El viajero (158 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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Para ser franco, me interesaba menos la huella del pie que una historia que nos contó el bhikku de servicio en el santuario (así se llamaban los pongyi en Srihalam). Nos dijo que la gran riqueza en gemas de la isla se debía a que Buda había pasado allí una temporada y había llorado por la maldad del mundo, y cada una de sus santas lágrimas se había solidificado formando un rubí, una esmeralda o un zafiro. Pero, dijo el bhikku, estas gemas no podían recogerse del suelo. Habían sido arrastradas por la corriente hacia los valles del interior de la isla, y aquellos abismos resultaban inaccesibles porque en ellos abundaban las serpientes venenosas. Por ello, los isleños tuvieron que idear un ingenioso sistema para recolectar las piedras preciosas.

En los riscos de las montañas situadas sobre los valles anidaban águilas que se alimentaban de las serpientes. Los isleños trepaban furtivamente de noche por entre aquellos riscos y desde allí arrojaban pedazos de carne cruda hacia los abismos, y cuando la carne golpeaba el suelo quedaban adheridas a ella algunas gemas. Al día siguiente, las águilas emprendían el vuelo para buscar comida y un hombre aprovechaba el momento en que el águila se ausentaba del nido para encaramarse hasta allí, deshacer con los dedos los excrementos del ave, y sacar los rubíes, zafiros y esmeraldas no digeridos. Pensé que aquello no sólo era un procedimiento ingenioso de minería, sino que también debía de ser el origen de todas las leyendas sobre el monstruoso pájaro ruj, que según se dice, atrapa trozos de carne aún mayores y echa a volar con ellos, incluyendo a personas y a elefantes. Cuando regresé a nuestro barco, recomendé a mi padre que apreciara los zafiros que acababa de adquirir por encima del precio que había

pagado, pues se los había encontrado la fabulosa ave ruj.

Podíamos habernos quedado aún más tiempo en Srihalam, pero un día doña Kukachin comentó melancólicamente:

—Hace ya un año que estamos viajando, y dice el capitán que sólo hemos recorrido unos dos tercios de camino hacia nuestro destino.

Por entonces, yo conocía a la dama lo suficiente para saber que no estaba manifestando una mezquina avidez por ocupar su puesto como ilkatun de Persia. Simplemente estaba ansiosa por encontrarse con su prometido y casarse con él. Al fin y al cabo, ya era un año mayor y aún seguía soltera.

Así que pusimos fin a nuestra estancia y abandonamos con desgana aquella placentera isla. Navegamos hacia el norte, pasando muy cerca de la costa occidental de la India, y procuramos aprovechar el tiempo lo mejor posible, pues ninguno de nosotros tenía deseo de visitar o de explorar parte alguna de aquellas tierras. Sólo tocábamos tierra cuando nos veíamos ineludiblemente obligados a llenar nuestros barriles de agua: en un puerto bastante grande llamado Quilon, en un puerto situado en la desembocadura de un río, llamado Mangalore, en donde tuvimos que anclar a poca distancia de la llanura del delta, y más adelante en unas poblaciones repartidas sobre siete granos de tierra llamadas las isletas de Bombay, y en un sórdido pueblo de pesca llamado Kurrachi. Kurrachi al menos tenía agua fresca y buena, y procuramos llenar hasta los topes nuestros aljibes, porque desde aquel lugar navegaríamos directamente hacia occidente de nuevo, y durante unos dos mil li (mejor debería decir, ahora que volvía a estar en un lugar donde se utilizaban las medidas persas, unos trescientos farsajs) bordearíamos la costa desierta, reseca, pardusca, sedienta, de una tierra desamparada y vacía llamada Baluchistán. El espectáculo de aquella marchita línea costera sólo ocasionalmente cobraba vida gracias a dos peculiaridades. Durante todo el año, soplaba un viento del sur desde el mar hacia Baluchistán, de modo que si veíamos alguna vez un árbol, éste formaba siempre un arco retorcido, inclinado hacia el interior, como un brazo que nos invitara a acercarnos a la orilla. La otra peculiaridad de aquella costa eran sus volcanes de barro: colinas regordetas en forma de cono compuestas de barro seco, que con gran frecuencia escupían por la cima un chorro de barro reciente y húmedo procedente del fondo, que bajaba deslizándose, se endurecía lentamente y esperaba un nuevo chorro y una nueva capa. Era una tierra muy poco atractiva.

Pero siguiendo aquella terrible orilla, hicimos finalmente nuestra entrada en el estrecho de Hormuz, y éste nos condujo a la ciudad del mismo nombre, y me encontré de nuevo en Persia. Hormuz era una ciudad muy grande y bulliciosa, tan poblada que algunos de sus barrios residenciales se desparramaban desde el centro urbano de tierra firme a las islas próximas a la orilla. Era también el puerto más activo de Persia, un bosque de mástiles y palos, un tumulto de ruidos y una mezcolanza de olores, la mayoría de ellos poco agradables. Los barcos que estaban amarrados o salían o entraban por supuesto eran en su mayoría árabes, qurqurs, falúas y dhaos, y los más grandes de entre ellos parecían botes y praus al lado de nuestros macizos navíos. Sin duda en aquel puerto habían visto antes algún chuan mercante que otro, pero seguramente nunca una flota como la que nosotros introducíamos ahora en las radas del puerto. En cuanto el bote del práctico nos hubo dejado con gran ceremonia en el gran fondeadero, nos vimos rodeados por los esquifes, gabarras y barcazas de todo tipo de buhoneros, guías, chulos y mendigos de dársenas, todos ellos voceando sus mercancías. Y una multitud que parecía la población entera de Hormuz se fue congregando a lo largo de los muelles, apretujándose y discutiendo excitadamente. Sin embargo, entre aquella multitud no logramos ver nada parecido a lo que habíamos esperado: una resplandeciente asamblea de nobles para dar la bienvenida a su nueva y futura ilkatun.

—Es curioso —murmuró mi padre —. Sin duda nuestra llegada debió de correr a lo largo de la costa y anticipársenos. Y el ilkan Arghun seguramente en estos momentos está

muy impaciente y ansioso.

Y mientras él se dedicaba a la terrible tarea de desembarcar a todo nuestro grupo y nuestros equipajes, yo llamé a un karayi, un esquife local, y apartando de en medio a todos los pedigüeños, fui el primero de nosotros en saltar a tierra. Me acerqué a un ciudadano de aspecto inteligente y le pregunté. Inmediatamente después me hice llevar remando hasta nuestro barco para comunicar lo siguiente a mi padre, al enviado Uladai y a Kukachin que miraba con ojos ansiosos:

—Quizá nos convenga aplazar el desembarco hasta que hayamos deliberado. Siento tener que ser yo quien os dé esta noticia, pero el ilkan Arghun murió de una enfermedad hace muchos meses.

Doña Kukachin se echó a llorar, tan sinceramente como si aquel hombre hubiera sido su querido marido de muchos años, en lugar de un simple nombre. Cuando sus doncellas la ayudaron a retirarse a sus aposentos en los camarotes, y mientras mi padre se mordía pensativamente una punta de su barba, Uladai dijo:

—Vaj! Apostaría cualquier cosa a que Arghun murió en el mismo momento en que mis compañeros enviados, Apushka y Koja, perecieron en Java. Debíamos haber sospechado entonces algo terrible.

—De haberlo sabido tampoco habríamos podido hacer gran cosa —dijo mi padre —. La cuestión es qué hacemos ahora con Kukachin.

—Bueno, Arghun ha dejado de esperarla —dije —. Y me dijeron en tierra que su hijo Ghazan es aún menor de edad para sucederle en el ilkanato.

—Es cierto —intervino Uladai —. Supongo que mientras tanto su tío Kaikhadu está

gobernando como regente.

—Eso dicen. O bien este Kaikhadu ignora que su difunto hermano envió a buscar una nueva esposa, o bien no está interesado en ejercer ningún derecho para quedársela él. En cualquier caso, no ha mandado ninguna embajada a recibirla, ni ningún medio para conducirla.

—No importa —dijo Uladai —. Ella viene de parte de su señor el gran kan, por lo tanto está obligado a relevaros de esta obligación y a quedarse con ella. La llevaremos hasta la capital, a Maragheg. En cuanto al transporte, lleváis el paizi del gran kan. Sólo tenemos que ordenar al sha de Hormuz que nos suministre todo lo que necesitamos. Y eso fue lo que hicimos. El sha del lugar nos recibió no sólo correctamente sino con gran hospitalidad, y nos alojó a todos en su palacio, aunque lo llenamos casi hasta reventar. Mientras tanto él se ocupó de reunir sus camellos, probablemente todos y cada uno de los que había en sus dominios, los mandó cargar con provisiones y odres de agua, y designó camelleros y también tropas suyas para aumentar las nuestras, y al cabo de pocos días ya estábamos viajando por tierra, en dirección noroeste hacia Maragheg. Fue una travesía tan larga como la que habíamos realizado anteriormente mi padre, mi tío y yo a través de Persia desde el oeste al este; pero esta vez íbamos del sur hacia el norte, y no tuvimos que atravesar regiones tan terribles, pues nuestra ruta nos conducía bastante hacia el oeste del Gran Desierto de la Sal, y teníamos buenos camellos de montar, provisiones abundantes, multitud de sirvientes que hacían para nosotros hasta el menor trabajo, y una formidable guardia contra posibles agresores. De modo que fue un viaje bastante confortable, aunque no muy feliz. Doña Kukachin no se puso ninguna de las galas nupciales que había llevado consigo, y cada día iba vestida de marrón, el color de luto en Persia, y en su bello rostro tenía una mirada en parte recelosa délo que su destino podía depararle ahora, y en parte resignada. Todos nosotros le habíamos tomado mucho aprecio, y estábamos también preocupados, pero hicimos todo lo posible para

que el viaje le resultara fácil e interesante.

Nuestra ruta nos llevó a una serie de lugares por donde yo, o mi padre, o mi tío, o todos juntos, habíamos ya pasado; así que mi padre y yo íbamos constantemente mirando para ver qué cambios se habían producido, si es que había habido alguno, en los años transcurridos desde entonces. La mayoría de las paradas que hicimos por el camino fueron solamente para dormir de noche, pero cuando llegamos a Kashan, mi padre y yo ordenamos un día más de estancia allí, pues así podríamos pasearnos por aquella ciudad en donde habíamos descansado antes de nuestra inmersión en el lúgubre Dast-e-Kavir. Nos llevamos a tío Mafio de paseo con nosotros, con la remota esperanza de que aquellas escenas de tiempos pasados le devolvieran a un estado parecido al de entonces. Pero no hubo nada en Kashan que encendiera el más mínimo brillo en sus apagados ojos, ni siquiera los niños y muchachos prezioni que aún eran el valor más visible de la ciudad.

Fuimos a la casa y al establo donde la gentil viuda Esther nos había dado alojamiento. El lugar pertenecía ahora a un hombre, un sobrino, que lo había heredado años atrás, dijo, cuando aquella buena mujer murió. Nos mostró el lugar donde estaba enterrada (no en un cementerio judío, sino tal como ella pidió en su lecho de muerte, en el huerto de hierbas situado detrás de su propia morada). Allí era donde yo la había visto aplastar escorpiones con su babucha, mientras me exhortaba para que no desaprovechara nunca las oportunidades de «probarlo todo en este mundo».

Mi padre se santiguó respetuosamente, y luego salió a la calle, llevando a tío Mafio para ir a ver de nuevo los talleres de azulejos kasi de Kashan. Se había inspirado en ellos para fundar otros semejantes en Kitai, que tan buenos beneficios produjeron después a nuestra compañía. Pero yo me quedé un rato con el sobrino de la viuda, contemplando pensativamente su tumba, sobre la cual había crecido la hierba, y diciendo (pero no en voz alta):

«Seguí vuestro consejo, mirza Esther. No dejé escapar ninguna oportunidad. Nunca dudé en ir allí donde mi curiosidad me llamaba. De buena gana fui a donde había peligro en la belleza y belleza en el peligro. Como presagiasteis, he tenido gran cantidad de experiencias. Muchas fueron deliciosas, otras instructivas, unas cuantas ojalá me las hubiera evitado. Pero las tuve, y aún las tengo en la memoria. Si mañana mismo he de ir a mi tumba, no será ésta un agujero negro y silencioso. Puedo pintar la oscuridad de brillantes colores y llenarla con música marcial o lánguida; con el centelleo de las espadas y el susurro de los besos; con sabores, emociones y sensaciones; con la fragancia de un campo de tréboles calentado al sol y regado por una lluvia amable, la cosa de más dulce aroma que Dios puso sobre esta tierra. Sí, puedo animar la eternidad. Otros quizá tengan que soportarla; yo puedo disfrutar de ella. Por eso os doy las gracias, mirza Esther, y os desearía shalom… pero creo que vos tampoco seríais feliz en una eternidad que no fuera más que paz…»

Un escorpión negro de Kashan se acercó arrastrándose por el caminito del huerto, y yo lo aplasté como hubiera hecho ella. Luego, dirigiéndome al sobrino le dije:

—Vuestra tía tuvo en una ocasión una sirvienta llamada Sitaré…

—Ésta fue otra de sus últimas voluntades. Todas las viejas son en el fondo unas casamenteras. Mi tía encontró un marido para Sitaré, y los hizo casar en esta casa antes de morir. Neb Efendi era un zapatero remendón, un buen artesano y un buen hombre, aunque musulmán. También era emigrante turco, lo cual no le hacía muy popular en la ciudad. Pero gracias a esto no iba detrás de los chicos, y creo que fue un buen marido para Sitaré.

—¿Fue?

—Se marcharon de aquí poco después. Él era extranjero, y evidentemente la gente

prefiere que sean sus compatriotas quienes les hagan y remienden los zapatos, aunque sean ineptos en su trabajo. Así que Neb Efendi cogió sus leznas, sus hormas y a su nueva esposa y partió hacia su nativa Capadocia, me parece. Espero que allí sean felices; eso pasó hace mucho tiempo.

En fin, me decepcionó un poco no ver de nuevo a Sitaré, pero sólo un poco. Por supuesto ella debía de ser una matrona de mediana edad, como yo, y verla podría ser aún más decepcionante.

Continuamos nuestro viaje, y por fin llegamos a Maragheh. El regente Kaikhadu nos recibió, no de mala gana pero tampoco con un entusiasmo desbocado. Era un típico y peludo guerrero mongol, que sin duda habría estado más cómodo a horcajadas sobre un caballo, golpeando con la espada a algún enemigo en el campo de batalla, que en el trono al cual le había empujado la muerte de su hermano.

—Yo sinceramente no sabía nada de la embajada que Arghun envió al gran kan —nos dijo —, o de lo contrario podéis estar seguros de que os hubiera hecho escoltar hasta aquí

con gran pompa y ceremonia, pues yo soy un súbdito devoto del gran kan. Ignoraba incluso que Arghun hubiese pedido una nueva esposa, porque he pasado toda mi vida lejos, luchando en las campañas del kanato. En este mismo momento debería estar abatiendo a una banda de bandoleros que se están desmandando por el Kurdistán. De todos modos, yo no sé qué hacer con esta mujer que habéis traído.

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