El umbral (43 page)

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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

BOOK: El umbral
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—No podemos continuar —me dice el joven deteniendo el vehículo—. ¡La calle está bloqueada! Podemos dar un ro…

Abro la puerta y bajo de un brinco.

—¡Eh, la maleta!

Pero no lo escucho y echo a correr. Cuanto más me aproximo, más animación hay en la calle: coches de policía, un denso gentío… Y esos médicos, esas camillas que pasan delante de mí…

¡Están evacuando el hospital!

—¡Oh, no…! No, no, no…

Sigo corriendo y me abro paso entre una muchedumbre compacta y bulliciosa. Mis oídos captan sirenas de policía: llegan más coches.

Delante del aparcamiento del hospital, varios agentes me cortan el paso.

—No puede entrar, señor…

—¿Qué sucede? ¡Quiero saberlo!

—Vamos, es un asunto policial, circule…

El agente quiere mantener la calma, pero lo noto nervioso. Rápidamente, saco mi carnet y se lo enseño.

—¡Soy psiquiatra, trabajo aquí! El jaleo ha sido en el ala de psiquiatría, ¿verdad?

El policía examina mi carnet. Estoy tan alterado que me controlo para no gritar. Alrededor de mí, la gente se apiña. Un guirigay terrible se mezcla con las sirenas. Muchas personas salen del hospital: médicos, enfermeras, pacientes, a pie o en camilla… Todos parecen inquietos y muy asustados. Miro el hospital con aprensión. Tiene un aspecto tan tranquilo y apacible, mientras que el interior…

El policía, que sigue examinando mi tarjeta, se muestra algo vacilante.

—¡Déjeme pasar! Conozco a los pacientes de la unidad de psiquiatría, podría…, podría ayudar…

El agente consulta a sus compañeros con la mirada y dice:

—De acuerdo. Lo acompañaremos…

Suspiro de alivio. Tres policías me dicen que los siga. Atravesamos el patio de entrada y entramos en el edificio. Los pasillos están atestados de personas que se dirigen deprisa hacia las salidas; algunos están aterrorizados y no saben lo que sucede. Tanto movimiento me aturde y siento que el miedo crece en mi interior. ¡Éste no es mi hospital! No es aquí donde vengo a trabajar dos días por semana, no es posible…

En el ascensor, uno de los policías pulsa el botón «tres». Mi corazón late a toda velocidad.

—¿El problema es en el ala de psiquiatría?

Un policía vacila, pero responde:

—Sí…, aunque hemos preferido evacuar todo el hospital, por si acaso… esto alcanza mayores dimensiones…

—Pero ¿qué sucede exactamente?

Nueva vacilación. Los tres agentes parecen asustados y desbordados. El más viejo me dice:

—No…, no lo sabemos… Hemos recibido una llamada angustiada… Han subido diez de nuestros chicos, pero… no han bajado…

Silencio. Me froto las manos, con la respiración entrecortada.

Por fin, se abre la puerta del ascensor. Aparece un policía delante de nosotros.

—¡Michel! —exclama el agente que ha contestado a mis preguntas—. ¡Joder, abajo no tenemos noticias vuestras! ¿Qué sucede?

El tal Michel no responde. Mira a los tres policías, despavorido.

Hay algo en sus ojos… Algo anormal… Una sombra conocida…

Sin mediar palabras, levanta el brazo sin fuerzas. Sostiene un revólver. ¡Apenas tengo tiempo de adivinar lo que va a ocurrir cuando empieza a disparar! ¡Sobre sus compañeros! Me pego a la pared de la cabina, aterrado. El agente dispara cinco veces muy rápido. Veo brotar los chorros de sangre y me digo fugazmente: «Pero ¿es verdad? ¿Realmente la sangre salta así cuando alguien te dispara? ¿No es como en las películas?». Apenas dos segundos después, los tres policías que me escoltaban yacen en el suelo, muertos.

¡Muertos! ¡Muertos, muertos, allí, a mis pies! ¡Asesinados por uno de sus compañeros!

El agente loco se acerca a mí, que continúo pegado a la pared, sin respirar, paralizado por el miedo. Empieza a dolerme el corazón… Me va a estallar… El asesino levanta el arma a la altura de mi cuello. ¡Voy a morir, me va a matar también, es espantoso! Luego aproxima su cara a la mía, ladea la cabeza y sonríe. Es una sonrisa atroz, demente; una sonrisa que me recuerda…, que se parece a la del padre Pivot, en mi sueño…

Con voz casi inaudible, llena de oscuridad y de sufrimiento, oigo que murmura:

—Demasiado tarde…

Me olvido del dolor del corazón. Abro unos ojos como platos, negándome a creer lo que acabo de oír.

Con un movimiento rápido, el policía vuelve el cañón del arma hacia su rostro, se lo mete en la boca y aprieta el gatillo.

Un chorro de sangre me salpica la cara.

Suelto un grito prolongado y, antes de que el cuerpo caiga al suelo, pulso frenético el botón de la planta baja. ¡Quiero bajar, salir de aquí, no volver nunca, no ver nada más! Pero el ascensor no se mueve. Una de las balas del revólver ha debido de estropear algo. Me pego de nuevo contra la pared. Respiro como una locomotora y el corazón me duele cada vez más. Contemplo los cadáveres que yacen a mis pies y ligeros sollozos franquean mis labios.

Las puertas del ascensor permanecen abiertas. Al otro lado, está el pasillo. Y, en el extremo del pasillo, donde se encuentra la entrada al ala de psiquiatría, suenan unos ruidos inhumanos que llegan hasta mis oídos, que zumban.

Gritos y risas, súplicas, disparos y alaridos…

¡Es el Horror! ¡El Horror que se ha desencadenado de nuevo! ¡Cuarenta años después!

Todavía soy incapaz de moverme, apoyado contra la pared, con el corazón enloquecido…

¡Tengo que reaccionar, he de hacer algo! ¡Debo salir de aquí! ¡Es demasiado tarde, demasiado tarde!

De repente, un deseo inmundo, inconcebible, se apodera de mí.

Coger uno de esos revólveres que están en el suelo…, entrar en la unidad de psiquiatría… y disparar…, disparar a todo lo que se mueva.

«¡Los vamos a degollar como a bueyes!».

Esta idea me arranca un grito repentino de terror. Me tapo los oídos, como para acallar estos pensamientos demenciales… y, sobre todo, para no oír los ruidos, todos esos ruidos…

Marcharme…, salir de este infierno…

El corazón me duele demasiado… Con mano temblorosa, busco en la chaqueta y saco el frasco de nitro. Me trago rápidamente un comprimido y respiro hondo, con los oídos tapados. Después de un tiempo que me parece inmensamente largo, el ritmo de mi corazón disminuye. Las ideas de matar han abandonado mi mente desquiciada. Separo despacio las manos de las orejas. Ya no se oyen disparos. Ya no hay gritos. No suena ningún ruido. Escucho un par de gemidos y, a continuación, el silencio.

Miro hacia el pasillo, aterrado.

Se acabó.

Comprendo que me encuentro en la misma situación que Boudrault y Lemay en 1956, cuando, inmóviles delante de la iglesia, oyeron que el clamor cesaba.

Y, como ellos, voy a ver. Lo comprendo con una tranquilidad desconcertante. Voy a observar. No por valor. Ni por grandeza de espíritu. Sino para ver. Para ver hasta el final. Para bajar hasta el fondo.

Y por Jeanne…

Por fin, me despego de la pared de la cabina, sorteo los cuerpos muertos y, con un paso lento pero firme, salgo del ascensor.

Estoy en el pasillo. Hay tres o cuatro cadáveres en el suelo de policías. Apenas los miro. Clavo los ojos en la entrada de la unidad de psiquiatría, que se encuentra abierta, a unos metros de mí.

El silencio es mortal.

Me quedo inmóvil unos instantes.

«¡Vamos! ¡Tienes que ir! ¡Lo sabes! ¡Llega hasta el final! ¡Abre la puerta correcta!».

¿Aún es posible?

Jeanne… Tal vez no esté…

Esta esperanza me da ánimos y camino hacia la entrada. Me muero de miedo, el terror me tortura, me duele físicamente. Me muerdo el labio inferior con tanta fuerza que el sabor de la sangre invade mi boca.

Entro en el ala de psiquiatría.

Capítulo 20

L
O primero que veo es la sangre. Sobre las paredes y los suelos blancos, resalta de una forma cruel. Hay por todas partes, como si hubieran tirado barriles de pintura roja contra los muros.

También veo los cuerpos. Hay muchos, veinte, treinta, no sé…

«No podré entrar ahí dentro…».

Aunque, sin darme cuenta, doy un paso; luego, otro y, al final, me encuentro caminando en medio de este matadero. Debo pasar por encima de algunos cuerpos. Y, aunque intento no mirarlos directamente, no puedo evitar reconocer a varios.

Simoneau, tendido en el suelo, con el vientre abierto…

Dagenais, atado con vendas al mostrador de recepción, la garganta destrozada y un abrecartas clavado en el ojo…

Julie Marchand, retorcida en una posición espantosa, sobre un charco de sangre…

Nicole, ¡Dios mío!, Nicole, tan amable y tan dulce…, llena de sangre, con la cara partida y los dos brazos arrancados…

Y policías también… Todos muertos, todos mutilados…

Me detengo en medio del Núcleo, titubeando, ahogado por tanta abominación. Es demasiado. El horror es demasiado grande, va a poder conmigo. ¿Por qué he entrado aquí? ¿Por qué he insistido en enfrentarme a esto? ¿Por Jeanne? ¿Porque esperaba encontrar la verdad? ¡Qué locura! Huele a sangre, como si oleadas pegajosas me entraran por las fosas nasales y congestionaran mi cerebro. De repente, la cabeza me da vueltas y, mientras busco un punto de apoyo, oigo un ruido atroz a mi izquierda. Me giro.

Ya imaginaba que no lo había visto todo. Que me faltaba aumentar un grado lo insoportable para derrumbarme.

En un rincón, un hombre de rodillas, con el pantalón bajado, se agita sobre una mujer inerte. ¡Tardo un momento en comprender que la está penetrando! Sus asaltos son débiles, se encuentra cubierto de sangre, pero, incluso a las puertas de la muerte, el individuo gasta sus últimas energías en este ultraje final. Reconozco a la mujer con la que se está ensañando: ¡es la señora Chagnon! Magullada y herida, sus ojos se abren a la nada. De repente, el moribundo vuelve su cabeza hacia mí: Dios mío, ¡es Louis Levasseur! Tiene medio rostro arrancado y le cuelga a lo largo del cuello como un viejo trozo de corteza muerta. ¡A pesar de esa carne desgarrada, lo reconozco! Y mientras viola el cadáver de su paciente, un rictus innombrable estira sus labios destrozados…

A punto de vomitar, me llevo la mano a la boca. Todo empieza a girar muy rápido alrededor de mí, no reconozco el decorado y, al final, pierdo la cabeza. Echo a correr, trastornado, sin tener ni idea del lugar al que me dirijo, como si el mero hecho de huir fuera a borrarlo todo. Corro durante siglos, balbuceando palabras ininteligibles, cegado por el horror y la demencia. Creo que grito durante toda la carrera. Mis piernas tropiezan con un cuerpo, pierdo el equilibrio, pero consigo apoyarme contra la pared. Me quedo inmóvil, con los ojos cerrados, jadeando de terror.

«Me voy a despertar, todo esto no puede ser verdad, no puedo estar viviendo esto, esta clase de cosas no pueden pasar…».

A pesar del caos reinante en mi cabeza, percibo el ruido de unos pasos. Abro unos ojos llenos de lágrimas y miro en torno a mí.

Estoy en el pasillo número tres. También hay un montón de cadáveres en el suelo. Cuchillos clavados. Pieles desgarradas, laceradas. Las puertas de las habitaciones están abiertas y adivino en el interior más escenas espantosas.

Los pasos proceden del extremo del pasillo. Miro en esta dirección, paralizado, esperando lo peor.

Es un sonido prolongado, siniestro. En el silencio, adquiere proporciones insoportables. Jadeando, no dejo de mirar hacia el extremo del corredor. Me digo que no quiero ver. Deseo que cesen esos pasos, que desaparezcan, que no lleguen hasta mí.

Una silueta vuelve la esquina. Me ve y avanza hacia mí. Titubeante. ¡Aunque el terror me nubla la vista, consigo reconocer a Édouard Villeneuve! Lleva la mano derecha en el vientre, pero curiosamente no veo los dedos. Por fin, lo comprendo: ¡la mano está metida dentro del vientre! ¡La extremidad desaparece dentro de la herida sangrante y da la impresión de que está cortada por la muñeca! El muchacho va en calzoncillos y una de sus piernas desnudas, cubierta de sangre, se mueve de un modo extraño. Parece que le ha salido una excrecencia de la tibia. ¡Es un hueso que sobresale porque ha atravesado la piel!

Una vez más, me quedo paralizado. Édouard se aproxima a mí, con la mano metida en la herida de su abdomen. Su tibia prominente, al frotar con los músculos en carne viva, hace un ruido espantoso. Ahora está muy cerca de mí y veo su mirada. Tiene unos ojos locos, dementes, que apenas reconozco. Levanta la mano libre hacia mí y veo con terror que estos dedos temblorosos se acercan a mi cara, estos dedos de los que no puedo escapar…

Édouard abre la boca. Un espeso chorro de sangre desborda sus labios. Se oyen sonidos metálicos y blandos, y adivino cuchillas de afeitar dentro de su boca. Una oleada de bilis me sube a la garganta, pero sigo sin poder moverme. Entonces el muchacho empieza a hablar y, a pesar de su pronunciación deformada, consigo comprender lo que dice:

—¡Ha entrado! ¡Ha entrado, doctor! ¡Ha entrado!

Sus dedos se encuentran a unos milímetros de mi cara… Si me toca, me volveré loco, loco de atar…

Y, de repente, durante un último segundo, su mirada vuelve a ser la del pobre Édouard Villeneuve, una mirada llena de terror y desesperación.

—Édouard… —consigo articular.

Sin embargo, la demencia invade de nuevo sus rasgos y, soltando un grito profundo, saca la mano del interior del abdomen. Un ruido viscoso y atroz explota en mis oídos, mientras un largo intestino se escapa de su herida sangrante. Édouard vacila hacia atrás, grita con más fuerza, pero continúa arrancándose las tripas del cuerpo. Y, entre alaridos, repite sin cesar:

—¡Ha entrado! ¡Ha entrado! ¡Ha entrado!

¡Cierro los ojos, me tapo los oídos y me pongo a chillar, a chillar con todas mis fuerzas, para no oír, ni ver, ni pensar!

«¡Bastante, es bastante, es bastante, ya he visto bastante, es bastante!».

Dejo de gritar. Descubro las orejas. Abro los párpados.

Silencio. Édouard está en el suelo. Muerto.

Veo destellos de luz ante mis ojos. Voy a desvanecerme. Muy pronto…

Entonces oigo sollozos a mi derecha. Vuelvo ligeramente la cabeza mientras pido al cielo que me libre de un nuevo horror.

La puerta de la enfermería está abierta. Los gemidos proceden del interior.

Jeanne…

Este pensamiento me da nuevas energías y desaparece todo indicio de desvanecimiento. Con paso ligero, me dirijo a la enfermería y me detengo delante de la puerta abierta, sin atreverme a franquearla.

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