El Viajero (48 page)

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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

BOOK: El Viajero
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Michael se acercó al ordenador cuántico y contempló los pequeños relampagueos. Nash creía comprender el poder en todas sus formas; pero de repente, Michael se dio cuenta de las limitaciones de la visión del general. La Hermandad estaba tan obsesionada por controlar la humanidad que no miraban más allá.

«Yo soy el guardián de la puerta —pensó Michael—. Soy yo quien controla lo que sucede. Si esa otra civilización quiere entrar en nuestro mundo, seré yo el que decida el modo en que vaya a ocurrir.»

Respiró profundamente y se alejó del ordenador cuántico.

—Muy impresionante, general. Juntos vamos a realizar grandes cosas.

47

Maya cogió el desvío equivocado en el desierto y se perdió buscando la base militar abandonada. Cuando encontró la verja de alambre de espino y la desvencijada puerta, ya se había hecho tarde.

Normalmente se sentía cómoda vistiendo ropa oscura hecha a medida, pero era algo que habría llamado la atención en ese entorno. En su paso por Las Vegas había comprado un pantalón ancho, camisetas y una falda en una tienda del Ejército de Salvación. Esa tarde vestía una falda plisada y un suéter de algodón —lo propio de cualquier colegiala inglesa— y calzaba unos robustos zapatos de puntera metálica, muy efectivos cuando se trataba de lanzar una patada.

Salió de la furgoneta, se echó al hombro el estuche de la espada y se miró en el retrovisor. Fue un error. Sus enmarañados y negros cabellos parecían un revoltijo.

«No importa —se dijo—. Sólo estoy aquí para protegerlo.»

Se encaminó hacia la verja y vaciló; se sentía impulsada a volver a la furgoneta para peinarse.

Estaba furiosa y casi gritaba de rabia, pero no por ello dejó de peinarse rápidamente.

«Idiota —se repetía—. Maldita idiota. Eres una Arlequín. A él no le importas ni tú ni tu pelo.»

Cuando hubo acabado, arrojó el cepillo al interior de la furgoneta con un irritado gesto de la muñeca.

El aire del desierto se estaba haciendo más fresco y habían salido docenas de serpientes reales que reptaban por el asfalto. Dado que nadie la veía, Maya desenvainó la espada del estuche y la tuvo preparada por si alguna se acercaba demasiado. Admitir su propio miedo le resultó más frustrante incluso que el incidente con su pelo.

«No son peligrosas —dijo para sus adentros—. No seas cobarde.»

Pero su irritación fue desvaneciéndose a medida que se acercaba a la caravana aparcada al pie del generador eólico. Gabriel se encontraba sentado a la mesa de picnic, bajo la tela del paracaídas. Cuando la vio, agitó la mano y se puso en pie para saludarla. Maya estudió su expresión. ¿Parecía diferente? ¿Había cambiado? Gabriel sonrió como si acabara de regresar tras un largo viaje. Parecía contento de verla.

—Han pasado nueve días. Empecé a preocuparme por ti anoche, cuando no apareciste.

—Martin Greenwald me envió un mensaje por internet. Como no había tenido noticias de Sophia, supuse que todo iba bien.

La puerta de la caravana se abrió, y Sophia Briggs salió llevando una jarra de plástico y unos vasos.

—Y en este preciso instante todo sigue igual. Buenas tardes, Maya. Bienvenida. —Sophia dejó la jarra en la mesa y miró a Gabriel—. ¿Se lo ha dicho usted?

—No.

—Gabriel ha cruzado las cuatro barreras —dijo a Maya—. Ya puede considerarse la defensora de un Viajero.

En un primer momento Maya se sintió justificada. Todos los sacrificios habían valido la pena si se trataba de defender a un Viajero; pero otras posibilidades mucho más siniestras le cruzaron por la mente. Su padre había tenido razón: la Tabula se había vuelto demasiado poderosa. Al final acabaría encontrando a Gabriel y entonces él moriría. Todo lo que ella había hecho —localizarlo y ponerlo en manos del Rastreador— no había hecho más que empujarlo a su propia destrucción.

—Es fantástico —contestó—. Esta mañana me he puesto en contacto con nuestro amigo en París. Nuestro informador nos ha dicho que Michael también ha conseguido cruzar.

Sophia asintió.

—Nosotros nos enteramos antes que usted. Gabriel lo vio justo antes de salir de la barrera de fuego.

Mientras el sol se ponía, los tres se quedaron sentados bajo el paracaídas bebiendo limonada liofilizada. Sophia se ofreció a preparar la cena, pero Maya rechazó la idea. Hacía demasiado tiempo que Gabriel estaba allí y era el momento de marcharse. Sophia recogió una serpiente real que se había enroscado bajo la mesa y la llevó hasta el silo. Al volver parecía cansada y un poco triste.

—Adiós, Gabriel. Vuelva por aquí si puede.

—Lo intentaré.

—En la antigua Roma, cuando un general regresaba de una campaña victoriosa le organizaban un desfile de bienvenida por las calles de la ciudad. Primero iban las armaduras de los hombres que había matado y los estandartes capturados. A continuación, los prisioneros y sus familias seguidos del ejército del victorioso general con sus oficiales. Por último, aparecía el gran hombre en su carro dorado. Un sirviente llevaba las riendas de los caballos mientras que otro sostenía una corona de laurel encima de la cabeza del general al tiempo que le susurraba al oído: «Recuerda que no eres más que un mortal. Recuerda que no eres más que un mortal».

—¿Me estás previniendo, Sophia?

—Un viaje a los otros dominios no siempre enseña a ser compasivo. Un Viajero Insensible es aquel que ha tomado el camino equivocado y utiliza su poder para traer más sufrimiento a este mundo.

Maya y Gabriel regresaron a la furgoneta. Luego, se internaron por la carretera de doble dirección que atravesaba el desierto. Las luces de la ciudad de Phoenix resplandecían en el horizonte, por poniente; pero el cielo estaba limpio y se podían ver tres cuartos de luna y la lechosa claridad de la Vía Láctea.

Mientras conducía, Maya le explicó su plan. En esos momentos necesitaban dinero, un lugar seguro donde ocultarse y distintos medios falsos de identificación. Linden estaba enviando dólares norteamericanos a varios contactos en Los Ángeles. Hollis y Vicki seguían en la ciudad. Iba a ser conveniente poder contar con aliados.

—No los llames «aliados» —dijo Gabriel—. Son amigos.

Maya deseó poder decirle que no estaban en situación de tener amigos. Él era su obligación prioritaria y sólo estaba dispuesta a arriesgar la vida por una sola persona. La principal responsabilidad de Gabriel consistía en esquivar a la Tabula y sobrevivir.

—Son amigos —repitió Gabriel—. Eso lo entiendes, ¿no?

Maya decidió cambiar de tema.

—Bueno, explícame cómo fue. ¿Qué experimentaste al cruzar las barreras?

Gabriel le describió el infinito cielo, el desierto y el vasto océano. Por último le contó que había visto a su hermano en la iglesia ardiendo.

—¿Y hablaste con él?

—Lo intenté, pero ya estaba cruzando. Cuando volví, Michael ya había desaparecido.

—Nuestro espía en la Tabula nos dice que tu hermano se muestra muy dispuesto a cooperar.

—No sé si será verdad. Sólo intenta sobrevivir.

—Es algo más que simple supervivencia: los está ayudando.

—¿Y ahora te preocupa que pueda convertirse en un Viajero Insensible?

—Podría ocurrir. Un Viajero Insensible es alguien que ha sido corrompido por el poder. Puede causar una enorme devastación en este mundo.

Condujeron en silencio durante varios kilómetros. Maya no dejaba de mirar por el retrovisor, pero nadie los seguía.

—Pero ¿los Arlequines no protegen a los Viajeros Insensibles?

—Claro que no.

—¿Los matáis?

La voz del Viajero había sonado con un tono distinto, y Maya se volvió para mirarlo. Gabriel la observaba con toda la intensidad de su mirada.

—¿Los matáis? —repitió.

—A veces. Si podemos.

—¿Y tú matarías a mi hermano?

—Si fuera necesario...

—¿Y qué hay de mí? ¿Me matarías a mí también?

—Todo esto no son más que conjeturas, Gabriel. No creo que debamos hablar de ello.

—No me mientas. Puedo leer tu respuesta.

Maya sujetó con fuerza el volante, sin atreverse a mirar a Gabriel. A unos cien metros por delante de ellos, una forma negra cruzó la carretera a toda velocidad y desapareció entre la maleza.

—Tengo el poder, pero no sé cómo controlarlo —murmuró Gabriel—. Soy capaz de acelerar mi percepción y verlo todo claro, pero sólo durante un momento.

—Puedes ver todo lo que desees, pero no pienso mentirte. Si te conviertes en un Viajero Insensible tendré que matarte. No podrá ser de otra manera.

La cautelosa solidaridad que los unía, el placer de verse el uno al otro había desaparecido. En silencio, siguieron avanzando por la desierta carretera.

48

Lawrence Takawa apoyó la mano en la mesa de la cocina y se quedó mirando el pequeño bulto bajo la piel, donde le habían insertado el chip de identificación del Enlace de Protección. Con la mano izquierda cogió una hoja de afeitar y contempló su agudo filo.

«Hazlo —se dijo—. Tu padre no tenía miedo.»

Contuvo el aliento e hizo una breve pero profunda incisión. La sangre brotó de la herida y goteó sobre la mesa.

Nathan Boone había estudiado las fotos tomadas por las cámaras de vigilancia en la recepción del hotel New-York, New-York de Las Vegas. Estaba claro que Maya era la joven rubia que se había registrado utilizando la tarjeta de Michael Corrigan. Un mercenario había sido enviado de inmediato al establecimiento, pero la Arlequín había conseguido escapar. Veinticuatro horas más tarde, uno de los equipos de seguridad de Boone había localizado la moto de Gabriel en el aparcamiento del hotel. ¿Estaría Gabriel viajando con Maya o tan sólo se trataba de una maniobra para despistarlo?

Boone decidió tomar un avión hasta Nevada para interrogar personalmente a todos los que habían tenido algún contacto con la Arlequín. Conducía de camino al aeropuerto de Westchester cuando recibió una llamada telefónica de Simon Leutner, el principal responsable del centro de ordenadores que la Hermandad tenía oculto en Londres.

—Buenos días, señor. Soy Leutner.

—¿Qué ocurre? ¿Han encontrado a Maya?

—No, señor. Esto se refiere a otro asunto. Hace una semana, usted me ordenó que hiciera una comprobación de seguridad con todos los empleados de la Fundación Evergreen. Además de las llamadas telefónicas de rigor y del análisis de las tarjetas de crédito, intentamos verificar si alguien había utilizado el código de acceso para entrar en nuestros sistemas.

—Ése sería un objetivo lógico.

—El ordenador realiza un barrido de los códigos de acceso cada veinticuatro horas. Lo único que averiguamos fue que un empleado de Nivel Tres llamado Lawrence Takawa había entrado en un sector de información no autorizado.

—Yo trabajo con el señor Takawa. ¿Está usted seguro de que no se trata de un error?

—En absoluto. Takawa estaba utilizando el código de acceso del general Nash, pero la información fue a parar directamente a su ordenador personal. Supongo que no sabía que la semana pasada instalamos un dispositivo de rastreo de destinos.

—¿Y cuál era el objetivo del señor Takawa?

—Buscaba cualquier envío especial hecho desde Japón para nuestro centro administrativo de Nueva York.

—¿Dónde se encuentra ese empleado en estos momentos? ¿Ha comprobado su ubicación mediante el Enlace de Protección?

—Sigue en su residencia del condado de Westchester. Según el registro del día ha informado de que hoy no iría a trabajar por culpa de una infección vírica.

—En caso de que salga de su casa, hágamelo saber.

Boone llamó al piloto que le esperaba en el aeropuerto y pospuso su vuelo. Si Lawrence Takawa estaba ayudando a los Arlequines, eso significaba que la seguridad de la Hermanad había quedado seriamente comprometida. Un traidor era igual que un tumor oculto en alguna parte del cuerpo. Iban a necesitar un buen cirujano —alguien como Boone— para que extirpara el tejido maligno.

La Fundación Evergreen era la propietaria de todo un edificio de oficinas en Manhattan situado en la esquina de la calle Cuarenta y cuatro con Madison. Dos terceras partes las utilizaban los empleados oficiales de la Fundación que supervisaban las solicitudes de fondos para la investigación y gestionaban su aprobación. Esos empleados, apodados los Corderos, no tenían el menor conocimiento de la existencia de la Hermandad ni de sus actividades.

La Hermandad ocupaba los ocho últimos pisos del edificio, a los que se accedía mediante una serie de ascensores privados e independientes. En el directorio del edificio constaban como la sede de una organización no lucrativa llamada Nations Stand Together que supuestamente ayudaba a que las naciones del Tercer Mundo mejoraran sus defensas antiterroristas. Dos años antes, en una reunión de la Hermandad celebrada en Londres, Lawrence Takawa había conocido a una joven suiza que era la encargada de responder a las llamadas telefónicas y a los correos electrónicos enviados a Nations Stand Together. Según parecía, el embajador de Togo ante Naciones Unidas estaba convencido de que la organización deseaba conceder a su país un generoso crédito para que comprara equipos de rayos X para los aeropuertos.

Lawrence sabía que el edificio tenía un punto vulnerable. Los guardias de seguridad de la planta baja eran Corderos que no sabían nada de las otras actividades de la Hermandad. Después de dejar el coche aparcado en un solar de la calle Cuarenta y ocho, caminó por Madison hasta el edificio y entró en el vestíbulo. A pesar de que fuera hacía frío, había dejado el abrigo y el guardapolvo en el coche. No llevaba maletín, sólo una taza de café tapada y un sobre de papel marrón. Formaba parte del plan.

Mostró su tarjeta de identificación al guardia más mayor de la recepción y le sonrió.

—Voy a las oficinas de Nations Stand Together en el piso veintitrés.

—Sitúese en el recuadro amarillo, señor Takawa.

Lawrence se colocó ante el escáner de iris, una gran caja gris instalada en el mostrador de seguridad. El vigilante apretó un botón, y una cámara fotografió los ojos de Lawrence; a continuación, comparó las imperfecciones de sus iris con los datos del archivo y brilló una luz verde. El guardia hizo un gesto de asentimiento a su joven colega hispano que había al final del mostrador.

—Enrique, por favor, acompañe al señor Takawa hasta la planta veintitrés.

El joven vigilante lo acompañó hasta los ascensores y pasó una tarjeta por el sensor. Lawrence se quedó solo. Mientras el ascensor ascendía en silencio, abrió el sobre marrón y sacó una tabla sujetapapeles con unos cuantos impresos de aspecto oficial. De haber llevado abrigo o maletín, algún empleado podría haberle preguntado adónde iba; pero un joven bien vestido y de aspecto confiado que llevara un sujetapapeles no podía ser otra cosa que un colega. Quizá se tratara de un recién incorporado al servicio informático que regresaba de su momento de descanso. Los ladrones no llevaban tazas de café recién hecho.

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