El viejo y el mar (8 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Relato

BOOK: El viejo y el mar
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El viejo miró con atención en el intervalo de vista que tenía. Luego dio dos vueltas con el sedal del arpón a la bita de la proa y se sujetó la cabeza con las manos.

—Tengo que mantener clara la mente —dijo contra la madera de la proa—. Soy un hombre viejo y cansado. Pero he matado a este pez, que es mi hermano y ahora tengo que terminar la faena.

«Ahora tengo que preparar los lazos y la cuerda para amarrarlo al costado —pensó—. Aun cuando fuéramos dos y anegáramos el bote para cargar al pez y achicáramos luego el bote, no podría jamás con él. Tengo que prepararlo todo y luego arrimarlo y amarrarlo bien y encajar el mástil y largar vela de regreso».

Empezó a tirar del pez para ponerlo a lo largo del costado, de modo que pudiera pasar un sedal por sus agallas, sacarlo por la boca y amarrar su cabeza al costado de proa. «Quiero verlo —pensó—, tocarlo, y palparlo. Creo que sentí el contacto con su corazón —pensó—. Cuando empujé el mango del arpón la segunda vez. Acercarlo ahora y amarrarlo, y echarle el lazo a la cola y otro por el centro, y ligarlo al bote».

—Ponte a trabajar, viejo —dijo. Tomó un trago muy pequeño de agua—. Hay mucha faena que hacer ahora que la pelea ha terminado.

Alzó la vista al cielo y luego la tendió hacia su pez. Miró al sol con detenimiento. «No debe ser mucho más de mediodía —pensó—. Y la brisa se está levantando. Los sedales no significan nada ya. El muchacho y yo los empalmaremos cuando lleguemos a casa».

—Vamos, pescado, ven acá —dijo. Pero el pez no venía. Seguía allí, flotando en el mar, y el viejo llevó el bote hasta él.

Cuando estuvo a su nivel y tuvo la cabeza del pez contra la proa, no pudo creer que fuera tan grande. Pero soltó de la bita la soga del arpón, la pasó por las agallas del pez y la sacó por sus mandíbulas. Dio una vuelta con ella a la espalda y luego la pasó a través de la otra agalla. Dio otra vuelta al pico y anudó la doble cuerda y la sujetó a la bita de proa. Cortó entonces el cabo y se fue a popa a enlazar la cola. El pez se había vuelto plateado (originalmente era violáceo y plateado) y las franjas eran del mismo color violáceo pálido de su cola. Eran más anchas que la mano de un hombre con los dedos abiertos y los ojos del pez parecían tan neutros como los espejos de un periscopio o como un santo en una procesión.

—Era la única manera de matarlo —dijo el viejo. Se estaba sintiendo mejor desde que había tomado el buche de agua y sabía que no desfallecería y su cabeza estaba despejada.

«Tal como está, pesa mil quinientas libras —pensó—. Quizá más. ¿Si quedaran en limpio dos tercios de eso, a treinta centavos la libra?».

—Para eso necesito un lápiz —dijo—. Mi cabeza no está tan clara como para eso. Pero creo que el gran DiMaggio se hubiera sentido hoy orgulloso de mí. Yo no tenía espuelas de hueso. Pero las manos y la espalda duelen de veras.

«Me pregunto qué será una espuela de hueso —pensó—. Puede que las tengamos sin saberlo».

Sujetó el pez a la proa y a la popa y al banco del medio. Era tan grande, que era como amarrar un bote mucho más grande al costado del suyo. Corto un trozo de sedal y amarró la mandíbula inferior del pez contra su pico a fin de que no se abriera su boca y que pudiera navegar lo más desembarazadamente posible. Luego encajó el mástil en la carlinga, y con el palo que era su bichero y el botalón aparejados, la remendada vela cogió viento, el bote empezó a moverse y, medio tendido en la popa, el viejo puso proa al suroeste.

No necesitaba brújula para saber dónde estaba el suroeste. No tenía más que sentir la brisa y el tiro de la vela. «Será mejor que eche un sedal con una cuchara al agua y trate de coger algo para comer y mojarlo con agua». Pero no encontró ninguna cuchara, y sus sardinas estaban podridas. Así que enganchó un parche de algas marinas con el bichero y lo sacudió, y los pequeños camarones que había en él cayeron en el fondo del bote. Había más de una docena de ellos y brincaban y pataleaban como pulgas de playa. El viejo les arrancó las cabezas con el índice y el pulgar y se los comió, masticando las cortezas y las colas. Eran muy pequeñitos, pero él sabía que eran alimenticios y no tenían mal sabor.

El viejo tenía todavía dos tragos de agua en la botella y se tomó la mitad de uno después de haber comido los camarones. El bote navegaba bien, considerando los inconvenientes, y el viejo gobernaba con la caña del timón bajo el brazo. Podía ver al pez y no tenía más que mirar a sus manos y sentir el contacto de su espalda con la popa para saber que esto había sucedido realmente y que no era un sueño. Una vez, cuando se sentía mal, hacia el final de la pelea, había pensado que quizá fuera un sueño. Luego, cuando había visto saltar al pez del agua y permanecer inmóvil contra el cielo antes de caer, tuvo la seguridad de que era algo grandemente extraño y no podía creerlo. Luego empezó a ver mal. Ahora, sin embargo, había vuelto a ver como siempre.

Ahora sabía que el pez iba ahí y que sus manos y su espalda no eran un sueño. «Las manos curan rápidamente —pensó—. Las he desangrado, pero el agua salada las curará. El agua oscura del Golfo verdadero es la mejor cura que existe. Lo único que tengo que hacer es conservar la claridad mental. Las manos han hecho su faena y navegamos bien. Con su boca cerrada y su cola vertical navegamos como hermanos». —Luego su cabeza empezó a nublarse un poco y pensó—: «¿Me llevará él a mí o lo llevaré yo a él? Si yo lo llevara a él a remolque no habría duda. Tampoco si el pez fuera en el bote ya sin ninguna dignidad». Pero navegaban juntos, ligados costado con costado, y el viejo pensó: «Deja que él me lleve si quiere. Yo sólo soy mejor que él por mis artes y él no ha querido hacerme daño».

Navegaban bien y el viejo empapó las manos en el agua salada y trató de mantener la mente clara. Había altos cúmulos y suficientes cirros sobre ellos: por eso sabía que la brisa duraría toda la noche. El viejo miraba al pez constantemente para cerciorarse de que era cierto.

Pasó una hora antes de que le acometiera el primer tiburón.

El tiburón no era un accidente. Había surgido de la profundidad cuando la nube oscura de la sangre se había formado y dispersado en el mar a una milla de profundidad. Había surgido tan rápidamente y tan sin cuidado, que rompió la superficie del agua azul y apareció al sol. Luego se hundió de nuevo en el mar y captó el rastro y empezó a nadar siguiendo el curso del bote y el pez.

A veces perdía el rastro. Pero lo captaba de nuevo, aunque sólo fuera por asomo, y se precipitaba rápida y fieramente en su persecución. Era un tiburón maleo muy grande, hecho para nadar tan rápidamente como el más rápido pez en el mar, y todo en él era hermoso, menos sus mandíbulas.

Su lomo era tan azul como el de un pez espada y su vientre era plateado y su piel era suave y hermosa. Estaba hecho como un pez espada, salvo por sus enormes mandíbulas, que iban herméticamente cerradas mientras nadaba, justamente bajo la superficie, con su alta aleta dorsal copando el agua sin oscilar. Dentro del cerrado doble labio de sus mandíbulas, sus ocho filas de dientes se inclinaban hacia dentro. No eran los ordinarios dientes piramidales de la mayoría de los tiburones. Tenían la forma de los dedos de un hombre cuando se crispaban como garras. Eran casi tan largos como los dedos del viejo y tenían filos como de navajas por ambos lados. Este era un pez hecho para alimentarse de todos los peces del mar que fueran tan rápidos y fuertes y bien armados que no tuvieran otro enemigo. Ahora, al percibir el aroma más fresco, su azul aleta dorsal cortaba el agua más velozmente.

Cuando el viejo lo vio venir, se dio cuenta de que era un tiburón que no tenía ningún miedo y que haría exactamente lo que quisiera. Preparó el arpón y sujetó el cabo mientras veía venir al tiburón. El cabo era corto, pues le faltaba el trozo que él había cortado para amarrar al pez.

El viejo tenía ahora la cabeza despejada y en buen estado y se hallaba lleno de decisión, pero no abrigaba mucha esperanza. «Era demasiado bueno para que durara», pensó. Echó una mirada al gran pez mientras veía acercarse al tiburón. «Tal parece un sueño —pensó—. No puedo impedir que me ataque, pero acaso pueda arponearlo.
Dentuso
—pensó—. ¡Maldita sea tu madre!».

El tiburón se acercó velozmente por la popa y cuando atacó al pez, el viejo vio su boca abierta y sus extraños ojos y el tajante chasquido de los dientes al entrarle a la carne justamente sobre la cola. La cabeza del tiburón estaba fuera del agua y su lomo venía asomado y el viejo podía oír el ruido que hacía al desgarrar la piel y la carne del gran pez cuando clavó el arpón en la cabeza del tiburón en el punto donde la línea del entrecejo se cruzaba con la que corría rectamente hacia atrás partiendo del hocico. No había tales líneas: solamente la pesada y recortada cabeza azul y los grandes ojos y las mandíbulas que chasqueaban, acometían y se lo tragaban todo. Pero allí era donde estaba el cerebro y allí fue donde le pegó el viejo. Le pegó con sus manos pulposas y ensangrentadas, empujando el arpón con toda su fuerza. Le pegó sin esperanza, pero con resolución y furia.

El tiburón se volcó y el viejo vio que no había vida en sus ojos; luego el tiburón volvió a volcarse, se envolvió en dos lazos de cuerda. El viejo se dio cuenta de que estaba muerto, pero el tiburón no quería aceptarlo. Luego, de lomo, batiendo el agua con la cola y chasqueando las mandíbulas, el tiburón surcó el agua como una lancha de motor. El agua era blanca en el punto donde batía su cola, y las tres cuartas partes de su cuerpo sobresalían del agua cuando el cabo se puso en tensión, retembló y luego se rompió. El tiburón se quedó un rato tranquilamente en la superficie y el viejo se paró a mirarlo. Luego el tiburón empezó a hundirse lentamente.

—Se llevó unas cuarenta libras —dijo el viejo en voz alta.

«Se llevó también mi arpón y todo el cabo —pensó—, y ahora mi pez sangra y vendrán otros tiburones».

No le agradaba ya mirar al pez porque había sido mutilado. Cuando el pez había sido atacado, fue como si lo hubiera sido él mismo.

«Pero he matado al tiburón que atacó a mi pez —pensó—. Y era el
dentuso
más grande que había visto jamás. Y bien sabe Dios que yo he visto
dentusos
grandes».

«Era demasiado bueno para durar —pensó—. Ahora pienso que ojalá hubiera sido un sueño, y que jamás hubiera pescado al pez, y que me hallara solo en la cama sobre los periódicos».

—Pero el hombre no está hecho para la derrota —dijo—. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.

«Pero siento haber matado al pez —pensó—. Ahora llega el mal momento y ni siquiera tengo el arpón. El
dentuso
es cruel y capaz y fuerte e inteligente. Pero yo fui más inteligente que él. Quizá no —pensó—. Acaso estuviera solamente mejor armado».

—No pienses, viejo —dijo en voz alta—. Sigue tu rumbo y dale el pecho a la cosa cuando venga.

«Pero tengo que pensar —pensó—. Porque es lo único que me queda. Eso y el béisbol. Me pregunto qué le habría parecido al gran DiMaggio la forma en que le di en el cerebro. No fue gran cosa —pensó—. Cualquier hombre habría podido hacerlo. Pero, ¿cree usted que mis manos hayan sido un inconveniente tan grande como las espuelas de hueso? No puedo saberlo. Jamás he tenido nada malo en el talón, salvo aquella vez en que la raya me lo pinchó cuando la pisé nadando y me paralizó la parte inferior de la pierna. Me causó un dolor insoportable».

—Piensa en algo alegre, viejo —dijo—. Ahora cada minuto que pasa estás más cerca de la orilla.

Tras haber perdido cuarenta libras, navegaba más y más ligero.

Conocía perfectamente lo que pudiera suceder cuando llegara a la parte interior de la corriente. Pero ahora no había nada que hacer.

—Sí, cómo no —dijo en voz alta—. Puedo amarrar el cuchillo al cabo de uno de los remos.

Lo hizo así con la caña del timón bajo el brazo y la escota de la vela bajo el pie.

—Vaya —dijo—. Soy un viejo. Pero no estoy desarmado.

Ahora la brisa era fresca y navegaba bien. Vigilaba sólo la parte delantera del pez y empezó a recobrar parte de su esperanza.

«Es idiota no abrigar esperanzas —pensó—. Además, creo que es un pecado. No pienses en el pecado —se dijo—. Hay bastantes problemas ahora sin el pecado. Además, yo no entiendo de eso».

«No lo entiendo y no estoy seguro de creer en el pecado. Quizá haya sido un pecado matar al pez. Supongo que sí aunque lo hice para vivir y dar de comer a mucha gente. Pero entonces todo es pecado. No pienses en el pecado. Es demasiado tarde para eso y hay gente a la que se paga por hacerlo. Deja que ellos piensen en el pecado. Tú naciste para ser pescador y el pez nació para ser pez. San Pablo era pescador, lo mismo que el padre del gran DiMaggio».

Pero le gustaba pensar en todas las cosas en que se hallaba envuelto, y puesto que no había nada que leer y no tenía un receptor de radio, pensaba mucho y seguía pensando acerca del pecado. «No has matado al pez únicamente para vivir y vender para comer —pensó—. Lo mataste por orgullo y porque eres pescador. Lo amabas cuando estaba vivo y lo amabas después. Si lo amas, no es pecado matarlo. ¿O será más que pecado?».

—Piensas demasiado, viejo —dijo en voz alta.

«Pero te gustó matar al
dentuso
—pensó—. Vive de los peces vivos, como tú. No es un animal que se alimente de carroñas, ni un simple apetito ambulante, como otros tiburones. Es hermoso y noble y no conoce el miedo».

—Lo maté en defensa propia —dijo el viejo en voz alta—. Y lo maté bien.

«Además —pensó—, todo mata a los demás en cierto modo. El pescar me mata a mí exactamente igual que me da la vida. El muchacho sostiene mi vida —pensó—. No debo hacerme demasiadas ilusiones».

Se inclinó sobre la borda y arrancó un pedazo de la carne del pez donde lo había desgarrado el tiburón. La masticó y notó su buena calidad y su buen sabor. Era firme y jugosa como carne de res, pero no era roja. No tenía nervios y él sabía que en el mercado se pagaría al más alto precio. Pero no había manera de impedir que su aroma se extendiera por el agua y el viejo sabia que se acercaban muy malos momentos.

La brisa era firme. Había retrocedido un poco hacia el nordeste y el viejo sabía que eso significaba que no decaería. El viejo miró adelante, pero no se veía ninguna vela, ni el casco, ni el humo de ningún barco. Sólo los peces voladores que se levantaban de su proa abriéndose hacia los lados y los parches amarillos de los sargazos. Ni siquiera se veía un pájaro.

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