El viajero (132 page)

Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
8.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Otro de los presentes sonrió y dijo:

—Conservad vuestro pelo y vuestra barba de gui, guan Marco. Teniendo en cuenta la misión que os ha traído aquí, quizá convenga que os teman y que os odien. —Hablaba bastante bien el mongol, pero era evidente que se trataba de un idioma que acababa de aprender —. Como ha indicado el wang, todos los funcionarios son criticados. Ya podéis imaginar que el funcionario más detestado de todos es el recaudador de impuestos. Y

creo que podéis imaginar la fama que tendrá un recaudador de impuestos extranjero que los cobra para el gobierno que ha conquistado el país. Os propongo que hagáis correr la voz de que sois un auténtico demonio gui.

Le miré divertido. Era un han gordo, de rostro agradable y mediana edad, que llevaba en el sombrero un botón de oro labrado, lo que le identificaba como funcionario de séptimo rango.

—El magistrado Feng Weini —dijo Agayachi presentándomelo —. Nacido en Hangzhou, jurista eminente y persona muy estimada por el pueblo por su imparcialidad e inteligencia. Tenemos la suerte de que ha aceptado conservar el mismo cargo de magistrado que ejercía bajo los Song. Y personalmente, Marco, me alegra de que haya aceptado serviros de ayudante y consejero mientras estéis asignado a esta corte.

—También a mí me alegra mucho, magistrado Feng —le dije mientras los dos ejecutábamos la inclinación tranquila, con las manos juntas, que equivale a un koutou entre hombres de rango casi igual —. Os agradeceré todo tipo de ayuda. He emprendido esta misión de recaudación de impuestos en Manzi ignorando sólo dos cosas. Lo ignoro todo sobre Manzi, y lo ignoro todo sobre la recaudación de impuestos.

—¡Bien! —gruñó el canoso personaje gruñón, alabándome de mala gana —. Bueno, la franqueza y el no darse importancia son por lo menos dos cualidades nuevas y refrescantes en un recaudador de impuestos. Sin embargo dudo que esto os ayude en vuestra misión.

—No —dijo el magistrado Feng —. No os ayudarán, lo mismo que si engordarais o tiñerais de negro vuestro pelo, guan Polo. Yo también seré franco. No veo ningún sistema que os permita recaudar impuestos en Manzi para el kanato, a no ser que vayáis vos mismo pidiendo de puerta en puerta o que dispongáis de un ejército entero de personas que lo hagan por vos. Y un ejército, aunque cobre un sueldo de miseria, costará más de lo que llegue a recaudar.

—En todo caso —dijo Agayachi —no dispongo de un ejército de hombres para delegároslo. Pero os he proporcionado, a vos y a vuestra señora, una casa elegante en un buen barrio de la ciudad, con una buena servidumbre. Cuando estéis dispuestos mis mayordomos os llevarán allí.

Le di las gracias y luego dije a mi nuevo ayudante:

—Si no puedo aprender inmediatamente mi trabajo, quizá pueda aprender a conocer el terreno donde me muevo. ¿Queréis acompañarnos a nuestra casa, magistrado Feng, y enseñarnos por el camino algo de Hangzhou?

—Con mucho gusto —dijo —. Y os enseñaré primero la vista más espectacular de nuestra ciudad. Tenemos la fase de la luna y… sí… ésta es precisamente la hora en que hace su aparición el haixiao. Salgamos en seguida.

No había ningún reloj de arena en la habitación, ni siquiera un gato, por lo que no entendí que pudiera saber la hora con tanta precisión, ni entendí qué relación tenía la hora con la contemplación de un haixiao, ni sabía en definitiva qué era un haixiao. Pero Huisheng y yo dimos las buenas noches al wang y a su estado mayor, y los tres, seguidos por nuestro pequeño grupo de escribas y esclavos, salimos de palacio con el magistrado Feng.

—Tomaremos la barca para ir a vuestra residencia —dijo —. Hay una falúa real esperando en la orilla del canal que da al palacio. Pero primero paseemos por este camino, siguiendo la orilla del río.

Era una noche magnífica, fragante, iluminada suavemente por una luna llena, por lo tanto la visión era buena. Salimos del palacio Y enfilamos una calle paralela al río. Tenía a este lado una balaustrada que llegaba a la cintura, construida en su mayor parte con unas piedras de forma curiosa. Eran circulares, cada una tenía un Agujero en el centro, y por el borde eran tan grandes como mis dos brazos formando círculo y tan gruesas como mi cintura. Me parecieron demasiado pequeñas para ser piedras de molino y demasiado pesadas para ser ruedas. Sea cual fuere su anterior destino, las habían

retirado para instalarlas allí, las habían puesto de canto, borde contra borde, y habían llenado los espacios intermedios con piedras más pequeñas convirtiendo la balaustrada en un muro sólido y plano por su parte superior. Me asomé y vi que el parapeto caía verticalmente por el otro lado como un muro de piedra, y que la distancia a la superficie del río debajo era como la altura de una casa de dos pisos.

—Me imagino que el río crece considerablemente en época de inundaciones —dije.

—No —replicó Feng —. La ciudad en este lado está construida a gran altura sobre el agua para dejar espacio al haixiao. Fijad la vista allí abajo, hacia oriente, hacia el océano. O sea que él, yo y Huisheng nos apoyamos sobre el parapeto y miramos hacia el mar, a través de la llanura plana, que había formado la arena del delta, iluminada por la luna, que se extendía sin ningún accidente visible hasta el horizonte negro. Como es lógico el océano era invisible: estaba a unos doscientos li detrás de aquel bajío. O ésta era la distancia habitual. Porque entonces empecé a oír desde aquella gran distancia una especie de murmullo, como el sonido de un ejército mongol a caballo galopando hacia nosotros, Huisheng tiró de mi manga, lo que me sorprendió, porque ella no podía haber oído nada. Pero me señaló a su otra mano que descansaba sobre el parapeto y me miró

interrogativamente. Comprendí que Huisheng estaba sintiendo de nuevo el sonido. Pensé que por lejos que estuviera el fenómeno tenía que ser un verdadero trueno para poder poner en vibración un muro de piedra. Sólo pude encogerme de hombros, sin poder dar ninguna explicación. Era evidente que Feng estaba esperando lo que se nos acercaba en aquel momento, y sin temor.

Él señaló de nuevo y vi que una línea brillante y plateada rompía repentinamente la oscuridad del horizonte. Antes de que pudiera preguntar de qué se trataba se había acercado tanto que pude distinguirla con detalle: era una línea de espuma marina que brillaba a la luz de la luna y se nos acercaba atravesando el desierto de arena tan rápidamente como una línea de jinetes a la carga vestidos con armaduras de plata. Detrás suyo estaba todo el peso del mar de Kitai. Como ya he dicho el bajío tenía forma de abanico con una anchura de un centenar de li al borde del océano, pero allí, en la boca del río era muy estrecho. O sea que el mar invasor entraba en el delta como una lámina agitada de agua y espuma, pero a medid1, que llegaba se iba estrechando rápidamente, se comprimía, se amontonaba y su color oscuro se removía y se volvía blanco. El haixiao sucedió tan rápidamente que no tuve tiempo siquiera de lanzar una exclamación de asombro. Un muro de agua tan ancho como el delta y tan alto como una casa avanzó desencadenado contra nosotros. Su aspecto, aparte del brillo de la espuma, era semejante al de la avalancha que había atravesado y destruido el valle de Yunnan, y retumbaba también de modo muy parecido.

Miré al río que teníamos debajo. El río, como un animalito que al salir de su madriguera se encuentra con un perro rabioso con el morro cubierto de espuma, corría hacia atrás, retrocediendo, tratando de evacuar la boca de su madriguera invadida y de retirarse hacia las montañas de donde había venido. En el momento siguiente, aquel rugiente muro de agua pasó ante nosotros, debajo mismo del nivel del parapeto, con una mezcla confusa y tumultuosa de espuma, y nos alcanzaron algunas salpicaduras. El espectáculo me había dejado paralizado, pero yo por lo menos había visto antes agua de mar; creo que Huisheng no la había visto nunca y me volví hacia ella por si se había asustado. No estaba asustada. Tenía los ojos brillantes, sonreía y en su cabello relucía con la luna un rocío de ópalo. Supongo que cuando una persona vive en un mundo sin sonido, es más emocionante que para el resto de nosotros ver espectáculos maravillosos, especialmente si son tan espléndidos que llegan incluso a sentirse. Yo mismo había sentido temblar bajo aquel impacto la balaustrada de piedra que teníamos al lado y la noche entera que nos rodeaba. El mar continuó pasando delante nuestro, subiendo río

arriba, retumbando, silbando y crepitando, su parte blanca y brillante empezó a llenarse de venas verdes y negruzcas y finalmente lo verdinegro predominó hasta convertirse todo en un mar agitado y sin espuma que ocupaba toda la anchura del río que teníamos debajo.

Cuando mi voz pudo oírse pregunté a Feng:

—En nombre de todos los dioses, ¿qué es esto?

—Los recién llegados suelen impresionarse cuando lo ven —dijo, como si fuese obra suya —. Es el haixiao, la ola de marea.

—¡De marea! —exclamé —. ¡Imposible! Las mareas van y vienen con dignidad y decoro.

—El haixiao no siempre es tan espectacular —reconoció él —. Sólo cuando la estación, la luna y la hora del día o de la noche coinciden de modo adecuado. En tales ocasiones, como acabáis de ver, el mar llega a través de estas arenas a la velocidad de un caballo al galope, recorriendo doscientos li en menos tiempo del que tarda un hombre en comer tranquilamente su cena. Los barqueros del río aprendieron en épocas remotas a aprovecharse del fenómeno. Zarpan de aquí en el momento exacto, y el haixiao se los lleva río arriba a centenares de li de distancia, sin tener que dar un golpe de remo. Yo dije cortésmente:

—Perdonad mis dudas, magistrado Feng. Pero yo también nací en una ciudad marítima, y he visto mareas toda mi vida. Las mareas desplazan el mar hacia arriba y hacia abajo quizá la distancia de un brazo. Pero esto fue una montaña de mar. Él respondió cortésmente:

—Perdonad que os contradiga, guan Polo. Pero me imagino que vuestra ciudad natal está situada a la orilla de un mar pequeño.

Yo dije altaneramente:

—Nunca pensé que fuera pequeño. Pero desde luego hay otros mayores. Detrás de las Columnas de Hércules hay el ilimitado mar Océano Atlántico.

—Ah, bueno. También éste es un gran mar. Detrás de esta costa hay islas. Muchas islas. Al norte del este, por ejemplo, las islas llamadas Riben Guo, que componen el imperio de los Enanos. Pero si os alejáis lo suficiente hacia oriente, las islas escasean, se dispersan y van quedando atrás. Y el mar de Kitai continúa más allá. Continúa ininterrumpidamente.

—Como nuestro mar Océano —murmuré —. Ningún marinero lo ha cruzado, ni sabe dónde acaba, ni lo que hay allí, ni si tiene fin.

—Bueno, éste sí acaba —dijo Feng tranquilamente —. O por lo menos hay constancia de que alguien lo cruzó. Actualmente Hangz-hou está separada del océano por este delta de doscientos li. Pero ¿veis estas piedras? —Señaló los redondeles que formaban el núcleo de la balaustrada —. Son anclas de grandes navíos oceánicos, y contrapesos de los extremos de las botavaras de estos navíos. O lo fueron en su tiempo.

—Es decir, que en otras épocas Hangzhou fue un puerto de mar —dije —. Y debió de ser un puerto activo. Pero de esto hace mucho tiempo a juzgar por la extensión de delta que ha quedado cubierta de sedimentos.

—Sí. Hace casi ochocientos años. En los archivos de la ciudad hay un diario escrito por un cierto Huizhen, un trapa budista, fechado según nuestro cómputo en el año tres mil cien, más o menos. Cuenta que iba a bordo de un chuan de altura que tuvo la desgracia de apartarse de la costa impulsado por el taifeng, la gran tormenta. Continuó navegando hacia oriente y al final tocó tierra en algún punto situado al otro lado. Según la estimación del trapa, la distancia hasta allí era de más de veintiún mil li. Por el camino sólo había agua, y para volver tuvo que recorrer veintiún mil li más. Sin embargo lo consiguió, pues el diario existe.

—Huí! ¡Veintiún mil li! Es una distancia igual a la que existe entre aquí y Venecia por

tierra firme. —Me vino una idea y era terriblemente seductora —. ¡Si a esta distancia hay tierra hacia oriente, al otro lado del mar, tiene que ser mi propio continente de Europa!

¡Y este continente de Kitai y Manzi tiene que ser la otra orilla de nuestro mar Océano!

Decidme, magistrado: ¿habló el monje sobre alguna ciudad al otro lado del mar?

¿Lisboa? ¿Burdeos?

—No, no habló de ciudades. Llamó a aquella tierra Fusang, que sólo significa Lugar Donde Llegamos a la Deriva. Dijo que los nativos se parecían más a los mongoles o a los bho que a los han, pero que eran más bárbaros todavía, y hablaban en un idioma poco refinado.

—Debió de ser Iberia… o Marruecos… —dije pensativo —. Los dos países estaban llenos de moros musulmanes incluso en aquellas épocas tan lejanas, creo. ¿Dijo algo más el monje sobre aquel lugar?

—Muy poco. Los nativos se mostraron hostiles, o sea que los marineros corrieron muchos peligros y dificultades para reavituallar el chuan de comida y agua. Zarparon de nuevo apresuradamente para volver a occidente. La única cosa que al parecer impresionó a Huizheng fue la vegetación. Dijo que los árboles de Fusang eran muy raros: no eran de madera con ramas llenas de hojas, sino de carne verde y espinas dañinas. —Feng puso una cara de incredulidad divertida —. Esto significa poco. Creo que todos los hombres santos tienden a ver carne y espinas por todas partes.

—Hum. Ignoro qué tipo de árboles crecen en Iberia o en Marruecos —murmuré, incapaz de cortar mis especulaciones —. Pero es asombroso imaginar siquiera la posibilidad, la pura posibilidad, de navegar desde aquí hasta mi patria.

—Es mejor que no lo intentéis —dijo Feng bruscamente —. No hay muchos hombres que después de Huizheng se hayan encontrado con un taifeng en mar abierto y hayan podido contarlo. Esta tempestad sopla a menudo entre aquí y las islas del Riben Guo. El kan Kubilai ha intentado ya en dos ocasiones invadir y conquistar ese imperio, enviando flotas de chuan llenas de guerreros. En la primera tentativa envió un número demasiado reducido, y los enanos los rechazaron. En la última ocasión, envió centenares de navíos y casi un tuk entero de hombres. Pero apareció el taifeng, se cebó en la flota y la invasión también fracasó. Tengo entendido que los enanos, agradecidos a la tempestad han bautizado al taifeng kamikaze, que en su burdo lenguaje significa Viento Divino.

—Sin embargo —dije rumiando todavía —, si la tempestad sólo se desencadena entre esta costa y Riben Guo, cuando Kubilai consiga conquistar estas islas, se podría navegar de modo seguro hacia oriente desde allí…

Other books

Dresden by Victor Gregg
Birthrights by Butler, Christine M.
Inevitable Detour by S.R. Grey
Song of the Magdalene by Donna Jo Napoli
The Widow's Choice by Gilbert Morris
Beyond Eighteen by Gretchen de la O