—Estoy..., estoy mareada —repuso Maya—. Déme un minuto. Eso es todo.
El sudor le caía por el cuello. Se concentró, metió el dedo por debajo de la funda y sacó la mano del agua. Esta vez la gelatina, todavía húmeda, brillaba en la punta de su dedo.
La azafata, una mujer mayor, la fulminó con la mirada mientras Maya volvía a su asiento.
—¿Es que no ha visto la señal?
—Lo siento —masculló Maya—, pero estaba muy mareada. Estoy segura de que lo entiende.
El avión dio otro brinco mientras se abrochaba el cinturón y aprestaba su mente para la batalla. Se suponía que un Arlequín que llegaba por primera vez a un país extranjero tenía que ser recibido por el contacto local, que le facilitaría armas, dinero y documentos. Maya llevaba su espada y su cuchillo escondidos en el trípode de la cámara. Ambas armas habían sido manufacturadas en Barcelona por un armero catalán que las probaba con su propio equipo de rayos X.
Shepherd le había prometido que la esperaría en el aeropuerto; sin embargo, el Arlequín norteamericano mostró su habitual incompetencia. Durante los tres días previos a la salida de Maya de Londres, Shepherd cambió tres veces de opinión y después le envió un correo electrónico avisándola de que lo seguían y que, en consecuencia, se veía obligado a tener cuidado con sus movimientos. Al final, Shepherd se había puesto en contacto con un Jonesie, y ésa iba a ser la persona que se reuniría con ella en la terminal.
«Jonesie» era el apodo de los miembros de la Divina Congregación de Isaac T. Jones. Se trataba de un pequeño grupo de afroamericanos que creían que un Viajero llamado Isaac T. Jones había sido el más grande profeta sobre la Tierra. Jones fue un zapatero remendón que había vivido en Arkansas en 1880. Al igual que muchos Viajeros comenzó predicando un mensaje espiritual y, después, empezó a difundir ideas que desafiaban a la autoridad. En el sur de Arkansas, tanto los aparceros negros como los blancos estaban controlados por un reducido grupo de poderosos terratenientes. Aquel profeta predicaba a los granjeros que rompieran los contratos que los mantenían en la esclavitud económica.
En 1889 Jones fue falsamente acusado de tocar a una mujer blanca que había ido a su tienda a recoger unos zapatos. Fue detenido por el sheriff local, y esa misma noche murió linchado por una turba que irrumpió en su celda. La noche en que Jones fue martirizado, un vendedor ambulante llamado Zachary Goldman se encontraba en la misma celda de la cárcel. Cuando la multitud forzó la entrada, Goldman mató a tres personas con la escopeta del sheriff y a dos más con una barra de hierro. La turba se echó encima de Goldman, y el joven fue castrado y después quemado vivo en la misma hoguera que consumía a Isaac Jones.
Únicamente los verdaderos creyentes conocían la historia real: que Zachary Goldman era un Arlequín llamado León del Templo y que había llegado a Jackson City con el dinero suficiente para sobornar al sheriff y sacar de la ciudad al Profeta. Tras la huida del sheriff, Goldman se había quedado en la cárcel y había muerto defendiendo al Viajero.
La congregación siempre había sido aliada de los Arlequines, pero su relación había cambiado desde la década anterior. Unos cuantos Jonesie creían que Goldman no había estado realmente en la cárcel, y que los Arlequines se habían inventado la historia en su propio beneficio. Otros opinaban que su comunidad había hecho tantos favores a los Arlequines que la deuda de Goldman había sido pagada tiempo atrás. Les inquietaba que otro Viajero corriera por el mundo porque ninguna nueva revelación debía sustituir las enseñanzas del Profeta. Sólo un puñado de tenaces Jonesie se llamaban a sí mismos los DNP —una abreviatura de «Deuda No Pagada»—. Un Arlequín había muerto con el Profeta durante su martirio, y era su deber hacer honor a semejante sacrificio.
Una vez en el aeropuerto de Los Ángeles, Maya recogió su bolsa de ropa, la maleta de la cámara y el trípode y pasó el control de inmigración con su pasaporte alemán. Las lentes de contacto y las fundas dactilares funcionaron a la perfección.
—Bienvenida a Estados Unidos —le dijo el hombre de uniforme, y ella le sonrió educadamente. Luego, siguió las flechas verdes de los pasajeros sin nada que declarar y caminó por una larga rampa hasta la zona de recepción.
Cientos de personas se apretujaban contra la baranda de hierro, esperando a los pasajeros que llegaban. Un chófer de limusinas alzó un cartel con el nombre de alguien llamado Kaufman. Una joven con una ceñida falda y altos tacones corrió a echarse en brazos de un soldado estadounidense. La chica reía y lloraba a la vez por su enjuto novio, y Maya sitió una punzada de envidia. El amor lo hacía a uno vulnerable. Si uno entregaba el corazón a otra persona, ésta podía morir o abandonarla. A pesar de todo, Maya se veía rodeada de muestras de amor. La gente se abrazaba y agitaba carteles caseros de bienvenida. «Te queremos, David. ¡Bienvenido a casa!»
Maya no tenía idea de cómo encontrar al Jonesie. Haciendo ver que estaba buscando a un amigo, paseó por la terminal. «¡Maldito Shepherd!», pensó. Su padre era un letón que había salvado cientos de vidas durante la Segunda Guerra Mundial. El nieto se había apropiado del venerado nombre Arlequín, pero siempre había sido un tonto.
Maya llegó a la salida, dio media vuelta y regresó a la barrera de seguridad. Quizá debiera buscar y localizar al contacto de reserva que Linden la había facilitado: un hombre llamado Thomas que vivía al sur del aeropuerto. Thorn había pasado años haciendo aquello: viajando a otros países donde contrataba mercenarios y buscaba Viajeros. En esos momentos, Maya se veía entregada a sus propios recursos y se sentía un tanto insegura y asustada.
Se dio un margen de cinco minutos y entonces se fijó en una joven negra con un vestido blanco que se hallaba de pie en el mostrador de Información. La mujer sostenía un pequeño ramo de rosas como obsequio de bienvenida. Entre las flores se veían tres relucientes diamantes de cartón: la señal Arlequín. Mientras se acercaba, Maya vio que la joven llevaba pinchada en la solapa una foto de un hombre negro de aspecto muy solemne. Era la única foto conocida de Isaac T. Jones.
Victory From Sin Fraser
[3]
permaneció en medio de la terminal sosteniendo el ramo de rosas. Al igual que la mayoría de miembros de su congregación había conocido a Shepherd durante los ocasionales viajes de éste a Los Ángeles. Con su simpática sonrisa y elegante forma de vestir, el hombre le había parecido tan convencional que a Vicki le había costado creer que se trataba de un Arlequín. En su imaginación, los Arlequines eran exóticos guerreros capaces de caminar por las paredes y de atrapar balas con los dientes. Siempre que era testigo de algún comportamiento cruel pensaba en un Arlequín entrando por la ventana o saltando desde algún tejado para impartir justicia de inmediato.
Vicki se apartó del mostrador y vio a una joven que se le acercaba. Cargaba con una bolsa de viaje, un cilindro metálico colgado del hombro y una cámara de vídeo con su correspondiente trípode. Llevaba gafas de sol y el cabello castaño muy corto. A pesar de que su cuerpo era delgado, tenía un rostro abotargado y poco atractivo. Cuando la tuvo cerca, Vicki percibió en ella una actitud feroz y peligrosa, una fuerza apenas controlada.
La mujer se detuvo ante Vicki y la examinó con la mirada.
—¿Me estaba buscando? —preguntó con un ligero acento inglés.
—Me llamo Vicki Fraser. Estoy esperando a alguien que conoce a un amigo de nuestra congregación.
—Ése debe de ser el señor Shepherd.
Vicki asintió.
—Me dijo que me ocupara de usted hasta que él encuentre un lugar de reunión suficientemente seguro. En estos momentos hay gente vigilándolo.
—De acuerdo. Vayámonos de aquí.
Salieron de la terminal internacional entre la multitud y cruzaron una estrecha calle hasta la estructura de cuatro plantas del aparcamiento. Maya se negó a que Vicki le llevara el equipaje. No dejaba de mirar por encima del hombro, como si esperara que la siguieran. Mientras subían por la escalera de cemento, agarró a Vicki del brazo y la obligó a volverse.
—¿Adónde vamos?
—Esto... Yo... he aparcado en la segunda planta.
—Baje conmigo.
Volvieron a la planta baja. Una familia de hispanos parloteando en español pasó por su lado camino de la escalera. La Arlequín se volvió, mirando en todas direcciones. Nada.
Subieron nuevamente, y Vicki se encaminó hacia un Chevrolet sedán con una pegatina en la ventanilla donde se leía: «Entérate de la Verdad. ¡Isaac T. Jones murió por ti!».
—¿Dónde está mi escopeta?
—¿Qué escopeta?
—Se supone que usted ha de proveerme de armas, dinero y documentación norteamericana. Ése es el procedimiento habitual.
—Lo siento, señorita..., señorita Arlequín. Shepherd no me dijo nada de eso. Simplemente me pidió que llevara algo en forma de diamante y que me reuniera con usted en la terminal. Mi madre no quería que yo lo hiciera, pero he venido a pesar de todo.
—Abra el maletero, o como sea que lo llame.
Vicki sacó torpemente las llaves y lo abrió. Estaba lleno de latas de aluminio y botellas de plástico que se disponía a dejar en un centro de reciclaje. Se avergonzó de que la Arlequín las viera.
La desconocida dejó la cámara y el trípode en el maletero. Miró a su alrededor. Nadie las observaba. Sin mediar palabra, abrió los escondites del trípode y sacó dos cuchillos y una espada. Todo aquello parecía demasiado rudo. Vicki recordó que los imaginarios Arlequines de sus sueños llevaban espadas de oro y saltaban por el aire con cuerdas. El arma que tenía ante los ojos era una espada de verdad y parecía muy afilada. Sin saber qué decir, recitó un pasaje de las
Cartas escogidas de Isaac T. Jones
:
—«Cuando llegue el mensajero final, el Maligno caerá en el Más Oscuro de los Dominios y las espadas serán transformadas en Luz.»
—Suena precioso. —La Arlequín deslizó la espada en el cilindro metálico—. Pero hasta que llegue ese momento, mantendré la mía bien afilada.
Se subieron en el coche, y la Arlequín ajustó el retrovisor para poder ver si alguien las seguía.
—Vámonos de aquí —dijo—. Necesitamos ir a alguna parte donde no haya cámaras de vigilancia.
Salieron del edificio de aparcamiento, se unieron al tráfico que rodeaba el aeropuerto y giraron por Sepulveda Boulevard. Era noviembre, pero el aire resultaba cálido, y los rayos del sol se reflejaban en cada vidrio y cristal. Conducían por un barrio comercial de edificios de dos o tres plantas, con modernas oficinas situadas frente a tiendas de comestibles extranjeras y salones de belleza y manicura. Por la acera no se veía a casi nadie; sólo a pobres, viejos y algún tipo de pelo pringoso con aspecto de san Juan Bautista.
—Hay un aparcamiento a unos pocos kilómetros de aquí donde no hay cámaras de vigilancia —comentó Vicki.
—¿Está segura o no es más que una suposición? —La Arlequín no dejaba de mirar por el retrovisor.
—Es una suposición, pero lógica —contestó Vicki.
Su respuesta pareció divertir a la joven.
—De acuerdo. Veamos si la lógica funciona algo mejor en Estados Unidos.
El aparcamiento era una estrecha franja de terreno enfrente de la Loyola University. Estaba desierto, y no parecía haber vigilancia alguna. La Arlequín examinó el terreno cuidadosamente y después se quitó las gafas, las lentes de contacto coloreadas y la peluca castaña. El verdadero cabello de la joven era negro y espeso; y sus ojos, muy claros, con apenas un resto de color azul. Su aspecto abotargado se debía a algún tipo de producto. A medida que el efecto se disipaba, parecía mucho más fuerte e incluso más agresiva.
Vicki intentó no mirar el tubo portaespadas.
—¿Tiene usted hambre, señorita Arlequín?
La joven metió la peluca en la bolsa de viaje. Nuevamente miró por el retrovisor.
—Me llamo Maya.
—El nombre que me pusieron en la congregación es Victory From Sin Fraser, pero suelo pedir a la gente que me llame simplemente Vicki.
—Es una sabia decisión.
—¿Tienes hambre, Maya?
En lugar de contestarle, Maya metió la mano en el bolso que llevaba al hombro y sacó un pequeño artefacto electrónico del tamaño de una caja de cerillas. Apretó un botón y una serie de números brillaron en la estrecha pantalla. Vicki no comprendió lo que significaban, pero la Arlequín los utilizó para tomar una decisión.
—De acuerdo, vayamos a comer —dijo Maya—. Llévame a un sitio donde podamos comprar algo y tomárnoslo en el coche.
Fueron a un puesto de comida mexicana llamado Tito's Tacos. Vicki llevó unas gaseosas y unos burritos al coche. Maya permaneció en silencio y se dedicó a pinchar el relleno de carne con el tenedor de plástico. Sin saber qué más hacer, se puso a mirar a la gente que entraba y salía del aparcamiento: una mujer de constitución maciza y con las facciones indias de una campesina guatemalteca, un matrimonio filipino de mediana edad, dos jóvenes asiáticos —seguramente coreanos— con ropa llamativa y cargados con la bisutería típica de los raperos negros.
Vicki se volvió hacia la Arlequín y trató de aparentar confianza.
—¿Puedes decirme por qué estás en Los Ángeles?
—No.
—¿Tiene algo que ver con un Viajero? El reverendo de mi congregación dice que los Viajeros ya no existen, que los han perseguido y han acabado con todos.
Maya bajó el vaso de gaseosa.
—¿Por qué no quería tu madre que vinieras a buscarme?
—La Divina Congregación de Isaac T. Jones no cree en la violencia. Todos en nuestra comunidad saben que los Arlequines... —Vicki calló y pareció avergonzada.
—¿Matan gente?
—Estoy segura de que la gente contra la que luchas es perversa y cruel. —Vicki dejó la comida en la bolsa de papel y miró a Maya a los ojos—. A diferencia de mi madre y amigos, yo creo en la Deuda No Pagada. Nunca debemos olvidar que León del Templo fue la única persona con el valor suficiente para defender al Profeta la noche de su martirio. Murió con el Profeta y fue quemado en su misma hoguera.
Maya agitó el hielo de su vaso.
—¿Y a qué te dedicas cuando no recoges desconocidos en el aeropuerto?
—Acabé el instituto el verano pasado, y mi madre quiere que me presente a las pruebas para el Servicio de Correos. Muchos de los creyentes, aquí en Los Ángeles, son carteros. Es un buen trabajo con muchas ventajas. Al menos eso es lo que se dice.