El valle de los caballos (4 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: El valle de los caballos
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Pero ésas eran sólo las criaturas más pequeñas que disfrutaban de la tranquilidad veraniega de la llanura. Ayla vio manadas de rengíferos, venados rojos y ciervos con enorme cornamenta; caballos esteparios robustos, asnos y onagros, tan parecidos entre sí; corpulentos bisontes o una familia de antílopes saiga se cruzaban eventualmente en su camino. En el rebaño de ganado salvaje, de un color entre negro y rojizo, con machos de casi dos metros de alzada, había becerros que mamaban de las enormes ubres de sus madres. A Ayla se le hizo la boca agua al pensar en el sabor del ternero lechal, pero su honda no era el arma adecuada para cazar uros. Divisó mamuts lanudos migratorios, vio un rebaño de bueyes almizcleros con las crías a sus espaldas y enfrentándose a una manada de lobos, y evitó con el mayor cuidado a una familia de rinocerontes enfurecidos. Recordó que era el tótem de Broud: «Muy apropiado», se dijo.

Mientras proseguía su camino hacia el norte, la joven pudo observar cierto cambio en el terreno. Comenzaba a volverse más seco y más desolado. Había llegado al límite septentrional, mal definido, de las estepas continentales, húmedas y nevadas. Más allá, hasta donde se alzaban las murallas mismas del inmenso glaciar septentrional, se extendían las áridas estepas del loess, un entorno que existía sólo cuando los glaciares cubrían la Tierra, durante el Período Glaciar.

Los glaciares, capas macizas y congeladas que se extendían sobre el continente, cubrían el Hemisferio Norte. Casi la cuarta parte de la superficie de la Tierra estaba sumida bajo sus inconmensurables y aplastantes toneladas. El agua, encerrada en sus confines, hacía que el nivel de los océanos descendiese, haciendo que la franja costera se extendiese y que se modificara la forma de las tierras. Ninguna parte del globo estaba a salvo de su influencia; las lluvias inundaban las regiones ecuatoriales y los desiertos se encogían, pero cerca de las orillas del hielo su efecto era aún más notable.

El vasto campo de hielo congelaba el aire que lo dominaba, haciendo que la humedad de la atmósfera se condensara y cayese en forma de nieve. Pero más cerca del centro, la alta presión se estabilizaba y originaba un frío extremadamente seco, empujando la nieve hacia los extremos. Los enormes glaciares crecían por el borde; el hielo era casi uniforme en toda su enorme extensión, una cubierta de hielo de más de un kilómetro de espesor.

Como la mayor parte de la nieve caía sobre el hielo y alimentaba al glaciar, la tierra que estaba justo al sur era seca... y estaba helada. La constante alta presión sobre el centro provocaba una caída atmosférica del aire frío y seco hacia presiones más bajas; el viento, que soplaba del norte, nunca cesaba de barrer las estepas, sólo variaba de intensidad. A lo largo de su recorrido arrastraba rocas que habían sido pulverizadas como harina en el límite movedizo del glaciar triturador. Las partículas transportadas por el viento pasaban como por un tamiz hasta adquirir una textura poco más áspera que la arcilla, el loess; depositadas sobre cientos de kilómetros y con un espesor de muchos metros, se convertían en tierra negra.

En invierno, vientos aulladores azotaban la escasa nieve caída sobre la yerma tierra helada. Pero la Tierra seguía girando sobre su eje inclinado, y las estaciones seguían cambiando. Temperaturas anuales medias de sólo unos pocos grados menos provocan la formación de un glaciar; unos pocos días calurosos causan unos efectos insignificantes si no alteran la media.

En primavera, la escasa nieve que caía sobre la tierra se derretía y la costra del glaciar se calentaba y chorreaba hacia abajo en dirección a las estepas. El agua de fusión suavizaba lo suficiente el suelo, por encima de la escarcha, para que brotaran hierbas de raíces poco profundas. La hierba crecía rápidamente, sabedora desde el corazón de su semilla que su vida sería breve. A mediados del verano se había convertido en heno seco, en todo un continente de tierras herbosas, con bolsas dispersas de selva boreal y tundra en las proximidades de los océanos.

En las regiones cercanas a los límites del hielo, allí donde la capa de nieve era delgada, la hierba proporcionaba forraje todo el año a incontables millones de animales herbívoros y consumidores de semillas que se habían adaptado al frío glacial... y a depredadores capaces de adaptarse a cualquier clima apropiado a su presa. Un mamut podía pastar al pie de una muralla brillante de hielo, de un blanco azulado, que se alzaba mil metros o más sobre su cabeza.

Las corrientes de agua y los ríos de temporada, alimentados por la fusión de los hielos, abrían surcos en el profundo loess y a menudo se abrían paso entre la roca sedimentaria hasta la plataforma cristalina de granito que yacía bajo el continente. Profundos barrancos y cañones de ríos eran comunes en el paisaje abierto, pero los ríos proporcionaban humedad y los cañones, protección contra el viento. Incluso en las áridas estepas de loess existían valles verdes.

El tiempo era cada vez más cálido y, a medida que transcurrían los días, Ayla se cansó de viajar. Se cansó de la monotonía de las estepas, del sol implacable y del viento incesante. Su cutis se volvió áspero, agrietado, y se peló. Tenía los labios cubiertos de costras, los ojos doloridos, la garganta siempre llena de polvo. A veces pasaba a través de un valle fluvial, más verde y boscoso que las estepas, pero ninguno le inspiró el deseo de quedarse y en ninguno de ellos había el menor rastro de vida humana.

Aun cuando los cielos eran generalmente claros, su búsqueda infructuosa proyectaba sobre ella una sombra de preocupación y temor. La tierra siempre estaba gobernada por el invierno. El más caluroso día del verano nunca mantenía muy alejado el rudo frío glacial. Había que hacer acopio de alimentos y encontrar protección para sobrevivir a la prolongada estación invernal. Ayla había vagado desde el principio de la primavera y ya empezaba a preguntarse si estaría condenada a recorrer perpetuamente las estepas... o a morir, después de todo.

Acampó al finalizar otro día igual a los anteriores. Había matado un animalito, pero su brasa se había apagado y la leña escaseaba cada vez más. Comió unos cuantos bocados crudos para no tener que hacer fuego, pero no sentía apetito. Tiró la marmota a un lado, aunque parecía que también la caza empezaba a escasear... o tal vez ella no buscaba ya con tanta atención. Recolectar también se hacía difícil. La tierra estaba dura, seca y entretejida con plantas secas. Y allí nunca amainaba el viento.

Durmió mal, atormentada por pesadillas, y despertó sin haber conseguido descansar. No tenía nada que comer, hasta la marmota que había descartado había desaparecido. Bebió un poco de agua insípida, cogió su cuévano y se puso en marcha hacia el norte. Cerca del mediodía encontró, junto al lecho de un río, unas charcas a punto de secarse y cuya agua tenía un sabor ácido. A pesar de ello, llenó su odre. Arrancó algunas raíces de espadaña; aunque correosas y blancuzcas, las fue masticando mientras avanzaba cansadamente. No quería seguir adelante, pero no se le ocurría nada mejor. Desanimada y apática, no prestaba gran atención a su camino. No se dio cuenta de que una manada de leones estaba tomando el sol de la tarde hasta que uno de ellos lanzó un rugido de advertencia.

El temor se apoderó de ella, despertando su conciencia. Retrocedió y dio un rodeo para evitar el territorio de los leones. Había llegado suficientemente al norte. Era el espíritu del León Cavernario lo que la protegía, no la enorme bestia en su forma física. Que fuera su tótem no significaba que la mantuviera a salvo de un ataque. En realidad, así fue como Creb supo que su tótem era el León Cavernario. Ayla seguía llevando cuatro largas cicatrices paralelas en el muslo izquierdo, y tenía siempre la misma pesadilla: una zarpa gigantesca que se introducía en la cueva diminuta donde se había refugiado para ocultarse siendo una niña de cinco años. Recordó haber soñado con esa zarpa la noche anterior. Creb le había dicho que había sido sometida a prueba para ver si lo merecía, y que estaba señalada como muestra de que había sido elegida. Inconscientemente, tendió la mano y tocó las cicatrices de la pierna. «Me pregunto por qué me escogería el León Cavernario», pensó.

El sol deslumbraba mientras se hundía en el cielo por el oeste. Ayla había estado trepando por una cuesta larga, buscando un lugar donde acampar. «Otra vez una acampada sin agua», pensó, y se alegró de haber llenado su bolsa. Pero tendría que encontrar agua pronto. Estaba cansada, hambrienta y trastornada por haberse dejado llevar tan cerca de los leones cavernarios.

¿Sería una señal? ¿Sería tan sólo cuestión de tiempo? ¿Qué le hacía pensar que podría librarse fácilmente de una maldición de muerte?

El brillo del horizonte era tan intenso que no se dio cuenta de que estaba al borde de un precipicio. Se protegió los ojos con las manos, se detuvo y vio bajo sus pies un barranco. Un riachuelo de agua reluciente corría allá abajo, flanqueado a ambos lados por árboles y matorrales. Un desfiladero de farallones rocosos se abría sobre un valle fresco, verde y abrigado. A medio camino, hacia abajo, en medio de un campo, los últimos rayos alargados del sol caían sobre una pequeña manada de caballos que pastaban apaciblemente.

Capítulo 2

Bueno, dime entonces: ¿por qué has decidido venir conmigo, Jondalar? –preguntó el joven de cabello moreno, mientras desataba una tienda formada por varios cueros enjaretados unos con otros–. Le dijiste a Marona que sólo irías a visitar a Dalanar y mostrarme el camino. Nada más que para hacer un corto Viaje antes de establecerte. Se suponía que irías a la Reunión de Verano con los Lanzadonii, y que estarías allí a tiempo para la Matrimonial. Se va a poner furiosa, y no es una mujer a quien yo desearía ver enojada conmigo. ¿Seguro que no vienes sólo para librarte de ella? –el tono de voz de Thonolan era ligero, pero la seriedad de su mirada delataba su inquietud.

–Hermano pequeño, ¿qué te hace pensar que eres el único de esta familia que siente el deseo de viajar? ¿No pensarías que iba a dejarte librado a tus propios medios, verdad? ¿Para que luego regresaras a casa fanfarroneando sobre tu largo Viaje? Alguien tiene que ir contigo para asegurarse de que tus historias sean veraces y para sacarte de apuros –replicó el hombre alto y rubio, antes de agacharse para entrar en la tienda. En el interior había altura suficiente para estar cómodamente sentado o arrodillado, pero no de pie, y la anchura bastaba para extender los sacos de dormir y la impedimenta de ambos. La tienda estaba sostenida por tres postes en hilera partiendo del centro, y junto al más alto, el de en medio, había un orificio en el cuero con una solapa que se podía cerrar para que no entrara la lluvia, o abrir para dejar salir el humo si se encendía fuego dentro. Jondalar arrancó los tres postes y salió gateando con ellos por la abertura de la tienda.

–¡Para sacarme de apuros! –exclamó Thonolan–. ¡Si tendré que ponerme ojos en la nuca para cuidar tu retaguardia! ¡Espera a que Marona se entere de que no estás con Dalanar y los Lanzadonii, cuando lleguen a la Reunión! Podría decidir convertirse en donii y venir volando por encima de ese glaciar que acabamos de cruzar, sólo por alcanzarte, Jondalar –juntos, se pusieron a doblar la tienda–. Ésa te tiene echado el ojo desde hace tiempo y, justo cuando creía tenerte cogido, decides que ha llegado el momento de emprender un Viaje. Me parece que lo que no quieres es meter la mano en esa cuerda y dejar que Zelandoni apriete el nudo. Creo que mi hermano mayor le tiene miedo al casorio –colocaron la tienda junto a las armaduras posteriores–. La mayoría de los hombres de tu edad tienen ya un pequeño o dos junto a su fuego –agregó Thonolan, esquivando un amago de puñetazo en broma de su hermano mayor; ahora la risa bailaba en sus ojos grises.

–¡La mayoría de los hombres de mi edad! ¡Si sólo tengo tres años más que tú! –replicó Jondalar fingiendo enojo. Entonces soltó una carcajada sonora y sincera cuya exuberancia sin inhibiciones resultaba más sorprendente por inesperada...

Los dos hermanos eran tan distintos como el día y la noche, pero el más bajo, el moreno, era quien tenía el corazón más ligero. La naturaleza amigable de Thonolan, su sonrisa contagiosa y su risa fácil hacían que fuera bienvenido dondequiera que fuese. Jondalar era más serio, a menudo arrugaba el entrecejo al concentrarse o sentir inquietud, y aunque sonreía fácilmente, sobre todo a su hermano, pocas veces reía fuerte. Cuando lo hacía, el abandono mismo de su carcajada resultaba una sorpresa.

–¿Y cómo sabes que Marona no tendrá ya un pequeño que acercar a mi fuego para cuando estemos de vuelta? –dijo Jondalar mientras se ponían a enrollar el cuero del suelo, que podía utilizarse también como un pequeño refugio con un solo poste.

–¿Y cómo sabes tú que no llegará a pensar que mi huidizo hermano no es el único hombre merecedor de sus conocidos encantos? Marona sabe realmente cómo agradar a un hombre... cuando quiere. Pero ese genio suyo... Eres el único hombre capaz de manejarla, Jondalar, aunque Doni sabe que son muchos los que la tomarían, con su genio y todo –estaban el uno frente al otro con el cuero entre ambos–. ¿Por qué no la has tomado por mujer? Todo el mundo lo ha estado esperando durante años.

La pregunta de Thonolan era en serio. Los vivos ojos azules de Jondalar revelaron turbación y el entrecejo se le arrugó.

–Tal vez sea precisamente porque todo el mundo lo espera –contestó–. Sinceramente no lo sé, Thonolan; también yo espero tomarla por compañera. ¿A quién, si no?

–¿Que a quién? Oh, simplemente a la que se te antoje, Jondalar. No hay en todas las cavernas una mujer soltera, y alguna que no lo es, que no se precipitaría a aprovechar la ocasión de atar el nudo con Jondalar de los Zenlandonii, hermano de Joharran, el líder de la Novena Caverna, por no mencionar que también es hermano de Thonolan, elegante y valeroso aventurero.

–Y hay algo que se te olvida: hijo de Marthona, ex jefa de la Novena Caverna de los Zelandonii, hermano de Folara, bella hija de Marthona, o que al menos lo será cuando crezca –agregó Jondalar, sonriendo–. Si vas a citar mis parentescos, no olvides a las que gozan de la bendición de Doni.

–¿Quién podría olvidarlas? –preguntó Thonolan, enrollando los sacos de dormir, hecho cada uno de ellos con dos pieles cortadas de manera que se ajustaran al cuerpo de cada hombre y enjaretadas a los lados y los pies con un cordel alrededor de la abertura–. ¿De qué estábamos hablando? Yo diría que incluso Joplaya se uniría a ti, Jondalar.

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