El Viajero (31 page)

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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

BOOK: El Viajero
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—He dicho que no se me molestara —espetó a su interlocutor—. ¿Sí? ¿De veras? Qué interesante. Bueno, ¿por qué no se lo preguntan a él?

Nash bajó el móvil y miró a Michael con el ceño fruncido. Parecía un empleado de banca que hubiera descubierto un problema en la solicitud de un préstamo.

—Lawrence Takawa está al teléfono. Dice que piensa usted atacarme o intentar escapar.

Michael aferró los brazos del sillón y contuvo la respiración unos segundos.

—No... No sé de qué me está hablando.

—Por favor, Michael. No malgaste su tiempo intentando engañarme. En estos momentos está usted siendo controlado por un escáner de infrarrojos. Lawrence Takawa dice que muestra un nivel cardíaco acelerado, alta sudoración y señales de calor alrededor de los ojos. Todo ello muestra evidente de una reacción de «lucha o escapa», lo cual me lleva a mi primera pregunta: ¿piensa atacarme o escapar?

—Dígame simplemente por qué quería matar a mi padre.

Nash escrutó el rostro de Michael y optó por proseguir con la conversación.

—No se preocupe —dijo por teléfono a Takawa—. Creo que vamos progresando. —Desconectó el móvil y se lo guardó en el bolsillo.

—¿Acaso era mi padre un criminal? —preguntó Michael—. ¿Había robado algo?

—¿Recuerda el Panóptico? El modelo funciona perfectamente si toda la humanidad vive en un edificio, pero no sirve si un solo hombre puede abrir la puerta y salirse del sistema.

—¿Y mi padre podía hacer eso?

—Sí. Es lo que llamamos un Viajero. Su padre era capaz de proyectar su energía neural fuera del cuerpo y viajar a otras realidades. Nuestro mundo es el Cuarto Dominio. Existen barreras inamovibles que uno ha de franquear para entrar en otros dominios. Desconocemos si su padre los exploró todos. —Nash miró fijamente a Michael—. La habilidad para salir de este mundo parece tener un origen genético. Quizá usted podría tenerla. Usted y Gabriel podrían tener ese don.

—¿Y ustedes son la Tabula?

—Ése es el nombre que nos han dado nuestros enemigos. Como le he dicho, nos llamamos la Hermandad. La Fundación Evergreen es nuestra institución cara al público.

Michael bajó la vista y la clavó en su bebida mientras intentaba pensar en una estrategia. Si seguía vivo era porque querían algo. «Quizá podría tenerla.» Sí. Eso era. Su padre había desaparecido y necesitaban un Viajero.

—Todo lo que sé de su fundación es lo que he visto en los anuncios de la televisión.

Nash se levantó y fue hasta la ventana.

—Los de la Hermandad son verdaderos idealistas. Lo que deseamos es lo mejor para el mundo: paz y prosperidad para todos. Y la única manera de conseguirlo es mediante la paz política y social.

—¿Metiendo a todo el mundo entre rejas?

—¡Usted no lo entiende, Michael! En la actualidad la gente está asustada del mundo que la rodea, y ese miedo es fácilmente detectable y mantenible. La gente desea estar en nuestro Panóptico virtual. Allí la vigilaremos como buenos pastores. Será monitorizada, controlada y protegida de lo desconocido.

»Por otra parte, en contadas ocasiones reconoce esa prisión como tal. Siempre hay alguna distracción: una guerra en Oriente Próximo, un escándalo que salpica a celebridades, la Copa del Mundo o la Superbowl; drogas, legales e ilegales; publicidad, nuevas canciones, cambios en la moda... Es posible que el miedo induzca a la gente a entrar en nuestro Panóptico, pero nosotros la mantenemos entretenida mientras se encuentra dentro.

—Y entretanto se dedican a matar Viajeros.

—Tal como le he dicho, esa estrategia se ha quedado anticuada. En el pasado respondíamos igual que un cuerpo sano que rechaza un virus. Todas las leyes básicas están escritas y en una multitud de idiomas. Las reglas son claras. La humanidad únicamente tiene que aprender a obedecer, pero siempre que una sociedad ha estado a punto de alcanzar cierto grado de estabilidad ha aparecido un Viajero con nuevas ideas y deseos de cambiarlo todo. Mientras los poderosos y los sabios se dedicaban a levantar catedrales, los Viajeros no dejaban de socavar los cimientos ocasionando todo tipo de problemas.

—¿Y qué ha cambiado? —preguntó Michael—. ¿Por qué no han acabado conmigo?

—Nuestros científicos empezaron a trabajar en el llamado ordenador cuántico y consiguieron resultados inesperados. No voy a darle todos los detalles esta noche, Michael. Lo único que necesita saber es que un Viajero puede ayudarnos a dar un fantástico salto adelante en materia tecnológica. Si el Proyecto Crossover funciona, la historia cambiará para siempre.

—Y usted quiere que me convierta en Viajero...

—Sí. Exactamente.

Michael se levantó del sillón y se acercó al general Nash. En esos momentos se había recobrado de su reacción al escáner de infrarrojos. Cabía la posibilidad de que aquella gente pudiera leerle el ritmo cardíaco y la temperatura de la piel, pero eso no iba a cambiar nada.

—Hace un momento dijo que su organización asaltó la casa de mi familia.

—Yo no tuve nada que ver en eso, Michael. Fue un lamentable accidente.

—Incluso suponiendo que decidiera olvidarme del pasado y ayudarlo, no significa que automáticamente vaya a convertirme en Viajero. No sé cómo «viajar» a ninguna parte. Mi padre no nos enseñó nada aparte de esgrima con espadas o cañas de bambú.

—Sí. Estoy al corriente de eso. ¿Ha visto nuestro centro de investigación? —Nash hizo un gesto con la mano abarcando el complejo, y Michael miró por la ventana. Luces de seguridad iluminaban las vigiladas instalaciones. El despacho de Nash se hallaba en el último piso de un moderno edificio conectado con los demás mediante pasillos cubiertos. En mitad del cuadrilátero había una quinta edificación con el aspecto de un cubo de color blanco. Las paredes exteriores de mármol eran lo bastante delgadas para hacer que la luz de su interior lo hiciera resplandecer—. Si usted tiene el don de ser un Viajero, nosotros contamos con el personal y la tecnología para ayudarlo a conseguirlo. En el pasado, los Viajeros eran instruidos por sacerdotes herejes, ministros de Dios disconformes o rabinos atrapados en el gueto. La fe religiosa y el misticismo dominaban todo el proceso. En ocasiones no funcionaba. Como podrá ver no hay desorganización en nuestro sistema.

—De acuerdo. Está claro que tienen grandes edificios y mucho dinero, pero eso no significa que yo sea un Viajero.

—Si lo consigue, nos ayudará a cambiar la historia. Incluso aunque fracase le proporcionaremos un entorno confortable. Nunca más tendrá que trabajar.

—¿Y qué pasa si me niego a cooperar?

—No creo que ocurra tal cosa. No lo olvide: lo sé todo de usted, Michael. Nuestro personal lleva semanas investigándolo. A diferencia de su hermano, usted es ambicioso.

—Deje a Gabriel fuera de esto —repuso Michael en tono cortante—. No quiero que nadie lo persiga.

—No necesitamos a Gabriel: lo tenemos a usted. Y ahora le estoy ofreciendo una gran oportunidad. Usted es el futuro, Michael. Usted va a ser el Viajero que traerá la paz al mundo.

—La gente seguirá peleándose.

—¿Recuerda lo que le he dicho? Todo se reduce a miedo y distracción. El miedo hará que la gente quiera entrar en nuestro Panóptico virtual; y, una vez allí, nosotros la mantendremos feliz y contenta. La gente será libre para tomar drogas antidepresivas, endeudarse y ponerse a régimen mientras contempla la televisión. La sociedad podrá parecer desorganizada, pero será muy estable. Cada equis años escogeremos un muñeco diferente para que nos haga discursos desde el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca.

—Pero ¿quién tendrá realmente el control?

—La Hermandad, naturalmente. Y usted formará parte de la familia y nos guiará hacia delante.

Nash apoyó una mano en el hombro de Michael. Fue un gesto amistoso, como si fuera un tío cariñoso o un nuevo padrino. «Formará parte de la familia y nos guiará hacia delante», pensó Michael. Contempló por la ventana el blanco edificio.

El general Nash se apartó de él y fue hacia el bar.

—Deje que le sirva otra copa. Pediremos la cena: solomillo o
sushi
, lo que prefiera. Luego, hablaremos. La mayoría de la gente pasa por la vida sin conocer la verdad de los acontecimientos capitales de su época. Contemplan una farsa que se representa al borde del escenario mientras el verdadero drama tiene lugar tras el telón.

»Esta noche levantaré ese telón y nos daremos una vuelta entre bambalinas para ver cómo funciona la tramoya y cómo se comportan los actores en la sala de maquillaje. La mitad de lo que le enseñaron en el colegio no eran más que ficciones. La historia no es más que un teatro de marionetas para mentes infantiles.

32

Gabriel se despertó en la habitación del motel y vio que Maya no estaba. Sin hacer ruido, la joven se había levantado de la cama y vestido. A Gabriel se le antojó extraño que hubiera metido las sábanas y colocado bien las almohadas bajo la arrugada colcha. Era como si hubiera querido borrar cualquier rastro de su presencia y del hecho de que ambos habían pasado la noche compartiendo el mismo espacio.

Se sentó en la cama y se apoyó contra el endeble cabezal. Desde el momento en que había salido de Los Ángeles no había dejado de dar vueltas a lo que significaba ser un Viajero. Los seres humanos, ¿eran sólo una máquina biológica o existía algo eterno en su interior, la chispa de esa energía que Maya llamaba la Luz? Aun suponiendo que algo de aquello fuera cierto, no implicaba que él tuviera el don de «viajar».

Gabriel intentó pensar en otro mundo, pero se vio asaltado por pensamientos inconexos. No podía controlar su mente, que iba dando saltos como un mono encerrado en una jaula, trayendo imágenes de antiguas novias, de carreras de motos por la montaña y letras de viejas canciones. Oyó un zumbido y abrió los ojos. Una mosca se estrellaba repetidas veces contra el cristal de la ventana.

Furioso consigo mismo, fue al baño y se echó agua en la cara. Maya, Hollis y Vicki habían arriesgado su vida por él, pero se iban a llevar una decepción. Gabriel se sentía como quien intenta colarse en una fiesta fingiendo ser alguien importante. El Rastreador —si existía— se reiría de sus pretensiones.

Cuando volvió a la habitación vio que el ordenador portátil de Maya y su bolsa de viaje estaban al lado de la puerta. Eso significaba que se encontraba en algún sitio, cerca. ¿Y si había salido con la furgoneta a buscar comida? No podía ser: en la zona no había ningún restaurante ni tienda de comestibles.

Gabriel se vistió y salió a la zona de aparcamiento. La anciana señora que regentaba el motel había apagado el rótulo de neón, y la recepción estaba a oscuras. El cielo del amanecer era de color lavanda, con finas nubes plateadas. Caminó hacia el ala sur del motel y vio a Maya de pie sobre una losa de cemento rodeada de artemisas. La losa parecía parte de los cimientos de una casa abandonada en el desierto.

Maya parecía haber encontrado una barra de hierro entre los restos de la construcción porque, blandiéndola como si de una espada se tratase, realizaba una serie de gestos rituales y combinaciones parecidas a las que él había visto en las escuelas de kendo. Parada. Lanzamiento. Defensa. Cada movimiento se fundía grácilmente con el anterior y el siguiente.

Desde la distancia, Gabriel podía observar a Maya y mantenerse alejado de su intensa concentración. Nunca había conocido a nadie como aquella Arlequín. Sabía que se trataba de una guerrera capaz de matar sin vacilar, pero también que había pureza y sinceridad en su forma de enfrentarse al mundo. Viéndola practicar, se preguntó si a Maya le interesaba algo más aparte de su ancestral obligación, de la violencia que se había adueñado de su vida.

Una vieja escoba yacía junto a los cubos de la basura. Gabriel le arrancó el palo y fue con él hasta donde se encontraba Maya. Al verlo, ella dejó de moverse y bajó su improvisada arma.

—Me han dado algunas lecciones de kendo —dijo Gabriel—, pero tú pareces una experta. ¿Quieres que practiquemos juntos?

—Un Arlequín nunca debe luchar con un Viajero.

—Puede que yo no sea ningún Viajero, ¿vale? Deberíamos aceptar esa posibilidad, y esto no es lo que se diría precisamente una espada —contestó Gabriel haciendo girar el palo de la escoba.

Lo sujetó con ambas manos y se lanzó contra Maya no muy deprisa. Ella detuvo el golpe suavemente y balanceó su arma hacia la izquierda. Las suelas de las botas de motorista de Gabriel hacían un leve ruido al rozar el suelo y moverse sobre la losa. Por primera vez tenía la sensación de que Maya lo miraba y lo trataba como un igual. La joven incluso sonrió un par de veces cuando él bloqueó sus arremetidas e intentó sorprenderla con un movimiento inesperado. Luchando con elegancia y precisión, se movieron bajo el majestuoso cielo.

33

Cuando cruzaron la frontera del estado de Nevada empezó a hacer calor. Al abandonar California, Gabriel se quitó el casco y lo tiró dentro de la furgoneta, se puso unas gafas de sol y aceleró por delante de Maya. Ella observó cómo el viento le agitaba las mangas de la camiseta y los bajos de los tejanos. Giraron en dirección sur, hacia el río Colorado y su punto de cruce en Davis Dam.

Piedras rojas. Cactos saguaro. Ondas de calor vibrando sobre el asfalto. Al acercarse a una población llamada Searchlight, Maya vio al lado de la carretera una serie de carteles pintados a mano: «Paradise Dinner. A siete kilómetros. ¡Un coyote vivo para los niños!». «Paradise Dinner. A tres kilómetros. ¡A comer!»

Gabriel le hizo un gesto con la mano —«Vamos a desayunar»— y cuando apareció el Paradise se detuvo en el aparcamiento sin asfaltar. El establecimiento era un edificio de techo plano que asemejaba un vagón de tren de mercancías con ventanas. En el techo había un gran aparato de aire acondicionado. Sosteniendo el estuche de la espada, Maya estudió el lugar antes de decidirse a entrar. Una puerta delantera. Una puerta trasera. Delante había aparcada una baqueteada camioneta roja. A un lado había otra con un techo de acampada sobre la plataforma de carga.

Gabriel caminó hacia Maya moviendo los hombros para relajar sus agarrotados músculos.

—No creo que vayamos a necesitar eso —le dijo señalando el estuche—. Sólo se trata de desayunar, Maya. No se va a desencadenar la Tercera Guerra Mundial.

Ella se vio a través de los ojos de Gabriel: la demencia Arlequín, la constante paranoia.

—Mi padre me entrenó para que llevara armas siempre.

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