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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (18 page)

BOOK: El Umbral del Poder
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—¡Raistlin! —susurró y, reconociéndolos también, apretó sus dedos entre las palmas.

El muchacho abrió los ojos. Cuando se incorporó, era ya el hombre de enlutados ropajes.

La sacerdotisa le espió mientras él, deprimido, pasaba revista a la desvirtuada Solace.

—¿Qué sucede? —indagó, agitada por las convulsiones que la ponzoña arrancaba de su ser.

—Es su manera de debilitarme —musitó el nigromante, más para sus adentros que en respuesta a la pregunta de la mujer—. Su estrategia consiste en herirme, en ahondar donde más duele. Y no le es difícil hallar los puntos flacos. —Fijó los áureos ojos en Crysania y, sonriente, le reveló—: Te has debatido en mi lugar, y has salido victoriosa. Ahora debes descansar —agregó, al mismo tiempo que la arropaba en sus aterciopelados pliegues y la acunaba en su regazo—. Tu malestar es pasajero. Pronto estarás en condiciones de seguir viaje.

Todavía temblorosa, la sacerdotisa apoyó la cabeza en el pecho masculino. Inmersa en su calidez, oyó el disonante zumbido del aire en sus pulmones y olisqueó, embriagada, aquella mixtura de fragancia de rosas y fetidez de muerte que exudaba por los poros.

Capítulo 5

La reticencia de Gunthar

—Éste es el resultado de sus valerosas promesas —murmuró Kitiara sin alzar la voz.

—¿Qué esperabas si no? —preguntó Soth.

Las palabras del caballero, coreadas por el tintineo de la añeja armadura, sonaron casuales y al mismo tiempo retóricas. Fueron dichas en un tono singular que impulsaron a la sacerdotisa a lanzar una penetrante mirada a su interlocutor. Al notar que los ojos anaranjados de él, relumbrando en sus vacías cuencas, se clavaban en su persona con nueva intensidad, la Señora del Dragón se ruborizó. Comprendió entonces que delataba más emociones de lo aconsejable y, encolerizada, desvió el rostro abruptamente.

Mientras recorría la estancia, amueblada con una pintoresca mezcla de armaduras, viejas armas, sábanas de seda perfumadas y gruesas alfombras de pieles de animales, Kitiara cruzó sobre sus senos ambos ribetes del escotado pectoral de su camisa de dormir, transparente y vaporosa, y se apercibió de que le temblaban las manos. Poco conseguía con aquel gesto en lo concerniente al recato y, además, ni siquiera acertaba a discernir los motivos que la habían impulsado a hacerlo. Nunca la había asaltado tal arrebato de pudor, y menos aún en compañía de una criatura que se había descompuesto en un montículo de cenizas trescientos años atrás. Pero lo cierto era que se había sentido incómoda frente al escrutinio de los ojos centelleantes de Soth, que la contemplaban desde un rostro inexistente. De pronto, se sintió desnuda y frágil.

—Nada en absoluto —contestó tardíamente al comentario del caballero.

—Después de todo, sólo es un elfo oscuro —prosiguió él en el tono monótono, casi de tedio, que le caracterizaba—. Nunca ha guardado en secreto que teme a tu hermano más que a la misma muerte. ¿Qué tiene de extraño que elija luchar en las filas de Raistlin en lugar de enrolarse en las de una caterva de magos seniles y débiles, que apenas se sostienen sobre sus botas?

—¡Pero era tanto lo que podía ganar! —argumentó la mujer, haciendo un esfuerzo para que su acento no desentonara del de su interlocutor y, a la vez, arrebujándose en un pellejo que yacía extendido en su lecho a modo de colcha—. Los hechiceros le ofrecieron el liderazgo de los Túnicas Negras, y él mismo me aseguró que nadie sería capaz de arrebatarle el puesto de Par-Salian como mandatario de cónclave, como cabeza suprema del arte arcano en Krynn.

«Habrías obtenido también otras recompensas, elfo oscuro» añadió en su pensamiento, y llenó su copa de vino tinto.

Luego agregó en voz alta:

—En cuanto haya derrotado a mi trastocado hermano, ¿quién quedará en el mundo capaz de detenernos? ¿Qué ha sido de nuestro proyecto de gobernar juntos, tú con la vara y yo con la espada? Sería magnífico obligar a hincar la rodilla a los Caballeros de Solamnia y expulsar de su patria, ¡tu patria!, a los elfos, de tal manera que regresaras triunfante y yo, querido, cabalgase a tu lado.

El tallado recipiente donde escanciara el licor se deslizó de su mano y, aunque intentó atraparlo, su movimiento fue demasiado precipitado y apretó más fuerte de lo debido. El frágil cristal se hizo añicos, que traspasaron su carne. La sangre se confundió con el vino al gotear sobre el mullido suelo.

Las cicatrices de guerra sembraban de recuerdos el cuerpo de Kitiara, tan abundantes como las intangibles huellas que dejaran sus amantes. Hasta ahora había soportado las heridas sin un pestañeo, pero el liviano incidente de la rotura de la copa convocó un torrente de lágrimas en sus pupilas, manifestaciones de un dolor que parecía insostenible.

Había en la sala una jofaina. La sacerdotisa introdujo la mano en el agua, sin cesar de morderse el labio para reprimir un inminente grito. El cristalino líquido se tornó rojo al instante.

—¡Manda a buscar a uno de los clérigos! —ordenó a Soth, que, impertérrito, permanecía erguido en su proximidad y la estudiaba con las fluctuantes chispas de fuego que sustituían a los globos oculares.

Obediente, el caballero espectral llamó a un criado y le impartió instrucciones. Éste abandonó la escena sin tardanza y Kitiara, profiriendo maldiciones y parpadeando para contener su llanto, se hizo con un retazo de lino y se vendó la mano lastimada. Cuando al fin llegó el clérigo, a trompicones a causa de la prisa, el fino tejido estaba empapado y la tez de la mujer se adivinaba cenicienta bajo el perenne bronceado.

El medallón con el Dragón de las Cinco Cabezas que portaba el sacerdote rozó la palma de Kit al inclinarse éste sobre ella, absorto en musitar plegarias a la Reina de la Oscuridad. Unos segundos más tarde, se contuvo la hemorragia y la carne se cerró, unida por unos invisibles puntos de sutura.

—Los cortes no eran hondos. Las molestias desaparecerán pronto —dictaminó el clérigo con afabilidad.

—¡Más te vale! —le amenazó la dignataria, que aún se debatía contra el irrazonable desmayo que la arrastraba a otras esferas—. Es la mano de la espada.

—Blandirás el acero con la facilidad y destreza acostumbradas, señora —le garantizó el mágico curandero—. ¿Hay algo más que pueda…?

—No, sal de mi alcoba.

—Como quieras —se sometió el aludido con una reverencia—. Adiós —saludó también a Soth y, humilde, partió.

Reticente a la idea de enfrentarse al flamígero examen de su acompañante, la dama mantuvo la cabeza ladeada mientras refunfuñaba contra la Orden que representaba aquella criatura en retirada, aquel sacerdote de negro hábito inmerso en el crujir de sus ropajes.

—¡Ineptos! Detesto que merodeen a mi alrededor —les insultó—. Sin embargo, en momentos excepcionales reconozco que resultan útiles —rectificó al observar su mano, que, aunque resentida, estaba completamente curada—. Y bien —se dirigió a su fantasmal esbirro—, ¿qué propones que haga con el elfo oscuro?

Antes de que el espectro respondiera, Kitiara se incorporó y reclamó la presencia de un sirviente.

—Recoge los fragmentos y arregla un poco este desorden —ordenó cuando el criado se hubo presentado—. Luego tráeme otra copa —agregó, propinando una sonora bofetada al amilanado personaje—, una de oro. ¡Te he repetido un sinfín de veces que aborrezco estas bagatelas de factura elfa! ¡Quita todo el juego de mi vista, tíralo!

—¡Tirarlo! —se aventuró a protestar el subordinado—. Estas piezas son muy valiosas, señora, proceden de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y fueron obsequiadas por…

—¡He dicho que las destruyas! O, mejor todavía, lo haré yo.

Tomada esta resolución, la impulsiva mujer agarró las copas una tras otra y las arrojó contra la pared del dormitorio. El criado esquivó los proyectiles que, tras sobrevolar su cráneo, se estrellaban en la piedra, y aguardó hasta que hubo concluido la dignataria, la cual, desahogado su ímpetu, se desplomó en una silla situada en un rincón y cayó en un obstinado mutismo.

El sirviente se apresuró a recoger los cristales rotos, vaciar la jofaina y renovar el agua. Se ausentó unos minutos y, cuando volvió con más vino y los recipientes que solicitara la Dama Oscura, ni ésta ni Soth habían mudado sus posturas. El Caballero de la Muerte continuaba enhiesto en el centro de la habitación, refulgentes sus iris en la creciente penumbra que convocaba el crepúsculo.

—¿Enciendo los candelabros, señora? —inquirió el discreto camarero, mientras depositaba la bandeja en una mesita destinada a tal efecto.

—Vete —lo despachó Kitiara con la boca reseca.

Retiróse raudo aquel infeliz, cerrando la puerta tras él. Con pasos inaudibles, el caballero atravesó la alcoba y, tras detenerse junto a la extraviada mujer, posó la mano en su hombro. Ella, pese a flotar en sus divagaciones, se encogió al recibir el contacto de aquellos dedos, cuyo frío congelaba las entrañas. Pero no reculó ni hizo ademán de evitarlo.

—Y bien —consultó de nuevo al fantasma, estudiando el entorno que, ahora, sólo iluminaban sus flamígeros ojos—, ¿cómo interceptaremos a esos insensatos de Dalamar y Raistlin? ¿De qué forma impediremos que la Reina nos aniquile a todos?

—Debes atacar Palanthas —le recomendó Soth.

—Creo que puede hacerse —masculló Kitiara, tamborileando con la empuñadura de la daga sobre su muslo.

—Tu plan es realmente ingenioso, señora —la felicitó el primer oficial de sus tropas, impregnada su voz de una admiración que no trató de disimular.

Aquel individuo, un humano entrado en la cuarentena, había escalado los peldaños de la carrera militar hasta ocupar su actual dignidad sin reparar en intrigas, traiciones y asesinatos para lograrlo. Así, tenaz y poco escrupuloso a la hora de plasmar sus ambiciones, se había ganado el nombramiento de general del ejército de los Dragones. Encorvado, carente de apostura y desfigurado por una cicatriz que le surcaba el rostro, nunca había degustado los favores que su adalid prodigaba entre sus capitanes más apuestos, pero no había perdido la esperanza. Al espiar la reacción que producía su halago, advirtió que en la habitualmente fría y severa faz de la dama prendía la luz de la complacencia. Incluso se dignó sonreírle y separar los labios en aquella ambigua mueca que tan bien sabía utilizar y que hizo que se acelerase el pulso masculino.

—Me alegra comprobar que la falta de práctica no ha anquilosado ese sexto sentido —la alabó también Soth, y su voz incorpórea se difundió en mil ecos por la sala de cartografía.

El oficial se estremeció. A pesar de haber combatido junto al Caballero de la Muerte y sus guerreros de ultratumba en defensa de la Reina Oscura, de haber librado innumerables batallas en el mismo bando, era incapaz de mostrarse indiferente ante la gélida aureola de eternidad que le circundaba, que le envolvía, tan amorosa como la capa guardaba la abollada armadura donde se dibujaba el emblema de su hermandad.

«¿Cómo le resiste ella? —se escandalizó para sus adentros —. Se rumorea que hasta tiene libre entrada en sus aposentos privados.» Tal ocurrencia tuvo el don de normalizar los latidos de su corazón. Quizá, después de todo, las mujeres esclavas no eran tan terribles. Al menos, cuando uno estaba solo con ellas en la noche poseía la certeza de que nadie le acechaba.

—¡Claro que no! —se revolvió Kitiara contra la observación de Soth, tan furiosa que el humano se agitó turbado, ansioso por encontrar una excusa que le permitiera dejarles.

Las circunstancias le favorecían. Dado que la ciudad entera de Sanction se preparaba para entrar en liza, no era demasiado difícil inventar un pretexto verosímil.

—Si no me necesitas, señora —se despidió, con una reverencia en señal de respeto—, debo controlar los trabajos de aprovisionamiento en la armería. Hay mucho que hacer, y el tiempo apremia.

—Cumple con tu deber —le autorizó Kitiara, ausente, puesta la vista en el enorme mapa que, grabado en las losetas, se extendía en el suelo bajo sus pies.

Dando media vuelta, el militar comenzó a alejarse entre el repiqueteo de su espadón contra las piezas metálicas de su atuendo guerrero. No obstante, antes de que cruzara el umbral, le detuvo la voz de su jefe.

—¿General?

—¿Sí, señora? —indagó, solícito, y se volvió hacia ella.

La dama vaciló, como si buscase las palabras adecuadas luego formuló su invitación:

—Quizá te apeteciera cenar hoy conmigo. Soy consciente de que es un poco tarde. Ya habrás concertado alguna otra cita.

El aludido, confundido, titubeó y notó que sus palmas se humedecían con un sudor frío.

—Si he de serte sincero, confesaré que, en efecto, he adquirido un compromiso previo —mintió—. Pero podría aplazarlo.

—De ningún modo —rehusó Kit, y un suspiro de alivio mal disimulado ensanchó su faz—. No hay razón para ello. Quedas disculpado. Otra vez será.

El hombre, aún desconcertado, giró de nuevo sobre sus talones y se dispuso a abandonar la sala, pero, antes de desaparecer, vislumbró los ojos ígneos del caballero espectral, que se habían fijado en un punto insondable.

Recapacitó que, si era a él a quien escrutaban, debía organizar una auténtica velada íntima a fin de no levantar suspicacias. Mientras caminaba por el largo corredor, decidió ordenar que condujeran a su alcoba a una de las muchachas esclavas, a su favorita.

—Creo que te conviene relajarte. ¿Por qué no te concedes una noche de placer? —sugirió Soth a Kitiara en cuanto las pisadas del oficial se hubieron alejado en el pasillo del cuartel general de la dignataria.

—Como bien ha apuntado nuestro amigo —aludió la mujer al esbirro que acababa de irse—, la tarea es dura y el plazo breve.

Se concentró por completo en el estudio del documento cartográfico. Se hallaba erguida sobre el lugar designado como Sanction, y revisó la senda hasta el extremo noroccidental de la estancia donde, señalada en el seno del nido protector que le proporcionaban sus colinas, figuraba Palanthas.

Siguiendo su mirada, el descarnado fantasma recorrió la distancia entre ambas urbes. Hizo un único alto, en la representación de un paso montañoso señalizado con el nombre de Torre del Sumo Sacerdote.

—Los Caballeros de Solamnia intentarán obstaculizar tu marcha en este lugar —anunció—, el mismo donde te opusieron resistencia en la Guerra de la Lanza.

La mandataria ensayó una torcida sonrisa, sacudió su rizada melena y echó a andar hacia Soth, sinuoso su contoneo como no lo había sido semanas atrás.

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