El viajero (10 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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Ilaria levantó las manos hasta sus hombros y se desabrochó de algún modo su jubón de serpiente dorada. La prenda se deslizó hasta su cintura y aparecieron ante mis ojos sus pechos de leche y rosas. Supongo que intenté agarrarla tratando simultáneamente de arrancarme el traje, porque ella soltó un gritito:

—¿Quién te ha enseñado, muchacho? ¿Una cabra? Ven a la cama. Intenté reprimir mi ansia adolescente con un decoro viril, pero la cosa se hizo más difícil cuando los dos estuvimos ya en la cama y totalmente desnudos. El cuerpo de Ilaria estaba a mi disposición para que saboreara todos sus incitantes detalles, e incluso un hombre más fuerte que yo hubiese preferido abandonar todo freno. Pintada en leche y rosas, fragante como leche y rosas, suave como leche y rosas, su carne era tan bellamente distinta del basto material de Malgarita y Zuliá que no pude evitar mordisquearla para ver si su gusto era tan delicioso como su aspecto, su olor y su tacto. Así se lo dije, y ella sonrió y se estiró lánguidamente mientras cerraba los ojos y me decía:

—Muerde, p-pues, p-pero suavemente. Hazme todas las cosas interesantes que has aprendido.

Mi dedo tembloroso recorrió su cuerpo a todo lo largo, desde el borde de sus cerradas pestañas pasando por su bella nariz de Verona; por sus labios que hacían pucheros, por su barbilla y su satinado cuello, por la curva de un firme pecho y su fresco pezón, por su suave y redondo vientre hasta el nacimiento del fino pelo de debajo, y mientras tanto ella se retorcía y maullaba de placer. Para demostrarle que sabía muy bien cómo se hacían las cosas, le dije con una suave seguridad:

—No voy a tocarte la pota, por si acaso tienes que mear.

Todo su cuerpo se contrajo, sus ojos se abrieron de golpe y exclamó irritada

«Amoredéi!» mientras se soltaba de mi mano y se apartaba bruscamente de mí. Me lanzó una vibrante mirada y luego me pregunto:

—¿Quién te enseñó a ti, asenazzo?

Y yo, el asno, murmuré:

—Una chica de las barcas.

—Dio v'agiuta —suspiró ella —. Mejor una cabra.

Se recostó de nuevo, pero de lado, apoyando la cabeza en una mano para mirarme.

—Ahora tengo realmente curiosidad —dijo —. Puesto que no debo… excusarme, ¿qué

haces luego?

—Pues yo —dije desconcertado —meto mi, ya sabes, mi cirio dentro de tu… bueno, y lo muevo. Metiendo y sacando. Y eso es lo que hago. —Siguió un terrible silencio de duda y añadí inquieto —: ¿No es así?

—¿Crees en serio que todo se reduce a eso? ¿Una melodía a una cuerda? —Movió la cabeza lentamente, maravillada. Yo empecé a retirarme —. No, no te vayas. No te muevas. Quédate donde estás y deja que te enseñe como es debido. Para empezar… Me sorprendió, pero agradablemente, saber que hacer el amor debería ser como hacer música, y que «para empezar» los dos músicos deben comenzar la tocata lejos de sus instrumentos principales, utilizando en su lugar los labios y las pestañas y los lóbulos de las orejas, y que la música debe dar placer incluso en su inicio pianisimo. La música subió a vivace cuando Ilaria introdujo como instrumentos sus prominentes pechos y sus pezones suavemente rígidos, y me acarició incitándome a que utilizara la lengua en lugar de los dedos para sacar notas de ellos. Con aquel pizzicato ella cantó literalmente y su voz acompañó la música.

En un breve intervalo entre estos coros, me informó con una voz que apenas era un susurro:

—Acabas de oír el himno del convento.

Me enteré también de que las mujeres poseen realmente la lumaghéta de la cual me habían hablado, y que el término no es correcto en sus dos sentidos. La lumaghéta es una cosa que desde luego se parece algo a un pequeño caracol, pero su función se parece más a la de la clave que utiliza el tocador de laúd para afinarlo. Cuando Ilaria me

hubo demostrado personalmente cómo se manipula la lumaghéta de modo delicado y hábil, conseguí que ella entera soñara y tañera y vibrara deliciosamente como un laúd verdadero. También me enseñó a hacer otras cosas, que no podía hacerse a sí misma, y que nunca se me hubiesen ocurrido. Por ejemplo a veces yo la toqueteaba con mis dedos como a los trastes de una viella, y al instante siguiente utilizaba mis labios sobre ella como si tocara una dulzaina, y luego movía rápidamente la lengua como si fuera un flautista tocando su instrumento.

No fue hasta muy entrado el divertimento de aquella tarde que Ilaria me indicó que juntáramos nuestros instrumentos principales, y tocamos al unísono, y la música subió

en crescendo hasta un climax terrible de tuti fortisimi. Luego nos dedicamos a repetirlo, una y otra vez, durante el resto de la tarde. Después tocamos varias codas, que fueron en progresivo diminuyendo, hasta que quedamos prácticamente vacíos de música. Permanecimos entonces tranquilamente uno al lado del otro, disfrutando de los ecos cada vez más débiles del tremolo… dolce, dolce…, dolce… Cuando hubo pasado algún rato, se me ocurrió hacerle una pregunta galante:

—¿Quieres dar unos saltos por aquí y estornudar?

Tuvo un ligero sobresalto, me miró de lado y murmuró algo que no pude entender. Luego dijo:

—No, grazie, no quiero, Marco. Quiero hablar ahora de mi marido.

—¿Por qué nublar el día? —protesté —. Descansemos un poco más, y luego veamos si podemos tocar otra canción.

—¡Oh, no! Mientras continúe casada seré una mujer casta. No volveremos a hacerlo hasta que mi marido haya muerto.

Antes, cuando impuso esa condición, yo había asentido. Pero ahora tenía una muestra del éxtasis que me aguardaba, y la idea de esperar se me hacía insoportable. Le dije:

—Esto puede durar años, por viejo que él sea.

Ella clavó su mirada en mí y dijo con tono cortante:

—¿Por qué durar? ¿Qué medios pretendes usar?

—¿Yo? —pregunté desconcertado.

—¿P-piensas seguirle continuamente como hiciste la noche anterior? ¿Piensas molestarle así hasta que se muera?

La verdad empezó a filtrarse a través de mi espesa mente. Le pregunté asustado:

—¿Dices en serio que hay que matarle?

—Digo que hay que matarle en serio —contestó con un escueto sarcasmo —. ¿De qué

crees que estuvimos hablando, asenazzo, cuando decidimos que me harías un servicio?

—Pensé que hablabas de… esto —y le toqué tímidamente aquel punto.

—De esto basta. —Y con un movimiento se apartó algo de mí —. Por cierto, si quieres utilizar el lenguaje vulgar, llámalo por lo menos mi mona. No suena tan terrible como la otra palabra.

—¿Y ya no podré tocarte más la mona? —pregunté con tristeza —. ¿Hasta que te haga aquel servicio?

—Los despojos para el vencedor. Has tenido la suerte de pulir tu stiléto, Marco, pero otro bravo podría ofrecerme una espada.

—Un bravo —dije reflexionando —. Sí, un acto así me convertiría en un bravo auténtico,

¿no es cierto?

Ella contestó persuasivamente:

—Y yo preferiría mucho más amar a un valiente bravo que a un asaltante furtivo de esposas ajenas.

—En un armario de casa hay una espada —murmuré para mí ——. Debió de pertenecer a mi padre o a uno de sus hermanos. Es vieja, pero la guardan afilada y brillante.

—No te acusarán de nada, ni siquiera sospecharán de ti. Como todo hombre importante, mi marido tiene muchos enemigos. Personas de su misma edad y posición. Nadie sospechará de un simple… quiero decir de un hombre más joven, que carece de motivos discernibles para quitarle la vida. Te bastará con acercarte a él en la oscuridad, cuando esté solo, y asegurarte de que tu golpe sea certero y de que él no sobreviva lo suficiente para describirte…

—No —le interrumpí —, lo mejor sería encontrarle en una reunión con gente de su rango, donde estuviesen sus enemigos reales. Yo, en estas circunstancias, sin que nadie me viese, podría… Pero no.

De repente comprendí que estaba planeando un asesinato y acabé diciendo sin fuerza:

—Probablemente sería imposible.

—No sería imposible para un b-bravo auténtico —dijo Ilaria con un susurro de paloma —. No lo sería con un premio tan generoso.

Se acercó de nuevo hacia mí y continuó acercándoseme, tentándome con la promesa de aquel premio. Esto despertó en mí varias emociones en conflicto, pero mi cuerpo reconoció sólo una de ellas y levantó su batuta para tocar un saludo de fanfarra.

—No —dijo Ilaria apartándome y adoptando un tono muy práctico —. Una maistra de música puede dar su primera lección gratis, para indicar lo que puede aprender el alumno. Pero si quieres otras lecciones de ejecución más avanzada, has de ganártelas. Ella actuaba de forma inteligente al rechazarme sin haberme saciado completamente. Al final me fui de la casa, pasando de nuevo por la puerta de los criados, con el corazón palpitándome casi dolorosamente, y tan excitado como si ella no me hubiese satisfecho en absoluto. Aquella batuta mía me guiaba y me dirigía, por así decirlo, y su inclinación me conduciría de nuevo al emparrado de Ilaria, fueran cuales fueren sus exigencias. Pareció como si otros hechos conspiraran para llevarme a ese mismo fin. Cuando di la vuelta a la manzana de casas y llegué a la piazza Samarco, la encontré llena de gente que hablaba excitada, y un banditore uniformado proclamó la noticia: El dogo Ranieri Zeno había sufrido un ataque repentino aquella misma tarde en las habitaciones de su palacio. El dogo había fallecido. Se había convocado el Consejo para votar un sucesor a la corona ducal. Toda Venecia observaría tres días de luto antes de celebrarse el funeral del dogo Zeno.

«Bueno —pensé mientras seguía mi camino —, si un gran dogo puede morir, ¿por qué no un noble de menor categoría?» Además pensé que las ceremonias fúnebres obligarían a celebrar más de una reunión de todos aquellos nobles inferiores. Entre ellos estaría el de mi dama y sin duda estarían algunos de sus enemigos y, como ella había sugerido. 8

El difunto dogo Zeno permaneció expuesto durante tres días en su palacio; de día lo visitaban sus respetuosos ciudadanos y de noche lo velaban veladores profesionales. Pasé casi todo ese tiempo en mi habitación, practicando con la vieja pero aún digna espada hasta conseguir cortar y atravesar sin falla maridos fantasmas. Lo más difícil era la simple tarea de llevar la espada conmigo, pues era casi tan larga como mi pierna. No podía deslizaría desenvainada bajo mi cintura u otro lugar porque al andar se me podía clavar en el pie. Para llevarla por la calle tenía que meterla en su vaina y esto dificultaba todavía más su manejo. Además, para ocultarla tendría que llevar mi capa larga y envolverme en ella, y esto me impediría sacar rápidamente la espada y dar la estocada. Mientras tanto, concebía astutos planes. En el segundo día de duelo escribí una nota dibujando cuidadosamente las letras con mi mano de escolar: « ¿Asistirá él al funeral y a la proclamación?» Estudié la frase críticamente y luego subrayé la palabra él para que

no hubiera duda sobre la persona referida. Tracé penosamente mi propio nombre debajo, para que no hubiera confusión sobre el autor de la nota. No la confié a ningún criado sino que la llevé yo mismo a la casa muta, y esperé otro rato interminable hasta que vi salir a él de la casa vestido con su traje negro de luto. Di la vuelta hasta la puerta de detrás, entregué la nota a la vieja portera y le dije que esperaba respuesta. Al cabo de un rato la vieja volvió. No me entregó ninguna respuesta, pero con su dedo huesudo hizo ademán de que la siguiera. Me llevó de nuevo hasta las habitaciones de liaría, y encontré a mi dama estudiando el papel. Parecía algo aturdida, no me recibió

con ningún saludo cariñoso y se limitó a decirme:

—Sé leer, claro, pero no entiendo tu maldita letra. Léemelo. Así lo hice y ella contestó afirmativamente: su marido como todos los demás miembros del Gran Consejo veneciano asistiría tanto a los ritos funerarios del difunto dogo como a la proclamación del nuevo dogo una vez elegido.

—¿Por qué me lo pides?

—Porque así tengo dos oportunidades. Intentaré cumplir con mi… servicio… en el día del funeral. Si me resulta imposible por lo menos sabré cómo actuar mejor en la siguiente reunión de nobles.

Ella me quitó el papel y lo miró.

—No veo mi nombre escrito.

—Claro que no —contesté yo, el experto conspirador —. No iba a comprometer a una lustrisima.

—¿Está tu nombre puesto?

—Sí —señalé con orgullo mi nombre —. Aquí. Éste es, señora mía.

—Tengo entendido que no siempre es muy prudente dejar cosas Por escrito. —Dobló el papel y se lo metió en su corpiño —. Lo guardaré bien.

Iba a decirle que lo rompiera, pero ella continuó con tono displicente:

—Espero que te hayas dado cuenta de que has sido muy imprudente al presentarte sin que yo te llamara.

—Esperé hasta que le vi salir de aquí.

—¿Y si hubiera en casa otra persona, uno de sus parientes o amigos? Escúchame bien. No vuelvas nunca si yo no te llamo.

Sonreí y dije:

—Hasta que seamos libres y…

—Hasta que yo te llame. Ahora vete, y vete de prisa. Estoy esperando a… quiero decir que él puede volver en cualquier momento.

Volví, pues, a casa y continué practicando. Al día siguiente, cuando empezaron las pompe funebri, al anochecer, me encontraba entre los espectadores. En Venecia un entierro, aunque sea del último plebeyo, se lleva a cabo dignificado por toda la pompa que él o su familia pueden permitirse, y en el caso de un dogo el entierro es realmente espléndido. El muerto no iba en su ataúd, sino en una litera abierta, revestido con sus mejores atuendos oficiales, sujetando con sus rígidas manos la maza ceremonial y con un rostro concentrado en una expresión de serena beatería, obra de los maestros de ceremonias. La dogaresa viuda iba a su lado, tan envuelta en velos que sólo se veía su blanca mano descansando sobre el hombro de su difunto marido. Primero pusieron la litera sobre el techo del gran buzino d'oro del dogo, en cuya proa ondeaba a media asta la bandera ducal de color escarlata y oro. Luego la barca avanzó

con una solemne lentitud por los principales canales de la ciudad y parecía que sus cuarenta remos apenas se movieran. Detrás y alrededor suyo se agrupaban negras gondole funerales y batéli y burchielli con crespones, que llevaban a los miembros del Consejo, a la Signoria, a la Quarantia, a los principales clérigos de la ciudad y a los

confratéli de los gremios de las artes, y todo el cortejo iba entonando himnos y cantando plegarias.

Cuando hubieron paseado un rato al difunto por los canales, levantaron la litera, la sacaron de la barca y la cargaron sobre los hombros de ocho de sus nobles. El corteggio tenía que recorrer todas las calles principales del núcleo urbano y, al ser ancianos muchos de los porteadores, los relevos se hacían con frecuencia. De nuevo acompañaban la litera de la dogaresa y toda la corte; ahora iban todos a pie seguidos por bandas de música tocando piezas lentas y tristes, por contingentes de las hermandades flagelantes que se propinaban letárgicamente fingidos azotes y finalmente por todos los venecianos capaces de caminar, ni demasiado jóvenes ni demasiado viejos ni lisiados. No pude hacer nada durante la procesión acuática excepto contemplarla desde la orilla como el resto de los ciudadanos. Pero cuando llegó a tierra comprendí que la suerte favorecía mis planes. Porque también llegó del mar el caligo vespertino: las exequias resultaron así aún más melancólicas y misteriosas envueltas en la niebla, la música quedaba amortiguada y los cantos sonaban lúgubres y huecos. Se encendieron antorchas de pared a lo largo de la ruta, y la mayoría de los participantes cogieron velas y las encendieron. Durante un rato caminé entre el vulgo, cojeando más que caminando porque la espada que llevaba junto a la pierna izquierda me obligaba a moverla rígidamente, pero fui avanzando gradualmente hasta la primera línea de la multitud. Desde allí pude comprobar que casi todos los acompañantes oficiales iban con capa y capuchón, excepto los sacerdotes. También yo iba bien cubierto y en espesa niebla se me podía tomar por uno de los artistas o artesanos de los gremios. Tampoco mi estatura resultaba extraña; la procesión incluía a muchas mujeres con velo no más altas que yo, y a unos cuantos enanos y jorobados más bajos que yo. Continué, pues, avanzando imperceptiblemente entre los acompañantes de la corte incluso pasé más adelante sin que nadie me lo impidiera, hasta que sólo me separaba de la litera y de sus portadores una fila de sacerdotes que mascullaban su pimpirimpára ritual balancean sus incensarios para añadir más humo a la niebla. Yo no era el único acompañante discreto de la procesión. Todo el mundo iba tan envuelto en telas y en la niebla, no menos lanosa que me costó bastante localizar a mi presa. Pero la marcha por las calles duraba mucho y tuve tiempo suficiente para desplazarme cautelosamente de un lado a otro, y lanzando rápidas miradas a la pequeña porción de perfil que sobresalía de las cogullas pude al final descubrir al marido de Ilaria y seguirle los pasos.

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