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Authors: Manuel Mújica Láinez
Fábula originalísima y portento de erudición, ironía, sentido del humor e imaginación sobre las pasiones humanas, constantes e inquebrantables en cualquier tiempo y lugar.
Desde el mismo infierno, el diablo convoca a los siete demonios de los pecados capitales: la soberbia de Lucifer, la ira de Satanás, la avaricia de Mammón, la envidia de Leviatán, la pereza de Belfegor, la lujuria de Asmodeo y la gula de Belcebú, a los que envía a la tierra para que desperecen sus cuerpos y poderes aletargados y cumplan unas misiones determinadas. Sobre increíbles, imposibles cabalgaduras, rodeados de artilugios mágicos que les indican cuándo, dónde y a quién deben tentar, inician un recorrido fantástico: Francia en tiempos de la viuda del malvado mariscal Gilles de Rais, la Pompeya romana a punto de ser devorada por el Vesubio, la China de los emperadores en 1888, el Potosí boliviano de mediados del siglo XIX, el Palazzo Rezzonico en la Venecia de 1764, incluso la isla de la Tortuga, sede de la más afamada piratería en 1647. Por último, la futurista ciudad siberiana de Bet-Bet en el año 2273, ejemplo de la postrera civilización humana.
En todo siglo y lugar los demonios tienen una historia, una vida que enredar, seres humanos débiles a los que tentar y pervertir. Cumplida su entretenida misión, los siete demonios regresan a su hogar portando curiosos testimonios «fotográficos» de sus aventuras y triunfos.
Por encima de todos ellos gravita un Mújica Láinez que ha afilado al máximo su pluma corrosiva para componer un autentico aquelarre de las pasiones humanas en total descontrol.
Manuel Mújica Láinez
El viaje de los siete demonios
ePUB v1.0
Zorindart14.05.12
Título original:
El viaje de los siete demonios
Manuel Mújica Láinez, 1974.
Editor original: Zorindart (v1.0)
ePub base v2.0
Nada más inocente que componer un libro de entretenimiento aunque no entretenga. Con no leerlo evitará toda persona discreta el mal que pudiera yo causarle. Yo no trato de enseñar nada ni de probar nada. Si alguien deduce consecuencias o moralejas de la lectura de este libro, él, y no yo, será responsable de ellas.
JUAN VALERA
De la dedicatoria de
Morsamor
(1899)
E
l aposento era en verdad diabólico, porque desafiaba y burlaba las leyes de la perspectiva lógica. Lo cierto es que carecía de final, como si lo multiplicaran incontables espejos enfrentados, pese a que en él no había ni un solo espejo. Había, en cambio, hileras de ventanales, de estrechos ventanales góticos, que se perdían en eternos túneles, y que fueron colocados allí, probablemente, para mofa y caricatura del más cristiano de los estilos. Esas aberturas parecían estremecerse; su extraña ondulación resultaba de las hogueras que en el exterior ardían y que se levantaban en lenguas oscilantes. Pero al fuego no se lo veía con claridad, por la multitud de rostros que se agolpaban contra los espesos vidrios. Aquellos rostros, quizás masculinos, quizás femeninos, tenían el color del lacre y del humo y se descomponían con groseras muecas. Los iluminaban ojos candentes y famélicos. Crecían afuera, en torno del aposento aislado, gemidos, llantos y risas feroces, mas los gruesos cortinajes blancos los diluían en murmullos que se mezclaban con el zumbido de los aparatos de refrigeración, hasta que, de repente, las voces circundantes se afilaban y retumbaban en un grito más largo y agudo, que invadía la cámara.
Todo era blanco, convencional e infernalmente blanco, en el espacio interno: blancos los tapices, las colgaduras, las alfombras, los escasos muebles, tan pesados como si en mármoles fuesen esculpidos. Una especie de trono con baldaquín de escarcha, que asimismo participaba de las características del sillón de peluquero y del sillón de dentista, por la cantidad de trebejos mecánicos que complicaban su metálica estructura, presidía la sala de las recepciones oficiales. A sus pies, empinábase un bordado almohadón, en forma de tiara pontifical. Sobre una nívea consola interminable, estaban los bustos pálidos de Dante y de Milton, puestos cabeza abajo, y en medio colgaba un retrato de Goethe con orejas de burro. Como arabescos, plateadas letras enlazaban su diseño, trepando en orlas por las paredes y sus guarniciones, y componían, en los idiomas que conocemos y en muchos que ignoramos, las blasfemias infinitas que imaginaron los seres humanos y los que no lo son.
Criados silenciosos, vestidos con libreas albas, fijas las hebillas de perlas en las patas caprinas, ya que no podían usar ningún calzado, circulaban entre el moblaje y, de vez en vez, sin renunciar a la mímica solemne, se levantaban los faldones y enseñaban el desnudo y peludo posterior a los bustos de los poetas. Estornudaban, porque la refrigeración resultaba excesiva, en contraste con la quemazón que asediaba al palacio, y se sonaban las narices flamígeras con pañuelos de alas de vampiro. Uno revolvía el ponche famoso del Infierno, de cuyo recipiente, con cada vuelta de cucharón, brotaban llamaradas azules, y los demás servidores, aprovechando que el amo no se encontraba allí aún, lo rodeaban y extendían los dedos rígidos hacia aquel centro de calor, pues el frío de la habitación se intensificaba a medida que transcurrían los minutos.
No duró la holganza. Surgidos no se sabe de dónde, tal vez de un fondo de nieblas en el que apenas se irisaban las ventanas de ojiva, aparecieron el monarca del lugar y su séquito.
Iba el Diablo adelante, luciendo con elegancia un traje cruzado, de franela gris. La corbata roja y, en la solapa, una roseta del mismo tono (especie de Legión de Honor) cortaban la sobriedad de su vestimenta. Arropábase en pieles de armiño, pero no bien entró se las quitaron, puesto que una de las leyes fundamentales del Infierno establece que nadie, ni siquiera su señor, esté cómodo en parte alguna del distrito central. Se puso el Diablo a tiritar, como los que lo seguían. En ese municipio del Hades, Sheol, Tártaro, Averno, Orco, Báratro, Gehena (o como se lo prefiera llamar) hay que escoger entre el bochorno insoportable de las brasas y el hielo atroz del palacio del Pandemónium, que habitan el Diablo y su corte. Mejor dicho: el único que puede optar por el aire gélido es el propio Diablo, y si elige a este último es sólo porque su aristocrática tendencia lo impulsa a diferenciarse de quienes, extramuros, sufren la combustión sin límites.
Temblando, pues, el amo se repantigó en el sillón odontológico y peluqueril, tras de asentar las patas de cabra (que compartía con sus siervos) en el almohadón papal. Arrimáronle unos fálicos candelabros, y a su luz se discernió la fisonomía del augusto personaje. Recortóse su cara, rasurada, broncínea, fuera de la mancha negra con la cual la tiznó la tinta arrojada por Lutero en oportunidad más que célebre. En el eje de su frente se hundía un hueco, dejado, según ciertos comentaristas sin prejuicios, por la esmeralda que estuvo engarzada allí, y que perdió cuando fue precipitado desde las alturas. Dicha piedra habría servido, más tarde, para tallar en ella el vaso del Santo Grial… pero esto, como todo lo que al Diablo concierne, es discutible: lo más probable es que la concavidad sea el rastro del golpe sufrido en aquella memorable ocasión. Advertíase, a poco de mirarlo, que había sido excepcionalmente hermoso, en su época seráfica, y, como suele acontecer con los viejos que conocieron un pasado de belleza, adoptaba las actitudes propias de un muchacho bien parecido. Se alisaba el pelo, entre los tres cuernos, los dos de búfalo a los costados y el retorcido central; se estudiaba las finas manos garfiosas; las pasaba por los ojos renegros, abrasantes; las descendía hacia la cintura, que había conservado esbelta; cruzaba una pierna, luego otra; estiraba la boca y mostraba unos falsos dientes de actor. Temblaba, pero fingía que eso se debía a un tic que le sacudía la cara.
A su derecha, de pie, se ubicó Adramalech, Gran Canciller del Infierno, el del rostro de anciano, gafas de miope y cuerpo de pavo real, que en todo momento desplegaba su cola en abanico, pues era extremadamente vanidoso y se juzgaba muy espléndido, algo así como un vitral
art-nouveau
. Los asirios lo habían adorado, inmolando niños en sus altares, y no cesaba de recordar ese privilegio. En cambio, a la izquierda del Diablo, ceñido por una áurea armadura, baja la celada, como un San Jorge resplandeciente (pero no), se destacó Azazel, gran querubín, portaestandarte del Orco, quien hizo flamear la roja bandera. Y detrás avanzaron varios sátiros, a los que les habían encasquetado unos tricornios con plumas de avestruz, para que su velluda desnudez no desdijese plenamente con la pompa cortesana que se quería atribuir a la ceremonia. Había, entre ellos, el que acarreaba la máquina de escribir más moderna y eficaz que podría inventar el sobrehumano ingenio; los que llevaban pilas y pilas de ladrillos y cilindros, para la escritura cuneiforme, pues la etiqueta del Infierno, rigurosamente tradicionalista, exige que las actas y declaraciones se copien de acuerdo con ese difícil procedimiento mesopotámico; y los que transportaban sellos, cofres y libros.
Quienes, pegadas las narices a los cristales y recalentados por el fuego, observaban la escena, levantando ya un pie ya el otro, para eludir la cremación, dedujeron fácilmente que el Diablo y su Canciller habían estado discutiendo, dada la manera como Adramalech abría y cerraba las plumas multicolores, fruncía el ceño y torcía los labios. Por fin, el soberano ordenó que cesara el abaniqueo nervioso, el cual, al agitar la atmósfera, acentuaba la corriente fría que hacía palpitar los cortinajes. Obedeció el Canciller Pavo Real, a regañadientes, pero todavía algo insistió, en lo que evidentemente venía sosteniendo, porque se encolerizó el Diablo, escupió al suelo, del que saltaron chispas, y exclamó:
—¡Basta! Demasiado tienes que hacer, ocupándote de mis relaciones exteriores, para pretender viajar, cuando hay otros aquí que viven en el ocio estéril. ¿O te ha dado por imitar a tus colegas terráqueos, que con cualquier pretexto dejan el despacho aburrido y salen, simulando tremendas inquietudes, a dárselas de turistas? Por lo demás, lo resuelto, resuelto está, y para confirmártelo ¡que traigan los libros!
Refunfuñó Adramalech, alisándose con la boca las plumas, y recordó en voz baja que los asirios se habían conducido mejor con él, mas ya estaban los libros delante del Diablo, quien acariciaba sus encuadernaciones con refinamientos de bibliófilo. Eso es lo que le gusta parecer, por encima de lo demás: un refinado. Tomó la edición alemana del «Tractatus de Confessionibus Maleficorum et Sagarum», del ilustre Peter Binsfeld, cuya sabiduría se afirma en su formación por los jesuitas de Roma, y elogió el grabado de la portada. Leyó, como si declamase: Munich, 1591.
—Este hombre —comentó— fue una autoridad notable. Únicamente un error singular, que nada justifica, hallo en su libro, y es que sostiene que el Diablo no puede aparecer bajo la traza de una persona inocente.
Rieron los sátiros, mientras acomodaban la máquina de escribir y los cilindros de barro, a fin de que se consignara en ellos cuanto dijera el señor. La máquina comenzó en seguida a funcionar sola, copiando en un rollo lo que dictaba el Diablo, sin equivocar ni una letra, mientras que un fauno prolijo se esmeraba, con ayuda de un punzón, en grabar en el barro (que sería cocinado después) los clavos y variados signos propios de la escritura persa y asiria.