No se había jugado al bridge en nuestro camarote la noche anterior y sentía curiosidad por conocer el motivo. Aunque era cierto que desde la muerte del millonario muchos horarios y costumbres parecían haberse modificado. El señor Hastie procedió a informarme de que había sido relevado de sus obligaciones. Ya no tenía las perreras a su cargo. El capitán necesitaba una cabeza de turco y ahora creía que uno de los sabuesos del señor Hastie, escapado de su perrera, había terminado en el camarote más lujoso del buque y había mordido allí a Hector de Silva, causándole la muerte. Al convertirse en difunto, empezó a suceder una cosa curiosa con De Silva. Su título nobiliario parecía haber desaparecido y ya nadie lo mencionaba. La gente empezó a hablar de él como «el difunto». El título de «Sir» había resultado ser tan mortal como la persona.
Escuché, indignado, cómo se había acusado falsamente a mi compañero de camarote, pero no dije ni una palabra. No se había encontrado al chucho de Adén. El descenso de categoría de Hastie significaba que a partir de aquel momento estaría de servicio —al sol del mediodía— con la brigadilla de pintura y barnizado, mientras que Invernio, su ayudante en las perreras y compañero de las partidas de bridge, se haría cargo de los perros.
—Me pregunto qué tal le irá con el weimaraner —murmuró Hastie.
Más tarde durante el día, después de una infructuosa búsqueda al azar del perro de Ramadhin, los tres decidimos acercarnos a las perreras. En la cubierta B, por la pista de veinte metros que les estaba dedicada, varios perros se movían despacio, como atacados de insolación, con la mirada perdida. Saltamos por encima de la barrera y llegamos a las perreras, donde todos los animales ladraban pidiendo que se les dejara salir. En medio de aquel barullo, Invernio trataba de leer uno de los libros de Hastie. Me reconoció cuando nos aproximamos, porque había visto mi cabeza cuando lo miraba desde la litera de arriba, y procedí a presentarle a Cassius y a Ramadhin. Dejó el
Bhagavad Gita
y recorrió las perreras con nosotros, lanzando trozos de carne a sus favoritos. Luego hizo salir al weimaraner. Le retiró el collar, le acarició la cabeza gris de pelo muy suave y le ordenó que se alejara al rincón más distante de la sala llena de partículas de polvo. Al perro no le apetecía nada abandonar la compañía de Invernio, pero obedeció las voces de mando —«¡Largo! ¡Largo!»— caminando en silencio, las largas patas abriéndose a derecha e izquierda. Al fondo de las perreras, el animal se volvió y esperó. «¡Aquí!», gritó Invernio, y el animal se dirigió hacia él con un galope elegante; cuando estuvo a dos metros saltó hasta la altura de la cabeza del cuidador. Las cuatro patas aterrizaron simultáneamente sobre los hombros y el pecho de Invernio, con la fuerza suficiente para derribarlo, el perro dominándolo con uñas desplegadas y sonoros ladridos.
Invernio forcejeó para situarse encima del animal y le gruñó al oído. Luego empezó a besar al perro, que respondió como una mujer enamorada pero que no quiere que la besen. Rodaron entrelazados varias veces. Sólo tardamos un segundo en reconocer el afecto mutuo. Estaba claro que se adoraban. Se enseñaron mutuamente los dientes. Rieron y ladraron. Invernio le sopló al perro en la nariz. Todos los perros en las jaulas habían dejado de ladrar, mirando envidiosos cómo aquellos dos se enzarzaban entre el polvo.
Nos marchamos a mitad del falso combate, me fui solo a la cubierta C y me quedé allí casi toda la tarde. El señor Invernio y el perro me habían hecho pensar con nostalgia en Gunepala, nuestro cocinero, y lo echaba de menos, recordando cómo, a la hora de las comidas, iba siempre acompañado de un coro lunático de perros callejeros que aullaban al unísono mientras él agitaba un trozo de carne antes de arrojárselo. Por las tardes me lo encontraba dormido con los perros a su lado. Al menos Gunepala dormía, mientras los animales permanecían cortésmente tumbados a su lado, vigilándose, entre temblores de piel y levantar de cejas.
Los paseos nocturnos del preso se reanudaron. No lo habíamos visto desde la noche antes de atracar en Adén hasta que dejamos la ciudad. Debió de haber alguna razón para no sacarlo de la celda. Ahora, mientras nos dirigíamos hacia el norte por el Mar Rojo, vimos que le habían añadido una cadena más, que unía el collar metálico del cuello a una abrazadera atornillada a la cubierta a unos doce metros de distancia. Lo vimos caminar arriba y abajo arrastrando los pies. En paseos anteriores se había movido con gran agilidad, pero ahora parecía dubitativo y cauto. Quizás sentía la presencia de un mundo diferente, porque se distinguían las orillas del desierto a ambos lados del buque: Arabia a nuestra derecha y Egipto a la izquierda.
Emily me había susurrado que el apellido del preso era Niemeyer, o algo parecido. Sonaba demasiado europeo, porque era claramente asiático. Parecía una mezcla de ceilandés y de alguna otra cosa. Le oímos cuando hablaba con uno de sus guardianes. Su voz era grave, tranquila, y las frases le salían despacio de la boca. A Ramadhin le pareció una voz capaz de hipnotizarte si te quedabas a solas en una habitación con él. Mi amigo imaginaba toda clase de peligros. Pero también Emily mencionó lo característico de su voz. Alguien le había dicho que era «convincente» pero que «daba miedo». Si bien cuando le pregunté quién se lo había contado, se cerró en banda. Aquello me sorprendió. Creía disfrutar lo bastante de su confianza como para que me lo dijera. Luego añadió:
—Es un secreto de otra persona, no mío. No te lo puedo revelar, ¿de acuerdo?
En cualquier caso, el regreso de Niemeyer a nuestra cubierta para sus paseos nocturnos nos hizo sentir que el orden se había restaurado al menos en parte. Y empezamos a acampar en uno de los botes salvavidas, con el objeto de verlo desde arriba. Oíamos las infernales cadenas arrastradas por el suelo. El preso se detenía al final de su recorrido y miraba hacia la noche como si pudiera distinguir con claridad lo que había allí, como si hubiera una persona a kilómetros de distancia en la negrura del desierto que fuera testigo de sus movimientos. Luego se volvía y regresaba por el mismo camino. Después de algún tiempo le retiraban el collar de hierro de la garganta. Oíamos cómo intercambiaba algunas palabras tranquilas con sus guardianes y acto seguido desaparecía de la cubierta para dirigirse a un sitio que no habíamos visto y que sólo podíamos imaginar.
—Atención, equipo de camillas, equipo de camillas, acuda a la pista de bádminton en la cubierta A.
Corrimos al sitio al que se refería aquella llamada urgente. Era uno de los anuncios más interesantes que habíamos oído hasta entonces por los altavoces del buque. Lo más frecuente era que anunciaran conferencias por la tarde en la sala Clyde sobre «El tendido del cable submarino entre Adén y Bombay», o que un tal señor Blacker hablara sobre «Una reciente reconstrucción del piano de Mozart». Antes de la proyección de
Las cuatro plumas
, un capellán había dado una charla titulada «Las Cruzadas, a favor y en contra: ¿fue Inglaterra demasiado lejos?». Ramadhin y el señor Fonseka asistieron y al regresar nos dijeron que, según el conferenciante, Inglaterra no había ido suficientemente lejos.
Se extendió el rumor de que por fin los restos de Hector de Silva, que llevaba ya varios días muerto, se enterrarían muy pronto en el mar. El capitán quería esperar a que alcanzáramos el Mediterráneo, pero la todopoderosa viuda de De Silva insistía en un rápido entierro privado. De manera que, en el espacio de una hora, todo el mundo había descubierto el lugar y el momento de la ceremonia. Los camareros acordonaron una sección de la popa donde iba a celebrarse el servicio fúnebre, pero pronto se reunieron los mirones detrás de la cuerda y se amontonaron en las escaleras metálicas, además de asomarse desde las cubiertas más altas. Unos cuantos pasajeros, menos atacados de curiosidad, se limitaron a contemplar el acto a través de las ventanas del salón para fumadores. El resultado fue que el cadáver —para muchos de nosotros era en realidad la primera vez que veíamos a Hector de Silva— tuvo que ser transportado a lo largo de un corredor muy angosto, concedido a regañadientes por la multitud. Iba seguido por la viuda, la hija, los tres médicos (uno de ellos ataviado con el traje de ceremonia de su aldea) y el capitán.
No había asistido nunca a un funeral, y mucho menos a uno del que me considerase responsable en parte. Vi a Emily a pocos metros de distancia y recibí una cauta mirada suya, acompañada de un ligero movimiento de cabeza. También vi al barón, situado muy cerca de la familia De Silva. Todos los comensales de nuestra mesa estaban allí. E incluso el señor Fonseka había abandonado su camarote para asistir a la ceremonia. Se situó a nuestro lado con chaqueta y corbata negras, prendas que probablemente había comprado en la sastrería Kundanmals de Colombo para su estancia en tierras británicas.
Desde arriba, en tamaño reducido, y en torno a la mesa de caballete en la que reposaban el busto de Hector de Silva y algunas flores, contemplamos las figuras del séquito. A duras penas conseguimos enterarnos de las oraciones fúnebres. La voz del sacerdote se quebraba y desaparecía entre los vientos estremecidos que llegaban del desierto. Cuando la familia se acercó al cuerpo envuelto en su mortaja blanca, todos nos inclinamos hacia delante para presenciar qué posibles secretos se confiaban a los muertos. Luego, Hector de Silva se deslizó desde el buque y desapareció en el mar. No hubo ni disparos de rifles ni salvas de artillería, como Cassius nos había prometido. No se hizo ni se dijo nada más para concluir la ceremonia. Sólo el señor Fonseka recitó en voz baja para quienes estábamos a su lado:
Who had desired the sea
?
Her excellent loneliness rather
than the forecourts of kings
.
[9]
Declamó los versos de Kipling de tal manera que a nosotros nos parecieron maravillosos y sabios. No tuvimos conciencia de su ironía en el contexto de la vida de Hector de Silva.
Pocas horas después se nos ofreció, junto con el té, y a modo de preparación para el canal de Suez, una conferencia sobre Lesseps, y sobre los miles de trabajadores muertos del cólera durante las obras, así como sobre la importancia presente del Canal como ruta para el comercio. Ramadhin y yo llegamos muy pronto y recorrimos las mesas del bufé en busca de los mejores sándwiches, que sólo debían consumirse una vez terminada la conferencia. Empezada ya la charla, me tropecé con Flavia Prins y dos de sus compañeras de bridge cuando me alejaba de las mesas con varios sándwiches en equilibrio precario. Se hizo cargo de la situación y después de alzar los ojos al cielo pasó a mi lado sin decir palabra.
Llegamos al Canal en plena oscuridad, cuando daban las doce de la noche. Unos cuantos pasajeros —acampados en las cubiertas para no perderse la experiencia— estaban medio dormidos, y apenas fueron conscientes del estruendo metálico y del repicar de las campanas que guiaban a nuestro buque hasta el estrecho ojo de aguja que era El Suweis. Hicimos una pausa para recoger a bordo al práctico árabe que trepó desde su lancha por una escala de cuerda. Luego caminó despacio hacia el puente, haciendo caso omiso de cualquier autoridad a su alrededor. El
Oronsay
era ya de su propiedad. Iba a ser él quien nos condujera por aguas todavía menos profundas y quien ajustase el ángulo del buque para abordar el canal, todavía más estrecho, por el que teníamos que recorrer los ciento noventa kilómetros que nos separaban de Port Said. Lo vimos enseguida en las ventanas horizontales brillantemente iluminadas del puente, junto al capitán y otros dos oficiales.
Fue la noche en que no pegamos ojo.
En menos de media hora nos deslizábamos ya a lo largo de un muelle de hormigón con cajones amontonados en pirámides gigantescas y con individuos que corrían transportando cables eléctricos y empujando carros con equipajes junto al lento navegar del
Oronsay
. En todas partes se trabajaba deprisa y con energía bajo los círculos de luz de las lámparas de queroseno. Oíamos gritos y silbidos y, en uno de los intervalos, unos ladridos que hicieron pensar a Ramadhin en su perro de Adén, que intentaba ahora regresar a tierra firme. Los tres nos asomamos por encima de la barandilla, sorbiendo el aire, asimilándolo. Aquella noche nos proporcionó nuestro recuerdo más vívido de todo el viaje, las horas con las que me tropiezo de cuando en cuando en algún sueño. Nosotros no hacíamos nada, pero un mundo en constante transformación pasaba junto al buque, en medio de una oscuridad cambiante y llena de sugerencias. Tractores invisibles chirriaban a lo largo de los contrafuertes. Las grúas se inclinaban mucho, dispuestas a apoderarse de cualquiera de nosotros mientras pasábamos por debajo. Habíamos recorrido mares abiertos a veintidós nudos y ahora nos movíamos como lisiados, a la velocidad de una bicicleta lenta, como dentro del gradual desenrollarse de un pergamino.
Estaban arrojando fardos a la cubierta de proa. Habían atado una soga a la barandilla de manera que un marinero pudiera descolgarse hasta la tierra en movimiento y firmar los documentos pertinentes. Vi cómo un cuadro abandonaba el buque. Aunque entrevisto de refilón, me pareció familiar: podría haberlo visto en uno de los salones de primera clase. ¿Por qué se retiraba un cuadro del buque? Me resultaba imposible decir si lo que estaba pasando era estrictamente legal o si se trataba de un frenesí de delincuencia, porque sólo unos pocos oficiales supervisaban lo que sucedía, mientras las luces de cubierta permanecían apagadas y toda la actividad se realizaba en silencio. Sólo quedaban las ventanas iluminadas en el puente, con las tres siluetas inmóviles, como si fueran marionetas quienes dirigían el transatlántico siguiendo las órdenes del práctico, que salió unas cuantas veces a cubierta y silbó en el aire nocturno para dar instrucciones a alguien que había reconocido en la orilla. Un silbido similar era la respuesta, y oíamos el ruido de una cadena que caía y la proa del buque se detenía con una sacudida, y rectificaba la dirección con respecto a una u otra de las dos orillas. Ramadhin corrió repetidas veces a lo largo del buque en busca de su perro. Cassius y yo nos asomábamos peligrosamente por encima de la barandilla de proa, desde donde éramos testigos de los fragmentos de escenas que se interpretaban por debajo de nosotros: un tendero en el puesto donde se vendían alimentos, los fogoneros que hablaban en torno a una hoguera, la descarga de residuos, y nos dábamos cuenta de que nunca volveríamos a verlos, de que nunca volveríamos a ver nada de todo aquello. De manera que llegamos a entender una cosa pequeña pero importante: que nuestras vidas podían crecer gracias a desconocidos interesantes con quienes nos cruzaríamos sin que se produjera ninguna relación personal.