La recomendación razonada de tales valores no debe ser una mera letanía edificante, que más bien acabará en el mejor de los casos haciéndolos aborrecer. Será preferible mostrar cómo llegaron a hacerse históricamente imprescindibles y lo que ocurre allá donde —por ejemplo— no hay elecciones libres, tolerancia religiosa o los jueces son venales. Resultaría absurdo ocultar a los niños los fallos del sistema en que vivimos (recuérdese lo que señalamos respecto a la televisión, que nada permite mantener mucho tiempo velado) pero es crucial inspirarles una prudente confianza en los mecanismos previstos para enmendarlos: empezar por hacerles desconfiar de las garantías de control lo único que logrará es inhibirlos cuando llegue el momento de ejercerlas, con gran contento de quienes pretenden transformar la democracia en tapadera de sus bribonadas oligárquicas. Es igualmente nefasto fomentar un «engaño» arrobado por los procedimientos beatificados del sistema, como «desengañarles» de antemano de algo que sólo su participación inteligente puede llegar a corregir y encaminar. Ese concepto abierto de democracia, escéptico y atento, pero no por ello menos tonificante, lo ha formulado muy bien Giacomo Marramao en su contribución al volumen
Universalidad y diferencia
antes mencionado: «La democracia es siempre
advenire
, puesto que no sacrifica nunca a la utopía de una transparencia absoluta la opacidad de la fricción y del conflicto. La democracia no goza de un clima atemperado, ni de una luz perpetua y uniforme, pues se nutre de aquella pasión del desencanto que mantiene unidos —en una tensión insoluble— el rigor de la forma y la posibilidad de acoger "huéspedes inesperados".»
Carta a la ministra
Concédame, excelentísima señora, que concluya estas reflexiones dirigiéndome personalmente a usted. Lo de «personalmente» debe entenderse
cum mica salis
, como me gustaría que se entendiese por otra parte cuanto escribo. No tengo el honor de conocerla personalmente, ni siquiera la imagino como una persona determinada, sino más bien como la antonomasia genérica de cuantas autoridades se ocupan en este o en otro país de gestionar las instituciones educativas. Por supuesto, bien pudiera usted ser hombre y no mujer, sin que el contenido de esta misiva sufriera alteración por ello, pero he comprobado visitando distintos y distantes lugares que en la titularidad de esta área gubernamental abundan las responsables femeninas. Pudiéramos considerarlo buena señal, aunque me inquieta un poco que cuando se avecina cambio de ministros los medios de comunicación y el público en general hagan cábalas sobre quién se ocupará de Interior, de Economía, de Justicia o de Asuntos Exteriores, pero Educación sólo suscita escasas y lánguidas conjeturas. No me imagino a qué puede deberse este curioso fenómeno: ¿usted qué cree? En cualquier caso, no le oculto que me es más grato fingir una misiva dirigida a una dama que a un caballero, aunque la señora en cuestión sea lo que Schopenhauer llamaba, con su habitual falta de modales, «una criatura ministerial».
Supongámosla pues excelentísima y no excelentísimo, señora ministra. Y supongamos aún más: que usted ha tenido la suficiente paciencia como para distraer tiempo a sus múltiples ocupaciones y leer las páginas de este ensayo, por lo menos breve a falta de mayores méritos. En tal caso, quizá se pregunte usted cuál es la verdadera y última razón que me ha llevado a escribirlo. Y yo podría contestarle a usted, por ejemplo, con la siguiente justificación: «He sido consultado en los últimos tiempos tan a menudo por personas que declaraban no saber cómo educar a sus hijos y, por otra parte, la corrupción de la juventud se ha convertido en un tema tan universal de lamentaciones, que me parece que no se podrá tachar de impertinente la empresa del que atrae sobre este tema la atención del público y propone algunas reflexiones personales acerca de la cuestión, en el intento de animar los esfuerzos de los otros y de provocar sus críticas.» Convendrá usted conmigo en que estas palabras suenan perfectamente adecuadas hoy para excusar un intento como el mío, pero no me decido a emplearlas porque ya lo hizo John Locke el 7 de marzo de 1693 al enviar sus
Pensamientos sobre la educación
al
squire
Eduardo Clarke, de Chipley. Por cierto, cuánto duran las dudas y los temores en estos asuntos, ¿verdad? Intentaré pues legitimar mis propósitos de una forma más personal.
Demos un pequeño rodeo. Usted, excelentísima señora, es conocida por su acendrado entusiasmo por la libertad. Lo comparto con todo fervor. Pero esta querencia liberal nos pone en una situación difícil frente a la educación, porque ¿cómo justificaremos desde nuestros presupuestos la enseñanza
obligatoria
? ¿No debería ser en cambio una oferta más entre las que brinda el gran mercado democrático en que vivimos, de modo que aquellos padres deseosos de educar a sus hijos pudieran beneficiarse de ella pero los que prefiriesen mantenerlos asilvestrados o enseñarles por sí mismos otras cosas que no figuran en los
curricula
oficiales también pudieran seguir su gusto sin coacciones? Después de todo, los años de aprendizaje son una imposición (¡y una imposición grave, que en los países desarrollados puede extenderse hasta casi un cuarto de la duración media de la vida!) infligida por las autoridades políticas a los individuos. ¿Acaso es tan innegablemente bueno llegar a obtener conocimientos y además precisamente esos conocimientos homologados por el consenso social mayoritario, no otros? ¿Acaso el Eclesiastés no advierte que «quien añade ciencia, añade dolor» a la existencia humana?
No puede resultar por tanto demasiado extravagante que en ciertos lugares (los Estados Unidos, ejemplarmente) se hayan alzado propugnadores de una cierta objeción de conciencia o insumisión contra la enseñanza obligatoria: en algunos casos prefieren dejar a sus hijos en barbecho, quizá en libre contacto con la naturaleza (supongo que se refieren al paisaje, al campo y a cosas así), invocando el precedente de no-escolarizados ilustres que llegaron a lo más alto, como Abraham Lincoln; otros desconfían de la formación controlada por el estado y se niegan a que sus vástagos entren en la competición de los títulos oficiales, como si no se pudiera vivir y ser útil sin poseer certificados con sello de la autoridad competente; los hay seguros de que ellos mismos son capaces de enseñarles lo que verdaderamente se requiere para una vida como es debido, en ruptura con la sociedad consumista establecida y respetuosa del maltratado medio ambiente, o que pueden proporcionarles maestros no oficiales que cumplirán esa tarea sin someterse a la rutina establecida. Después de todo, allá donde se ha logrado poner en vigor la enseñanza obligatoria también abunda la masificación y el fracaso escolar, la desidia burocrática de los docentes, la arbitrariedad vacilante de los planes de estudio, incluso quizá el perverso propósito de convertir a los neófitos en dóciles y adocenados robots al servicio de la omnipotencia castradora del poder establecido. Desde nuestro así acosado liberalismo democrático, ¿qué les podemos responder usted y yo, señora mía, a estos rebeldes que parecen tener clara su causa?
Creo haber avanzado ya algunas respuestas parciales a buena parte de estas objeciones en los tres últimos capítulos de este ensayo y no le niego que tal era en cierta medida mi propósito al escribirlos. Pero ahora voy a verme obligado a tomar de nuevo la cuestión desde una perspectiva aún más aérea. En efecto, yo también doy por supuesto —como usted, si no me equivoco— que el objetivo de ese artefacto político por antonomasia, la democracia, consiste en institucionalizar la libertad de las personas en su relación con el poder colectivo de la comunidad de la que forman parte. Es decir reconocerles voz, voto, capacidad de debate público y de decisión en el establecimiento de leyes, autoridades y orientación del rumbo comunitario. En una palabra, convertir al individuo autónomo en último referente de la legitimidad del proceder colectivo: que la sociedad cobre sentido por medio de la voluntad de las personas y no que las personas obtengan su sentido del servicio que prestan a una voluntad común, de la que son portavoces irrevocables unos pocos predestinados en autoproclamada comunicación directa con el destino del pueblo, la verdad científica de la economía o las raíces ancestrales de la tribu.
Bien está. Pero la libertad política que estamos reclamando (es una reclamación incesante, inacabable, que constantemente se amplía a sí misma, en la que cada satisfacción parcial despierta de inmediato una insatisfacción de más ancho espectro) no estriba solamente en emanciparse del ordenancismo injusto de una autoridad no elegida por la mayoría de sus iguales. Los viejos filósofos medievales, a los que haríamos mal en desdeñar apresuradamente, hablaron de dos tipos de libertad: la
libertas a coactione
y la
libertas a miseria
. La primera estriba en verse libre de la tiranía de los que nos oprimen políticamente por la fuerza; la segunda consiste en resguardarse contra la tiranía de las necesidades que se nos impone en forma de indigencia, escasez, enfermedad, debilidad por infancia o vejez, accidentes e ignorancia. Los verdaderos amigos de la libertad, como sin duda lo somos su excelencia y yo, no podemos quedar contentos con esforzarnos por lograr una libertad parcial y hemipléjica, sino que tenemos que aspirar incansablemente a la libertad completa, sin aceptar la coacción injusta para aliviar la miseria y sin resignarnos a la miseria para evitar toda coacción. Como sabe usted muy bien, ha habido regímenes dictatoriales que incurrieron en el primero de tales abusos, como hoy los hay que parecen aceptar como inevitable el segundo. ¿Llamaremos a estos últimos neoliberales? Pues digamos que tal neoliberalismo calcula regular en cuestiones económicas, pero en lo social y en lo político piensa francamente mal.
Uno de los ingredientes más perversos de la miseria, permítame que insista en él, es la ignorancia. Donde hay ignorancia, es decir donde se desconocen los principios básicos de las ciencias, donde las personas crecen sin la capacidad de escribir o leer, donde carecen de vocabulario para expresar sus anhelos y su disconformidad, donde se ven privados de la capacidad de aprender por sí mismos lo que les ayudaría a resolver sus problemas, viéndose en manos de brujos o adivinos que no comparten las fuentes teosóficas de su conocimiento... ahí reina la miseria y no hay libertad.
Excelentísima señora, la democracia no consiste solamente en respetar los derechos iguales de los ciudadanos, porque los ciudadanos no son un fruto natural de la tierra que brota espontáneamente sin más ni más. La democracia tiene que ocuparse también de crear los ciudadanos en cuya voluntad política apoya su legitimidad, es decir tiene que
enseñar
a cada ciudadano potencial lo imprescindible para llegar a serlo de hecho. Por eso en las sociedades democráticas la educación no es algo meramente opcional sino una obligación pública que la autoridad debe garantizar y vigilar. El sistema democrático tiene que ocuparse de la enseñanza obligatoria de los neófitos para asegurar la continuidad y viabilidad de sus libertades: es decir,
por instinto de conservación
. Educamos en defensa propia.
¿Quieran o no sus padres? Pues sí, quieran o no. Los hijos no son propiedad de sus padres, ni simples objetos para que éstos satisfagan sus veleidades —por amorosas que sean— o realicen experimentos irrestrictos. Tampoco deben estar sometidos sin ayuda de la comunidad a los límites económicos o culturales de sus progenitores. Como en capítulos anteriores he sostenido, creo que la educación es un artificio contra lo fatal e irremediable, contra el destino de nuestra cuna. Por tanto me parece siempre más democrático favorecer la formación de los individuos que han de ser autónomos que respetar la autonomía familiar empeñada en condicionar o mutilar sus posibilidades de conocimiento. Desde luego, ello no quiere decir que las preferencias educativas de los padres deban ser sistemáticamente rechazadas o pasadas por alto. La autoridad social ha de encargarse de asegurar un mínimo suficiente común en todas las fórmulas educativas que se apliquen, pero respetando las orientaciones ideológicas diversas que reclamen las familias de cada niño —siempre que no infrinjan teórica o prácticamente los derechos fundamentales de la persona— y también el énfasis que cada cual quiera poner en reforzar determinados conocimientos optativos frente a otros igualmente posibles.
La enseñanza debe ser tan pluralista como la sociedad misma y en ella es conveniente que puedan hallar acomodo estilos y sesgos diferentes. Pero lo mismo que ningún padre debe ver a su hijo sin estudios por razones económicas, tampoco ninguno tiene derecho a privarle de ellos por razones ideológicas. Incluso para renunciar al conocimiento hay que tener ciertos conocimientos; y todos los enemigos de los títulos académicos que conozco han llegado a tan justificable aborrecimiento después de obtener el suyo. Sólo los fanáticos suponen que el principal designio de la educación democrática es crear esclavos satisfechos. Más allá de las limitaciones contingentes que pervierten de hecho las mejores intenciones, el objetivo de una educación humanista (en el sentido explicado en el capítulo quinto) no es identificar al neófito con dogmas inamovibles o formas de ser eternas sino enseñarle a
cambiar
sin desmoronarse, sin culpabilizarse y sin perder capacidad para seguir inventándose una buena vida. Bien puede suceder que este loable propósito nunca llegue a cumplirse sino de modo muy mediocre, pero ello no descalifica el intento ni desautoriza la presión social que lo reclama.
El saber que la enseñanza pretende transmitir no es la suma de conocimientos y experiencias aceptadas por los padres (que éstos deben y pueden comunicar personalmente, incluso como rebeldía a la enseñanza establecida: la dialéctica entre los padres y la escuela siempre resulta sumamente educativa) sino el conjunto de contenidos culturales básicos socialmente aceptados. El niño va a la escuela para ponerse en contacto con el saber de su época, no para ver confirmadas las opiniones de su familia. Los liberales como usted y como yo, señora ministra, no podemos regatearle esta ocasión quizá providencial de independencia, puesto que de fraguar individuos autónomos se trata. Tampoco compartimos, estoy seguro, muchas de las reservas que ciertos liberales históricos tuvieron contra la enseñanza pública. Adam Smith, por ejemplo, sostuvo (al final de
La riqueza de las naciones
, consulte su ejemplar) que gracias a que no había enseñanza pública para las mujeres éstas no aprendían nada «inútil, absurdo o fantástico» sino sólo cosas provechosas «como aquello que aumenta el natural atractivo de sus personas y forma su mente para la reserva, la modestia, la castidad y el ahorro». Con ese programa de estudios edificante pero quizás algo estrecho de miras se nos habría negado el placer de tenerla a usted, estimada amiga, al frente de un ministerio...