El viajero (74 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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Cada animal de tiro llevaba un saco colgado debajo de la cola, suspendido mediante una red sujeta a su cuarto trasero para recoger los excrementos en el camino. El motivo no era tener limpio el camino o evitar molestias a los que venían detrás. Habíamos dejado muy atrás la región donde la tierra estaba llena de roca kara combustible, que se podía coger gratuitamente, y cada carretero guardaba cuidadosamente el estiércol de sus animales para encender el fuego de campamento y preparar su cordero, su mian y su cha.

Vimos muchos rebaños de ovejas dirigiéndose al mercado o a sus pastos, y estas ovejas llevaban también apéndices especiales en la parte trasera. Las ovejas eran de la raza de

cola gorda, y esta raza se encuentra en todo oriente, pero yo no había visto nunca animales de cola tan gorda. Las de aquellas ovejas parecían porras y podían pesar diez o doce libras, casi una décima parte del peso total del cuerpo. Representaban una auténtica carga para el animal, pero además las colas se consideraban su parte más sabrosa. Cada oveja llevaba un arnés ligero de cuerda que sostenía una tablilla arrastrándose por el suelo, y sobre esta tablilla descansaba la cola para que no la hiriera o la ensuciara indebidamente el contacto con el suelo. Vimos también muchos rebaños de cerdos, y me pareció que con ellos podían haber dado muestra de mayor inventiva. Los cerdos de Kitai pertenecen a una raza peculiar, porque su cuerpo es largo y su parte trasera se balancea ridículamente. Al ver sus vientres arrastrándose literalmente por el suelo, pensé que los pastores Podían haberles instalado también algo parecido a ruedas en el vientre.

Nuestros escoltas Ussu y Donduk despreciaban a los vehículos de ruedas y a los lentos y pesados rebaños que encontrábamos por el camino. Ellos eran mongoles y creían que los jinetes a caballo tenían reservados derechos especiales. Se quejaron de que el gran kan Kubilai no hubiese cumplido todavía su anterior promesa de arrasar todo obstáculo en las llanuras de Kitai para que los jinetes pudiesen galopar por todo el país, incluso en la noche más cerrada, sin correr nunca el riesgo de que su caballo tropezara. Como es natural los impacientaba que nosotros lleváramos caballos de carga y que avanzáramos a un ritmo tranquilo, en vez de galopar a rienda suelta. O sea que de vez en cuando buscaban la manera de animar lo que para ellos era un viaje aburrido. En una de nuestras etapas nocturnas, mientras acampábamos al lado del camino en vez de alcanzar el siguiente caravasar, Ussu y Donduk trajeron de un campamento cercano de pastores una de sus ovejas de cola gorda y un queso pastoso de oveja. (Probablemente debería decir que confiscaron esta comida, porque dudo que pagaran nada a los pastores han.) Donduk se sacó el hacha de batalla, cortó el arnés que protegía la cola de la oveja y casi con el mismo movimiento decapitó al animal. Él y Ussu saltaron sobre sus monturas, uno de ellos se inclinó para coger por la gruesa cola el cadáver de la oveja que aún se retorcía y vomitaba sangre y los dos jinetes iniciaron al galope un alegre juego de bous-kashia. Recorrieron estruendosamente varias veces el espacio entre nuestro campamento y el de los pastores, arrancándose sucesivamente de las manos el trofeo animal, tirándolo por el aire, soltándolo con frecuencia y pisándolo. Ignoro quién de los dos ganó el juego, ni cómo decidieron la victoria, pero al final se cansaron y tiraron a nuestros pies aquel objeto sanguinolento y yerto, cubierto de polvo y de hojas muertas.

—La cena de hoy —dijo Ussu —. ¿Ahora está bueno y tierno, uu?

Luego inesperadamente él y Donduk se ofrecieron para desollar, cortar y cocinar el animal. Al parecer a los mongoles no les importa hacer el trabajo de las mujeres cuando éstas faltan. La cena que prepararon fue memorable, pero no por lo buena. Empezaron recuperando la cabeza decapitada de la oveja para espetarla sobre nuestro fuego con el resto del animal. Una oveja entera habría bastado para hartar a varias familias de comilones, pero Ussu, Donduk y Narices consumieron el animal entero, desde el morro a la gorda cola, sin que nosotros, los tres, les ayudáramos mucho. La parte menos apetitosa de ver y de oír fue la consumición de la cabeza. Uno de los gourmands le cortó

una mejilla, otro una oreja, otro un labio y cada uno metía estos horribles fragmentos en un cuenco de jugo de carne con pimienta y luego masticaba, deglutía, babeaba, tragaba, eructaba y pedeaba. Los mongoles consideran de mala educación que las personas hablen mientras comen, o sea que la serie de ruidos amables no varió hasta que pasaron a los huesos y añadieron el sonido de succionar la médula.

Los Polo sólo comimos filetes del lomo de la oveja, que habían quedado bien

aporreados en el bous-kashia y que desde luego eran muy tiernos. Hubiésemos preferido comer sólo esto, pero Ussu y Donduk cortaban más trozos e insistían para que comiéramos el mayor requisito: un pedazo de cola, es decir, una bola de grasa de color blanco amarillento. Estas bolas se estremecían y temblaban repulsivamente en nuestros dedos, pero la cortesía nos impedía rechazarlas, y al final conseguimos que pasaran por nuestras bocas y todavía recuerdo la sensación que produjeron aquellos horribles grumos al bajar viscosos y palpitantes por mi garganta. Después del primer terrible bocado intenté limpiarme el paladar con un buen trago de cha, y casi me ahogué. Descubrí entonces, demasiado, tarde, que Ussu, después de preparar las hojas de cha con agua hirviendo, no se había detenido en este punto como un cocinero civilizado, sino que había derretido en la bebida trozos de grasa de cordero y de queso de oveja. Supongo que este cha al estilo mongo hubiese podido constituir por sí mismo una comida alimenticia pero debo decir que el resultado era repugnante en extremo. Comimos otras cenas en la Ruta de la Seda cuyo recuerdo es más agradable. En esa región situada tan al interior de Kitai, los posaderos han y uighures de los caravasares no limitaban sus menús a los alimentos permitidos a los musulmanes, y así encontramos una gran diversidad de carnes, incluyendo la de illik, que es un pequeño corzo que ladra como un perro, y carne de un faisán de plumas bellamente doradas, y tajadas de yaks, e incluso carne de osos negros y pardos, que abundan en la región. Cuando acampábamos al aire libre, tío Mafio y los dos mongoles rivalizaban para traer pieza de caza: patos, ocas, conejos y en una ocasión una qazel del desierto pero generalmente buscaban ardillas de tierra, porque estos previsores animalitos proporcionaban el combustible para su propia cocción. Un cazador sabe que si no tiene kara ni madera ni estiércol seco para hacer un fuego, basta con que busque ardillas de tierra y sus madrigueras; estos animales aunque vivan en un desierto pelado, instalan siempre una cúpula de protección contra la intemperie sobre sus agujeros, construida con ramitas y hierbas entrelazadas, secas y a punto de quemar.

Había muchos más animales salvajes en esta región, interesantes no para comer, sino para observar. Había buitres negros con alas tan anchas que para ir de una punta a la otra una persona tenía que dar tres pasos; y una serpiente tan parecida al metal amarillo que yo hubiese jurado que estaba hecha de oro fundido, pero nunca la toqué para comprobarlo, porque me informaron de que su veneno era mortal. Había un animalito llamado yerbo, como un ratón, pero con las patas traseras y la cola tan exageradamente largas, que podía pasearse y saltar erguido; y un felino salvaje de magnífica belleza llamado palang, que en una ocasión vi devorando a un asno salvaje que acababa de cazar, y que era como el pardo de la heráldica, aunque su pelaje no era amarillo sino de color gris plateado con rosetones negros por todo el cuerpo. Los mongoles me enseñaron a coger varias plantas silvestres y a utilizarlas como verduras en nuestras comidas, por ejemplo cebollas silvestres, que van bien con cualquier carne de venado. Había un vegetal que ellos llamaban planta peluda, y cuyo aspecto era exactamente igual al de un manojo de pelos negros de persona. Ni su nombre ni su aspecto eran muy apetitosos, pero una vez hervida y aliñada con un poco de vinagre proporcionaba un delicado condimento picante. Otra rareza era lo que llamaban cordero vegetal; aseguraban que se trataba de un ser mestizo formado por el cruce de animal y planta, y decían que preferían comer esto a comer cordero auténtico. Era bastante sabroso, pero en realidad sólo se trataba del tubérculo lanoso de cierto helecho.

La única novedad realmente deliciosa que encontré en esta fase del viaje fue el maravilloso melón llamado hami. Incluso el sistema seguido para cultivarlo era una novedad. Cuando las parras empezaban a formar los capullos de los frutos, los

horticultores enlosaban todo el campo con pizarra para que las parras descansaran sobre ellas. De este modo los melones no sólo recibían luz solar desde arriba, sino que las losas reflejaban también el calor del sol y el hami maduraba por todas partes. El hami tenía una pulpa de color pálido, blanco verdoso, tan crujiente que se rompía al morderla, y soltaba un jugo de sabor fresco y refrescante, no empalagoso sino dulce y en su punto. El hami tenía un gusto y una fragancia diferentes de los demás frutos y era casi tan bueno si se dejaba secar en hojuelas para confeccionar raciones de viaje, y en mi experiencia ningún otro dulce de huerto lo ha superado nunca. Después de haber viajado durante dos o tres semanas, la Ruta de la Seda torció

abruptamente hacia el norte un cierto trecho, y éste fue el único momento en que tocó el Takla Makan y atravesó muy brevemente el borde más oriental de este desierto, para luego girar de nuevo directamente hacia el este, hacia una población llamada Dunhuang. Este tramo en dirección norte de la ruta nos hizo atravesar un paso que serpenteaba entre unas montañas bajas, en realidad dunas de arena muy altas, llamadas Colinas Llameantes.

Hay una leyenda para cada topónimo en Kitai, y según la leyenda aquellas colinas habían sido en otros tiempos verdes y exuberantes, y estaban cubiertas de árboles, hasta que unos maliciosos gui, o demonios, les prendieron fuego. Un dios mono pasó por allí

y tuvo la bondad de apagar las llamas, pero ya no quedaba nada excepto estos cúmulos montañosos de arena, que continuaban brillando como brasas. Esto dice la leyenda. Yo creo más bien que las Colinas Llameantes se llaman así porque sus arenas tienen una especie de color ocre quemado, y el viento traza en ellas surcos y arrugas en forma de llamas, y brillan perpetuamente detrás de una cortina de aire cálido, y sobre todo al ponerse el sol resplandecen con un color rojo anaranjado realmente ígneo. Pero lo más curioso de esas colinas fue un nido con cuatro huevos que Ussu y Donduk descubrieron entre la arena, en la base de una de las dunas. Yo habría tomado aquellos objetos por piedras grandes, perfectamente ovales y lisas, del tamaño de un melón hami, pero Donduk insistió diciendo:

—Son los huevos abandonados de un ave gigante ruj. Estos nidos pueden encontrarse por todas las Colinas Llameantes.

Cuando cogí uno de los huevos comprendí que eran demasiado ligeros para una piedra de aquel tamaño. Y cuando los examiné vi que su superficie era porosa exactamente como los huevos de gallinas, de patos o de cualquier otra ave. Eran huevos, sí, y mucho mayores que los del pájaro camello, que había visto en los mercados de Persia. Me pregunté qué clase de fortagiona darían si los rompía, los revolvía y los freía para la cena.

—Estas Colinas Llameantes, ferenghi —dijo Ussu —, debieron de ser el lugar de anidado favorito de los ruj en épocas pasadas, ¿no te parece, uu?

—En épocas muy pasadas —sugerí, porque en aquel momento estaba intentando abrir uno de los huevos.

Aunque su peso no era el de una piedra, el huevo había envejecido desde hacía tiempo, y se había petrificado alcanzando la solidez de la piedra. Es decir, que aquellos objetos eran incomestibles e inempollables, y pesaban demasiado para poderme llevar uno de recuerdo. Desde luego eran huevos y de un tamaño tal que sólo los podía haber puesto un ave monstruosa, pero no puedo afirmar que esta ave hubiese sido en verdad un ruj. 5

Dunhuang era una floreciente ciudad comercial, tan grande y populosa como Kashgar, situada en una cuenca arenosa bordeada por precipicios de rocas de color de camello.

Pero mientras las posadas de Kashgar recibían a viajeros musulmanes, las de Dunhuang se ocupaban de satisfacer los gustos y costumbres de los budistas. Esto se debía a que la ciudad había sido fundada unos novecientos años antes, cuando un comerciante de fe budista fue detenido en este tramo de la Ruta de la Seda por bandidos o por voces azghun o por un demonio gui o por lo que sea, y consiguió salvarse milagrosamente de tales garras. Se detuvo allí para dar gracias a Buda: hizo una estatua de esta deidad y la dejó en un nicho de uno de los precipicios. En los nueve siglos que han pasado desde entonces casi todos los viajeros budistas que pasan por la Ruta de la Seda han añadido algún adorno a estas cuevas. Y ahora el nombre de Dunhuang, que de hecho sólo significa Precipicios Amarillos, se traduce a veces por Cuevas de los Mil Budas. La designación es excesivamente modesta. Yo las llamaría Cuevas del Millón de Budas, por lo menos. Porque actualmente hay varios centenares de cuevas abiertas en los precipicios, algunas naturales, otras excavadas a mano, y en ellas hay quizá dos mil estatuas de Buda, grandes y pequeñas, pero en las paredes de las cuevas se han pintado frescos que contienen por lo menos mil veces este número de imágenes de Buda, sin citar las divinidades menores y los dignatarios del séquito de Buda. Pude ver que la mayoría de las imágenes eran masculinas y unas pocas claramente femeninas, pero un buen número eran de sexo indeterminado. Sin embargo, todas las imágenes tenían un rasgo en común: unas orejas terriblemente alargadas, cuyos lóbulos colgaban hasta los hombros.

—Es una creencia general —dijo el viejo vigilante han —que una persona nacida con orejas grandes y lóbulos bien definidos está destinada a una vida afortunada. Puesto que los más afortunados de todos los humanos fueron Buda y sus discípulos, suponemos que sus orejas fueron de este tipo, y así las representamos.

Este anciano ubashi, o monje, me guió gustosamente por unas cuantas cuevas, y utilizó

el idioma farsi para esta ocasión. Le seguí a través de nichos, cavernas y grutas, y en todas ellas había estatuas de Buda, de pie, recostado, durmiendo tranquilamente o sentado con las piernas cruzadas sobre una flor de loto gigante. El monje me contó que Buda es una antigua palabra india que significa Iluminado, y que el Buda había sido un príncipe de la India antes de su apoteosis. Uno podía pensar ante esto que las estatuas representarían un hombre negro y enano, pero no era así. El budismo se había propagado desde hacía tiempo de la India a otras naciones, y era evidente que cada viajero devoto que pagaba una estatua o una pintura se había imaginado a Buda con su mismo aspecto. Algunas de las imágenes más antiguas representaban ciertamente a personas oscuras y escuálidas, como corresponde a un hindú, pero otras podrían haber pasado por Apolos alejandrinos, o por persas de cara de halcón, o por correosos mongoles, y las más recientes tenían caras sin rasgos definidos, con complexiones céreas, expresiones plácidas y ojos oblicuos y estrechos; es decir, que eran puramente han.

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