiente Perdomo acudió a la cita con el director titular de la Orquesta Nacional, Joan Lledó, después de haber dormido sólo una hora escasa. De haber tenido a Vilches de pareja, se lo hubiera llevado consigo, porque cuatro ojos siempre ven más que dos, pero como la relación con Villanueva era tan tirante, prefirió acudir solo a la cita. Además de las preguntas de rigor sobre la noche del asesinato —Lledó había sido una de las tres primeras personas en aparecer junto a la escena del crimen—, el inspector tenía pensado consultarle acerca de la extraña partitura que había sido hallada en el camerino de la violinista y observar su reacción.

Confiaba también en volver a ver a Elena Calderón, la trombonista que tan buena impresión le había causado la noche misma del asesinato, pero para su decepción no la vio entre los músicos de la orquesta, a pesar de que, cuando llegó, éstos estaban en pleno ensayo general.

La razón de que no estuviera era que la obra que se estaba ensayando en ese momento,
La danza de las brujas
, de Paganini, consistía en unas variaciones para violín y orquesta de cuerda que el italiano había compuesto en 1813. La melodía principal pertenecía a un ballet compuesto por Süssmayr, un músico de tercera fila que había pasado a la historia por haber logrado completar, a la muerte de Mozart, el célebre
Requiem.
Sobre un tema desenfadado y banal, Paganini había tejido un complejísimo entramado de variaciones, erizadas de dificultades técnicas: armónicos inverosímiles,
pizzicati
diabólicos, triples y hasta cuádruples acordes y vertiginosos cambios de cuerda ponían en tales aprietos al ejecutante que se decía que esta obra, junto al famoso
Capricho n.° 24
, era la que había dado pie a la leyenda del pacto satánico del mítico violinista.

El policía decidió sentarse en una de las butacas situadas hacia la mitad de la platea, y se dispuso a asistir desde allí al ensayo, hasta que llegara el momento adecuado de abordar a Lledó sin tener que interrumpirle.

El director había ordenado detener la música y trataba de comunicar a los instrumentistas, por todos los medios a su alcance, incluido el canoro, de qué forma entendía él que tenía que sonar el comienzo del concierto.

—Señores —empezó a decir desde el podio—, tenemos una introducción orquestal de cerca de un minuto que estaba sonando aceptablemente, pero cuando entra el solista no nos podemos venir abajo. Tenemos que hacernos oír durante todo el tiempo. ¿De acuerdo?

Lledó marcó un compás en silencio con la batuta y la orquesta empezó a desgranar el solemne preámbulo de la obra. Unos
tremolandi
de la cuerda baja, que ejercían la función de oscuros nubarrones sonoros, llenaron el auditorio de presagios siniestros.

Cuando a Perdomo le pareció que iba a estallar la tormenta musical, la orquesta inició un
rallentando
y se detuvo ingrávida sobre el acorde de séptima dominante. Y entonces hizo su entrada el violín. El solista, un tipo pequeño y con bigote, que parecía acobardado por la personalidad avasalladora del director, no llegó a poder exponer más que el comienzo del tema, porque Lledó detuvo la orquesta enseguida.

—Bien, bien, bien —sentenció irónicamente, segundos antes de torcer el gesto y exclamar—: ¿Bien? ¡Maaaal!

La batuta de Lledó voló por encima de las cabezas de los chelos y fue a colarse, como el dardo de una cerbatana, por una de las escotaduras del primer contrabajo.

—¡El
pizzicato
de acompañamiento suena pusilánime, encogido, ñoño!

Para hacerse entender más claramente, el director se puso a canturrear la figura del acompañamiento:

Pom, pam, pam, pam,

Pom, pam pam, pam,

pero lo hizo de una manera afectada y grandilocuente, que resultó, a juicio de la mayoría de los músicos, ridícula. Se hacía evidente que aquel hombre padecía algún tipo de trastorno histriónico de la personalidad, pues sus gestos en el podio eran exagerados y teatrales, como si más que la comunicación con los músicos lo que buscara fuera convertirse a cualquier precio en el centro de su atención. Una de las primeras violinistas no pudo aguantar una pequeña carcajada, que no pasó inadvertida al director.

—Si he dicho algo gracioso, por favor, coméntelo en voz alta, para que nos podamos reír todos.

La instrumentista agachó la cabeza, avergonzada, y procuró ocultar su gesto jocoso con las manos. Mientras Lledó la fulminaba con la mirada, se dirigió al resto de la orquesta:

—Señores, estamos tocando a Paganini, no a Boccherini. Siglo XIX, no siglo XVIII. No quiero que esto parezca un minueto, no puede sonar a música galante, ceremoniosa y cortés.
Pizzicato
no quiere decir «pellizquito», sino «pellizcazo». Quiero que las notas suenen rotundas, desafiantes. ¡Que los contrabajos rujan como galernas!

El primer violín solicitó permiso para hablar y Lledó se lo concedió desde el podio.

—Maestro, ¿no ha pensado que si sonamos en
forte
durante el acompañamiento, la entrada del solista va a ser mucho menos efectiva? Además de que dudo mucho que se le escuche.

El director esbozó una sonrisa displicente antes de responder:

—¡El solista ya tendrá oportunidad de lucirse cuando empiecen los
efectitos
—dijo, como si éste no se encontrara presente en la sala—. Aunque se llamen «Variaciones para violín y orquesta»,
Las brujas
es un concierto. Y «concierto» viene de
concertare
, que es batallar. Esto es una guerra y en una guerra gana el más fuerte.

Un ayudante se acercó al podio para informarle de que había llegado la policía y, sin descender siquiera del podio, el director se volvió para decirle a Perdomo:

—Tengo todavía para un rato, inspector. ¿Por qué no se da una vuelta por ahí y luego nos vemos directamente en mi despacho? Mis músicos se distraen una barbaridad cuando hay gente ajena al ensayo merodeando por el patio de butacas.

Perdomo le hizo un gesto afirmativo con el pulgar y abandonó la Sala Sinfónica sintiendo que decenas de inquisitivas miradas le taladraban la nuca mientras se alejaba.

27

Nada más abandonar la Sala Sinfónica, el inspector Perdomo decidió aprovechar la visita al Auditorio y volver a visitar la escena del crimen. Tenía más que comprobado que regresar al lugar de los hechos tenía muchas veces el poder de provocar alguna reflexión interesante o de hacer emerger del inconsciente alguna idea latente que podía transformarse rápidamente en una nueva línea de investigación.

Una de las cuestiones que más le intrigaban era la manera en la que el o los asesinos habían podido sacar el violín del recinto a pesar del estricto cordón policial. Si el criminal era verdaderamente astuto, ¿no habría intentado ocultar el valioso instrumento dentro de la propia Sala del Coro, para retirarlo luego cómodamente, una vez que fuera eliminado el precinto policial? Al fin y al cabo, un violín era un objeto de reducidas dimensiones, que podía camuflarse en casi cualquier rincón. Perdomo no sabía exactamente cómo llegar a la Sala del Coro, así que se acercó a uno de los vigilantes de seguridad que se ofreció a acompañarle en cuanto terminara de solucionar un problema que había surgido con una de las cámaras.

Mientras tanto, le dijo, ¿por qué no se sentaba a esperar en uno de aquellos cómodos butacones? Sería cosa de tan sólo cinco minutos.

El inspector decidió aceptar la sugerencia del vigilante y se apoltronó en un sillón.

Al mirar a su derecha, divisó un largo pasillo en penumbra, del que apenas se lograba distinguir el final. El policía notó cómo llegaba hasta él una desagradable corriente de aire frío, por lo que dedujo que alguien, en algún lugar no lejano, debía de haber dejado abierta una de las puertas que daban a la calle. Como obedeciendo a un extraño impulso, Perdomo echó a andar en esa dirección y a los pocos segundos escuchó un ruido metálico y desagradable, como si alguien arrastrara un objeto pesado por el suelo. Acto seguido logró vislumbrar, saliendo de una de las puertas que daban a aquel interminable pasillo, una figura inquietante, como de mujer menuda y nerviosa, en la que creyó reconocer la persona de la médium Milagros Ordóñez. Antes incluso de que pudiera llamarla, Perdomo se dio 132 cuenta de que la figura había advertido su presencia, porque giró la cara en su dirección, y durante el tiempo suficiente para que el policía deseara que no le hubiera mirado.

La apariencia física y la ropa se correspondían con la de Milagros, pero los ojos eran claramente los de su esposa fallecida: unos ojos que habían perdido su color natural y resaltaban, con un amarillo espeluznante, en medio de un rostro cadavérico y arrugado, como el de una persona que hubiera permanecido mucho tiempo en el agua.

El policía recordó que cuando fue a recoger el cuerpo de su mujer sin vida al mar Rojo, el forense local le había informado de que el rostro de la víctima no resultaba agradable de ver, por lo que rogó a la amiga que había realizado el viaje con ella que llevara a cabo la identificación del cadáver. Perdomo trató de gritar un nombre —ni siquiera supo si el que le vino a la cabeza era el de la médium o el de su esposa ahogada—, pero se dio cuenta de que el impacto de aquella visión aterradora le había dejado literalmente sin aliento, que no podía articular palabra aunque lo intentara. Estaba a punto de retroceder, de alejarse rápidamente de aquella criatura pavorosa que le miraba implacablemente desde la mitad del pasillo, pero tuvo miedo; temía que aquel ser pudiera percatarse del pánico que estaba sintiendo en ese momento e hiciera lo que más habría atemorizado a Perdomo en una situación semejante: acercarse a él. En cuanto la criatura comprobó que el policía le guardaba la cara y no retrocedía ni un centímetro, comenzó a alejarse con un movimiento que a Perdomo volvió a helarle la sangre, pues parecía deslizarse sobre el suelo, más que caminar con ayuda de sus piernas. El inspector seguía aún clavado en su sitio cuando oyó cerrarse una puerta, y enseguida sintió que la corriente de aire gélido del principio había desaparecido por completo.

—Cuando quiera, inspector. —La voz del vigilante le despertó de su pesadilla, aunque Perdomo tardó unos segundos en incorporarse del sillón, narcotizado como estaba por los vapores de aquel sueño aterrador.

Mientras caminaba con el vigilante a un metro por delante de él, ejerciendo de lazarillo, el inspector iba mirando a izquierda y derecha, como si temiera que en cualquier momento pudiera aparecer realmente la criatura de su sueño. Una vez que llegaron a la Sala del Coro, el guardia de seguridad se fue a atender sus quehaceres.

Perdomo rompió entonces el precinto policial con su cortaplumas y entró en el lugar en el que Ane Larrazábal había sido asesinada.

La sala, que no tenía ventanas a la calle, estaba completamente a oscuras y a Perdomo le costó cerca de diez segundos encontrar a tientas el interruptor de la luz. Tuvo miedo de que, durante esos larguísimos instantes, aquellos terribles ojos amarillentos de su pesadilla le estuviesen observando desde algún rincón de la habitación, pero no ocurrió nada. Cuando la sala se iluminó, todo estaba exactamente igual que la noche en que había encontrado el cuerpo.

Perdomo hizo un barrido visual por la habitación para asegurarse de que estaba vacía y luego se acercó despacio al piano. Tras ponerse un par de guantes de látex que siempre llevaba consigo cuando estaba de servicio, levantó la tapa que protegía las teclas del instrumento. Aunque no tenía noción alguna de música, tocó algunas notas al azar, que llenaron de misterio la amplia estancia en la que se hallaba. Llevó la mano izquierda hasta el extremo grave del teclado y pulsó una de las teclas sin llegar a soltarla. El sonido ominoso e inquietante que produjeron las cuerdas más graves del piano tardó casi un minuto en extinguirse.

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