Read El vencedor está solo Online
Authors: Paulo Coelho
Sólo dos de los invitados se fijaban en todo y en todos: los «amigos» de Javits. Pero, esta vez, eran ellos los que estaban siendo observados.
Igor introdujo una pequeña aguja dentro de la pajita y fingió meterla otra vez en el vaso de zumo.
Un grupo de chicas bonitas, cerca de la mesa, parecía escuchar con atención las historias extraordinarias de un jamaicano; en realidad, cada una de ellas debía de estar haciendo planes para apartar a las competidoras y llevárselo a la cama, ya que la leyenda decía que los jamaicanos eran imbatibles en el sexo.
Él se acercó, sacó la pajita del vaso y sopló el alfiler en dirección a la víctima. Permaneció cerca sólo el tiempo suficiente para ver cómo el hombre se llevaba las manos a la espalda.
Después, se apartó para volver al hotel e intentar dormir.
El curare, utilizado originalmente por los indios de Sudamérica para cazar con dardos, se encuentra también en los hospitales europeos, porque en dosis controladas se usa para paralizar ciertos músculos, lo que facilita el trabajo del cirujano. En dosis mortales —como la punta del alfiler que había disparado— hace que los pájaros caigan al suelo en dos minutos, que los jabalís agonicen durante un cuarto de hora, y los grandes mamíferos —como el hombre— tarden veinte minutos en morir.
Al alcanzar el torrente sanguíneo, todas las fibras nerviosas del cuerpo se relajan en el primer momento y después dejan de funcionar, lo que provoca una lenta asfixia. Lo más curioso —o lo peor, como dirían algunos— es que la víctima es absolutamente consciente de lo que le ocurre, pero no puede moverse ni para pedir ayuda, ni para impedir el proceso de parálisis que va invadiendo lentamente su cuerpo.
En la selva, si durante una cacería alguien se corta el dedo con el dardo o la flecha envenenada, los indios saben qué hacer: respiración boca a boca y el uso de un antídoto a base de hierbas que siempre llevan consigo, ya que dichos accidentes son comunes. En las ciudades, el procedimiento habitual de los médicos es absolutamente inútil porque piensan que están ante un ataque cardíaco.
Igor no miró atrás mientras se iba. Sabía que en ese momento alguno de los «amigos» estaba buscando al culpable, mientras el otro llamaba a la ambulancia, que llegaría rápidamente al lugar, pero sin saber muy bien lo que pasaba. Bajarían con su ropa colorida, sus chalecos rojos, un desfibrilador —un aparato para aplicar descargas en el corazón— y una unidad portátil de electrocardiograma. En el caso del curare, el corazón parece ser el último músculo en ser afectado, y sigue latiendo incluso después de la muerte cerebral.
No iban a notar nada raro en la frecuencia cardíaca, le pondrían un suero, eventualmente considerarían que se trata de un mal pasajero debido al calor o a una intoxicación alimentaria, pero aun así era necesario adoptar los procedimientos habituales, lo que podía incluir la máscara de oxígeno. Para entonces, los veinte minutos ya habrían pasado, y aunque el cuerpo aún estuviera vivo, el estado vegetativo era inevitable.
Igor deseó que Javits no tuviera la suerte de ser socorrido a tiempo; se pasaría el resto de sus días en una cama de hospital, en estado vegetativo.
Sí, lo había planeado todo. Utilizó su avión particular para entrar en Francia con una pistola que no pudiera ser identificada y con los diferentes venenos que consiguió utilizando sus contactos con criminales chechenos que actuaban en Moscú. Cada paso, cada movimiento, había sido rigurosamente estudiado y ensayado con precisión, tal como solía hacer en las reuniones de negocios. Hizo una lista de las víctimas en su cabeza: salvo la única que conocía personalmente, todas las demás debían ser de clases, edades y nacionalidades diferentes. Analizó durante meses la vida de asesinos en serie, usando un programa de ordenador muy popular entre los terroristas, que no dejaba pistas de las indagaciones que hacía. Tomó todas las precauciones necesarias para escapar sin que se notara después de haber cumplido su misión.
Está sudando. No, no se trata de arrepentimiento —puede que Ewa merezca todo este sacrificio— sino de la inutilidad de su proyecto. Es evidente que la mujer que más amaba tenía que saber que él sería capaz de cualquier cosa por ella, incluso destruir universos, ¿pero merecía realmente la pena? ¿O en determinados momentos hay que aceptar el destino, dejar que las cosas fluyan normalmente y que las personas recuperen la razón?
Está cansado. Ya no puede pensar con claridad, y puede que mejor que el asesinato sea el martirio. Entregarse, y de ese modo, demostrar el mayor sacrificio del que ofrece su propia vida por amor. Fue eso lo que Jesús hizo por el mundo, es su mejor ejemplo; cuando lo vieron derrotado, preso en la cruz, pensaron que todo se había acabado. Salieron orgullosos con su gesto, vencedores, seguros de que habían acabado con su problema para siempre.
Está confuso. Su plan es destruir universos, no ofrecer su libertad por amor. La chica de las cejas espesas parecía una Pietá en su sueño; la madre con el hijo en brazos, al mismo tiempo orgullosa y sufridora.
Va al baño, mete la cabeza debajo de la alcachofa de la ducha abierta, de la que sale agua helada. Puede que sea la falta de sueño, el lugar extraño, la diferencia horaria, o el hecho de estar haciendo aquello que planeó, y que nunca pensó que sería capaz de realizar. Recuerda la promesa que hizo ante las reliquias de santa Magdalena en Moscú. Pero ¿realmente está actuando correctamente? Necesita una señal.
El sacrificio. Sí, debería haber pensado en eso, pero puede que la experiencia con los dos mundos que ha destruido esa mañana le haya permitido ver con más claridad lo que sucede. La redención del amor a través de la entrega total. Su cuerpo será entregado a los verdugos, que simplemente juzgan los gestos y olvidan las intenciones y las razones que están por detrás de cualquier acto considerado «insano» por la sociedad. Jesús, que entiende que el amor merece cualquier cosa recibirá su espíritu, y Ewa se quedará con su alma. Sabrá de lo que fue capaz: entregarse, inmolarse ante la sociedad, todo en nombre de alguien. No será condenado a muerte, ya que la guillotina fue abolida en Francia hace muchas décadas, pero probablemente pasará muchos años en prisión. Ewa se arrepentirá de sus pecados. Irá a visitarlo, le llevará comida, tendrán tiempo para hablar, para reflexionar, para amar; aunque sus cuerpos no se toquen, sus almas por fin estarán más unidas que nunca. Aunque tengan que esperar para irse a vivir a la casa que tiene pensado construir cerca del lago Baikal, esa espera los purificará y los bendecirá.
Sí, el sacrificio. Cierra el grifo de la ducha, contempla un rato su rostro en el espejo y no se ve a sí mismo, sino al Cordero que está a punto de ser inmolado de nuevo. Se pone la misma ropa que llevaba por la mañana, baja a la calle, va hasta el lugar en el que la joven vendedora solía sentarse y se acerca al primer policía que ve.
—Yo maté a la chica que estaba aquí.
El policía mira al hombre bien vestido que lleva el pelo alborotado y tiene unas profundas ojeras.
—¿La que vendía piezas de artesanía?
Asiente con la cabeza: la que vendía artesanía.
El policía no presta mucha atención a la conversación. Saluda con la cabeza a una pareja que pasa, cargada con bolsas del supermercado.
—¡Deberían contratar a alguien! —dice.
—Si le paga usted el salario —responde la mujer, sonriendo—. Es imposible conseguir gente para trabajar en este lugar del mundo.
—Cada semana lleva usted un diamante diferente en el dedo. No creo que ésa sea la verdadera razón.
Igor observa la escena sin entender nada. Acababa de confesar un crimen.
—¿No ha comprendido lo que le he dicho?
—Hace mucho calor. Vaya a dormir un poco, descanse. Cannes tiene mucho que ofrecer a los visitantes.
—Pero ¿y la chica?
—¿La conocía usted?
—Nunca la había visto antes, en toda mi vida. Ella estaba aquí por la mañana. Yo...
—... usted vio que llegaba la ambulancia, que se llevaban a una persona. Entiendo. Y concluyó que había sido asesinada. No sé de dónde es usted, no sé si tiene hijos, pero tenga cuidado con las drogas. Dicen que no son tan dañinas, pero mire lo que le ha ocurrido a la pobre hija de los portugueses.
Y se aparta sin esperar respuesta.
¿Debía insistir, darle los detalles técnicos, y así al menos lo tomaría en serio? Claro, era imposible matar a una persona a plena luz del día en la principal avenida de Cannes. Estaba dispuesto a hablar del otro mundo que se apagó en una fiesta llena de gente.
Pero el representante de la ley, del orden, de las buenas costumbres, no le había hecho caso. ¿En qué mundo vivían? ¿Tenía que sacar el arma del bolsillo y comenzar a disparar en todas las direcciones para que lo creyesen? ¿Tenía que comportarse como un bárbaro que reacciona sin motivo alguno para sus actos, hasta que por fin lo escucharan?
Igor acompaña con la mirada al policía, ve que cruza la calle y entra en una cafetería. Decide permanecer allí más tiempo, esperando a que cambie de idea, que reciba alguna información de la comisaría y vuelva para hablar con él y pedirle más información sobre el crimen.
Pero está casi seguro de que eso no va a pasar: recuerda el comentario sobre el diamante de la mujer. ¿Acaso sabía de dónde procedía? Por supuesto que no: en caso contrario, el policía ya se la habría llevado a la comisaría y la habría acusado de uso de material criminal.
Para la mujer, evidentemente, el brillante había aparecido por arte de magia en una tienda de lujo, después de haber sido —como decían siempre los vendedores— tallado por joyeros holandeses o belgas. Se clasificaban por la transparencia, el peso y el tipo de corte. El precio podía variar entre algunos cientos de euros hasta una cifra considerada verdaderamente ultrajante por la mayoría de los mortales.
Diamante. Brillante, si quieren llamarlo así. Como todo el mundo sabía, un simple trozo de carbón, trabajado por el calor y por el tiempo. Como no es orgánico, es imposible saber cuánto tiempo tarda en modificar su estructura, pero los geólogos estiman que entre trescientos millones y un billón de años. Generalmente se forma a ciento cincuenta kilómetros de profundidad y poco a poco va subiendo a la superficie, lo que permite su mineralización.
Diamante, el material más resistente y más duro creado por la naturaleza, que sólo puede ser cortado y tallado con otro. Las partículas, los restos que queden después de tallarlo, serán utilizados en la industria, en máquinas de pulir, de cortar, y nada más. El diamante sólo sirve como joya, y en eso reside su importancia: es absolutamente inútil para cualquier otra cosa.
La suprema manifestación de la vanidad humana.
Hace pocas décadas, en un mundo que parecía dirigirse hacia cosas prácticas y hacia la igualdad social, estaban desapareciendo del mercado. Hasta que la mayor compañía de mineralización del mundo, con sede en Sudáfrica, decidió contratar a una de las mejores agencias de publicidad del planeta. La Superclase se reúne con la Superclase, se hacen sondeos, y el resultado es simplemente una única frase de cinco palabras: «Un diamante es para siempre.»Ya está, problema resuelto, las joyerías empezaron a invertir en la idea, y la industria volvió a florecer. Si los diamantes son para siempre, nada mejor para expresar el amor, que teóricamente también debe ser para siempre. Nada más determinante para distinguir a la Superclase de los otros billones de habitantes que están en la parte inferior de la pirámide. La demanda de piedras aumentó, los precios también. En pocos años dicho grupo sudafricano, que hasta entonces dictaba las reglas del mercado internacional, se vio rodeado de cadáveres.
Igor sabe de qué va el tema; cuando tuvo que ayudar a los ejércitos que combatían en un conflicto tribal, se vio obligado a recorrer un arduo camino. No se arrepiente: consiguió evitar muchas muertes, aunque casi nadie lo sabe. Lo comentó de pasada durante una cena olvidada con Ewa, pero decidió no seguir adelante; al hacer caridad, que tu mano izquierda jamás sepa lo que hace la derecha. Salvó muchas vidas con diamantes, aunque eso jamás aparecerá en su biografía.
Ese policía al que no le importa que un criminal confiese sus pecados y, en cambio, elogia la joya que lleva en el dedo una mujer que carga bolsas con papel higiénico y productos de limpieza no está a la altura de su profesión. No sabe que esa industria inútil mueve alrededor de cincuenta billones de dólares al año, da empleo a un gigantesco ejército de mineros, transportistas, compañías privadas de seguridad, talleres, seguros, vendedores al por mayor y tiendas de lujo. No se da cuenta de que empieza en el lodo y atraviesa ríos de sangre antes de llegar a un escaparate.
Lodo en el que está el trabajador que se pasa la vida buscando la piedra que al fin le otorgará la fortuna deseada. Encuentra varias, vende por una media de veinte dólares lo que al consumidor acabará costándole diez mil. Pero después de todo está contento, porque en el lugar en el que vive la gente gana menos de cincuenta dólares al año, y cinco piedras son suficientes para llevar una vida corta y feliz, ya que las condiciones de trabajo no pueden ser peores.
Las piedras salen de sus manos a través de compradores no identificados, y son inmediatamente transferidas a ejércitos irregulares en Liberia, el Congo o Angola. En esos lugares se designa a un hombre para ir hasta una pista de aterrizaje ilegal, rodeado de guardias armados hasta los dientes. Un avión aterriza, baja un señor de traje, acompañado de otro, que generalmente va en mangas de camisa, con un maletín. Se saludan fríamente. El hombre con los guardaespaldas entrega pequeños paquetes; puede que por superstición, esos paquetes se hacen con calcetines usados.
El hombre en mangas de camisa saca una lente especial de su bolsillo, la coloca en su ojo izquierdo y verifica pieza por pieza. Al cabo de una hora y media ya se ha hecho una idea sobre el material; entonces saca una pequeña balanza electrónica de precisión de su maletín y pone los calcetines en el plato. Hace algunos cálculos en un trozo de papel. El material se introduce en el maletín con la balanza, el hombre del traje les hace una señal a los guardias armados, y cinco o seis de ellos entran en el avión. Comienzan a descargar grandes cajas, que dejan allí mismo, al lado de la pista, mientras el avión levanta el vuelo. Toda la operación se desarrolla en medio día.
Abren las grandes cajas. Rifles de precisión, minas antipersona, balas que explotan al primer impacto, lanzando docenas de mortíferas y pequeñas bolas de metal. El armamento se les entrega a los mercenarios y a los soldados y en breve el país está de nuevo ante un golpe de Estado cuya crueldad no tiene límites. Tribus enteras son asesinadas, niños que pierden los pies y los brazos por culpa de la munición fragmentada, mujeres violadas. Al mismo tiempo, muy lejos de allí, generalmente en Amberes o en Ámsterdam, hombres serios y compenetrados trabajan con cariño, dedicación y amor, cortando cuidadosamente las piedras, extasiados con su propia habilidad, hipnotizados por el brillo que surge en cada una de las nuevas caras de aquel pedazo de carbón cuya estructura ha sido transformada por el tiempo. Un diamante cortando un diamante.