Dejo el lápiz en la mesa y miro a mis compañeras, sentadas alrededor de mí. Seis caras atónitas. Las comprendo. A mí también me parece una hipótesis disparatada. Sin embargo, estoy convencido de que sucedió exactamente así. Todo lo prueba. Nathalie es la primera en hablar:
—Pero ¿por qué se pondría a escribir después de cortarse los dedos?
—No lo sé.
—Por un lado, se corta los dedos porque está asqueado de la literatura y, por otro, continúa escribiendo después de la mutilación… Contradictorio, ¿no?
—Tal vez este terrible dilema era insoportable para él y por eso quiso matarse —propone Nicole, la enfermera jefe.
—Tal vez —digo—, pero es un poco pronto para llevar las hipótesis más lejos.
Empujo el teclado sobre la mesa y suspiro, con más fuerza de lo deseado.
—Muy bien. Josée, intente obtener una copia de lo que Roy estaba escribiendo cuando lo encontraron. La policía puede ayudarla. Nathalie, continúe con los ejercicios, quizá lo hagan reaccionar después de todo. Nada de medicación de momento.
—En fin, ¿continuamos?
Continuamos. De repente, siento que toda mi carrera se resume en este verbo. Continuar. Ni «encontrar» ni «resolver». Continuar.
—Sí —respondo con una voz monocorde—, continuamos.
El hombre está sentado delante de mí, al otro lado de la mesa. Una sola palabra basta para describirlo: aterrado. Se quita las gafas continuamente para restregarse los ojos, se alisa sin cesar el pelo (por otra parte, escaso) y suspira a cada momento. Acabo de contarle todo lo que sabemos. Su sorpresa es mayúscula.
—Comprenda —me explica Patrick Michaud mientras se pone las gafas por décima vez— que no sólo soy su agente, también soy un gran amigo.
—Lo sé, me lo ha dicho al entrar. Por esta razón, se lo he contado todo. Sus padres han muerto y no tiene familia, a excepción de una hermana que no muestra ningún interés por él…
—¡Hace varios meses que Tom cortó todo contacto con sus amigos! —añade el agente con despecho.
—Según parece, no tenía novia.
Michaud esboza una sonrisa triste.
—No, en realidad no. Tom es un soltero empedernido. Ha tenido varias amantes, pero nada serio. Nunca se ha visto con la misma mujer más que algunas semanas… Creo que… —los ojos del agente brillan—, creo que le gusta demasiado el sexo para casarse.
Asiento despacio y retomo nuestro tema:
—Entonces usted es la persona más allegada a él…
El agente suelta una carcajada amarga.
—Era, más bien…
—¿Por qué dice eso?
Suspira de nuevo. Llevo la mano al magnetófono que se encuentra encima del escritorio.
—¿Me permite? Así no tengo que tomar notas…
Él asiente con un gesto.
—Hace exactamente once semanas que no hablamos. ¡Lo sé porque las he contado! Le he llamado un montón de veces, pero no ha respondido a ninguno de mis mensajes. Incluso he ido a su casa, he llamado a la puerta, ¡y ni siquiera me ha contestado! Hace un mes me coloqué delante de su casa ¡y me dije que me quedaría allí hasta que lo viera! ¡Cuando al fin salió, casi me abalancé sobre él! Le dije que su silencio era inaceptable y que no entendía por qué me ignoraba, a mí, ¡su amigo! ¡Pero él no pronunció ni una palabra! Siguió caminando, incómodo… ¡Parecía casi aterrorizado! ¡Era ridículo! Le cogí del brazo y le dije: «¡Oye, si no quieres escribir, es cosa tuya! ¡No te volveré a mencionar la escritura! ¡Sólo quiero entender lo que te pasa!». Pero se liberó de mi mano… y ¡huyó!
Michaud levanta los brazos en un amplio gesto incrédulo y contrariado.
—Huyó, doctor, ¿se lo imagina? ¡Echó a correr como si yo lo estuviera atacando! ¡Me sorprendió tanto su reacción que no pude mover ni un músculo! ¡Vi cómo huía, completamente desorientado!
Me acaricio el mentón, impasible. Siempre me impongo la obligación de no expresar mis reacciones a las personas que están relacionadas con un paciente. De todas formas, últimamente experimento más bien el problema inverso: tengo que hacer esfuerzos para no mostrar una indiferencia total.
—Usted ha dicho que él no quería seguir escribiendo…
Se encoge de hombros.
—Es lo que me confesó la última vez que nos vimos…, que nos vimos de verdad, quiero decir… Que hablamos…
Voy a pedirle que me cuente ese encuentro, pero no hace falta. Michaud ya se ha lanzado:
—Desde la publicación de su última novela,
La última revelación
, en septiembre, Tom no se dejaba ver en ningún sitio. Me prohibió formalmente que le concertara entrevistas promocionales con ningún periódico o programa de televisión. Yo acepté. Pensé que quería pasar algunos meses en paz, para escribir tranquilo. Quizá la fama empezaba a resultarle agotadora, lo comprendía. Seguimos viéndonos de vez en cuando, pero no por cuestiones de trabajo. Sólo como amigos. Me daba la impresión de que tenía la mente en otra parte, pero, bueno, no iba a enfadarme por eso. Estaba más cansado. Más apagado.
La última revelación
superaba récords de ventas, aunque esto no le impresionaba. En el mes de febrero, hace once semanas (se lo he dicho, ¡las he contado!), lo invité a un restaurante pensando que había llegado el momento de que saliera de su hibernación. Antes incluso de que empezáramos a comer, le pregunté si estaba escribiendo una nueva novela. Me dijo que no.
El agente me lanza una mirada cómplice. No reacciono.
—¡Me quedé realmente sorprendido! «Venga, vamos —le dije—. Cuando me comunicaste que no querías entrevistas, ¿no era para poder escribir tranquilo? ¿Qué has hecho los cinco últimos meses?». Él no respondió nada. Yo estaba cada vez más extrañado. Le pregunté si tenía intención de reaparecer en público. Había al menos cien invitaciones de medios de comunicación sobre mi mesa. Me dijo que no quería conceder más entrevistas, ¡que la televisión y los periódicos se habían acabado para él! ¡Yo no salía de mi asombro! «¿Qué sucede, Tom? —le pregunté—. ¿Necesitas más tiempo para escribir?». Entonces…
Michaud se quita las gafas y se frota los ojos. Me parece que acabará por arrancárselos. Se pone las lentes de nuevo y continúa con aire incrédulo:
—¡Entonces me dijo que no volvería a escribir! ¡Nunca jamás! ¡Creía que bromeaba, pero nada de eso! ¡Estaba muy serio! Pensé que se encontraba enfermo. Tenía ojeras y la tez pálida… Además, le diría que Tom presentaba este aspecto apagado desde hacía bastante tiempo. Comenzó cuando perdió el ojo…, pero a partir de la publicación de
La última revelación
, su deterioró fue muy rápido…
—Falta de inspiración. Se había aislado para escribir, las ideas no vinieron y estalló la crisis.
Michaud mueve frenéticamente la cabeza.
—¡No, no! ¡Eso es lo que yo creía, doctor, en efecto! Además, se lo dije en el restaurante: «Quizás en este momento no tienes ideas, querido Tom, pero no te desanimes, ¡ya verás como vienen! ¡Hay autores que no han encontrado nada que contar durante años!». Pero él me lanzó una sonrisa extraña, casi despectiva, y me respondió: «¡Ideas! ¡No quiero ideas! ¡En cinco meses, he sido capaz de reprimirme! ¡No he escrito ni una línea, Pat! ¡Ni una! ¡Y espero continuar así!». ¿Se da cuenta?
Frunzo ligeramente el ceño. El relato resulta diferente de lo que me imaginaba.
—¡Él no quería ideas! ¡Hacía un esfuerzo para no escribir! ¿Ha visto antes a un escritor actuar así?
Me acaricio el cabello entrecano mientras observo el interruptor situado en la pared, detrás de mi interlocutor. En el pasado, sentado en esta consulta, coloqué este mecanismo con la esperanza de que provocara una chispa en mí, de que me enviara una descarga eléctrica que me ayudara a resolver numerosos interrogantes.
El interruptor nunca ha funcionado.
—¿No le reveló por qué no quería volver a escribir?
—¡Desde luego, yo se lo pregunté! Y él me respondió…
Michaud corre ligeramente la silla hacia mí, como si fuera a decirme algo confidencial. También baja el tono de voz.
—… él me respondió: «Hace demasiado daño…».
—¿Demasiado daño?
—Demasiado daño…
Me mira como si esperara una reacción por mi parte. Ante mi silencio, continúa:
—Yo empezaba a encontrar todo aquello ridículo. Le pregunté de qué hablaba. «¿Escribir libros te hace daño? ¿Vender millones de ejemplares de tus diecinueve novelas en todo el mundo te hace daño?». Me replicó que yo no entendía nada. En esto tenía razón: ¡yo no comprendía nada en absoluto!
Michaud se alisa el pelo con las dos manos mientras suelta el suspiro más grande desde que está aquí.
—Yo… yo estaba confuso, doctor. Es la palabra más precisa que puedo encontrar: confuso. No entendía lo que él quería expresar. Me serené y empecé a decirle que seguramente estaba muy cansado, que quizá tenía una ligera depresión y que debería acudir a un… ¡En fin, todo el repertorio! Esto lo exasperó. Al final, se levantó y me miró a los ojos. ¡Dios mío!, parecía tan desgraciado, doctor, que tuve una corazonada… Luego me dijo: «Pat, no te pido que me comprendas. Sólo quiero que sepas que no volveré a escribir jamás. Al menos, si tengo fuerzas para ello. ¡Se acabó!». ¡Y se marchó! ¡Sin haber probado bocado! ¡A pesar de mis gritos para que volviera! ¡Se marchó!
Mueve la cabeza con aire triste.
—Y no volví a verlo hasta hace un mes, cuando lo abordé en la calle, como le he contado antes…
El agente baja la cabeza y un silencio planea sobre nosotros durante unos segundos. Creo que él lo ha dicho todo. Como para confirmar esta impresión, levanta el rostro y me pregunta, lleno de esperanza:
—¿Qué le ha sucedido, doctor? ¿Cómo explica usted esto?
Me arrellano en el sillón mientras emito un ligero silbido.
—Usted espera una respuesta precisa, pero es bastante más complicado, señor Michaud… El mecanismo del cerebro no se reduce a una serie de ecuaciones matemáticas que dan invariablemente el mismo resultado.
Mi respuesta pomposa lo irrita. No se lo tengo en cuenta. A las personas les gustaría que se lo explicaran todo a la primera. ¿Cuántos padres, hijos o amigos de pacientes esquizofrénicos he visto sentados en este mismo sillón, haciendo la misma pregunta?
—¿No tiene ninguna idea? —pregunta él extrañado.
—Es un poco pronto para afirmar nada…
Michaud se observa las manos, aterrorizado de repente…
—¡Cortarse los dedos! ¡Voluntariamente! ¡Es espantoso! ¿Y usted afirma que después escribió en su teclado con un lápiz en la boca?
Está atónito.
—Pero ¿por qué?
—Señor Michaud, le repito que aún es pronto para anticipar explicaciones…
Por supuesto, tengo un par de hipótesis que me rondan en la cabeza, pero está descartado discutirlas con él. Le propongo otra cosa:
—¿Quiere verlo?
Se levanta, casi trastornado.
—¡Joder! ¡Pero si he venido para eso! ¡No me habría marchado sin verlo, puede estar seguro!
—Me gustaría que le hablara, aunque no responda, aunque no reaccione a su presencia. Usted es el primer rostro conocido que se presenta ante él y espero que eso le provoque alguna reacción. ¿Me comprende?
Michaud se embala de repente.
—¿Cree que conseguiré curarlo?
No puedo reprimir una sonrisa. Este hombre bajo, gordo y cuarentón, detrás de su aspecto serio de hombre de negocios, manifiesta una ingenuidad tan sincera que me parece estar frente a un adolescente. No hay ninguna duda: quiere profundamente a su amigo Roy.
—Curar no es el término apropiado, señor Michaud, pero tal vez usted sea el primero que lo haga reaccionar. Es posible, aunque más vale no anticiparse, para evitar decepciones. Sígame, por favor…
Tomamos el ascensor privado y bajamos al Núcleo. Michaud mira alrededor, un poco intimidado. Para él, ahora estamos «en el manicomio» y esto no debe de tranquilizarle nada. Nos cruzamos con un paciente, el señor Marcotte, que nos ignora por completo. Por su parte, Michaud lo sigue un rato con los ojos, intrigado.
En la puerta número nueve, doy dos golpes cortos. Como esperaba, no hay ninguna respuesta. Abro y me aparto.
—Después de usted.
Sin vacilar, el agente literario entra en la habitación; yo le sigo.
Roy está sentado en una silla y apoya dócilmente las manos vendadas sobre las rodillas. Lleva un pantalón negro y una camisa de rayas del mismo color. Como todas las mañanas, las enfermeras lo han lavado, afeitado y peinado. El escritor contempla la nada, exactamente igual que el martes pasado. Aprovecho para examinar sus ojos, pero soy incapaz de distinguir cuál es el artificial. El izquierdo, si la memoria no me falla. Sin embargo, los dos parecen verdaderos. Un auténtico logro.
La mirada de Michaud se posa enseguida en las manos de su amigo.
—¡Dios mío! —masculla, como si necesitara verlo para creerlo.
Luego, después de humedecerse varias veces los labios, pregunta:
—Tom, ¿qué…, qué ha…, qué ha pasado?
No es muy sutil como entrada en materia, pero no rechisto. Las visitas a menudo reaccionan con torpeza ante una persona allegada que se encuentra en tratamiento. Hace unos años, un hombre vino a ver a su hermano, que había tenido su primera crisis esquizofrénica. El visitante estaba afectado, pero no quería que se le notara. Delante de su hermano, mostraba un aire relajado y, con voz de falsete, le soltó: «¡Siempre te ha gustado ser el loco de la familia y esta vez te has superado!». En ese momento, tuve que fingir un ataque de tos para no estallar en carcajadas.
Roy no tiene ninguna reacción. Michaud no puede evitar colocarle una mano en el hombro, un gesto banal que a mí me parece especialmente conmovedor. El agente continúa, con la voz rota:
—¡Thomas, joder, no es posible! ¡No sigas así! ¡Vuelve con nosotros, tío! ¡Tienes que salir de esto!
El escritor se humedece los labios. Es todo. Michaud me lanza una mirada impotente.
—Continúe, señor Michaud.
Él duda, reflexiona; luego se sienta a horcajadas en una silla y se pone a hablar a toda velocidad. Evoca los recuerdos comunes, cuenta viejas anécdotas, menciona el éxito de la última novela… Durante casi cinco minutos, Michaud demuestra realmente tener buena voluntad y se empeña en hacer reaccionar a su amigo. En vano. Un par de veces, el escritor lo mira estupefacto, sin más.
Cuando salimos de la habitación, el agente está más aterrado que nunca. Le prometo mantenerlo informado y, al final, se marcha con la cabeza baja.