El umbral (2 page)

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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

BOOK: El umbral
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—Bah… Bah…

Tiene cuarenta y tantos años. Lleva el pelo entrecano recogido en un moño y el vestido, demasiado grande para ella, parece caerle pesadamente sobre sus hombros flacos. Su sonrisa desaparece; luego reaparece y vuelve a desaparecer.

—En cualquier caso, se la ve mejor que la semana pasada —añade Jeanne.

—Bah… Bah…

Sólo repite esta expresión, señal de que está más bien tranquila en este momento. La semana pasada se encontraba en plena crisis. Parece que los medicamentos la dejan bastante aturdida. Hasta su mirada, por lo general viva y algo inquietante, vaga en el vacío.

—Me voy a desayunar —añade con voz apagada.

Y se aleja hacia el comedor. Jeanne se inclina hacia mí.

—Se la ve mejor. Seguramente, Louis la dejará salir la semana próxima.

«… y volverá dentro de seis meses», pienso.

—Doctor Lacasse, doctora Marcoux…

Es Nicole, la enfermera jefe, que camina hacia nosotros. Tan dulce, amable y sonriente como siempre. Nos comunica una noticia poco agradable.

—Tenemos un paciente nuevo que ha ingresado esta noche.

—¿Un paciente nuevo?

—Sí… Nunca ha estado hospitalizado en psiquiatría. Llegó a urgencias la noche del domingo al lunes, hacia las cuatro de la mañana. Lo tuvieron en observación durante veinticuatro horas y, esta noche, el psiquiatra de urgencias llamó para saber si disponíamos de una cama libre. Como quedaban algunas, lo subieron a las cinco de la mañana. Aquí tienen.

Y nos tiende un
dossier
con una sonrisa ligeramente divertida. Le dirijo una mirada sombría. Ella se divierte porque ve venir la clásica pelea entre Jeanne y yo. Una pelea no para determinar quién se ocupará de este nuevo caso, sino para saber el que no lo hará.

Mi compañera y yo nos miramos, incómodos. Aunque Jeanne es celosa de su trabajo, no es masoquista. Al final, sonríe mientras me pregunta con fingida ingenuidad:

—Tú tienes un cupo de casos muy bajo últimamente, ¿verdad?

—¿Me tomas por imbécil o qué?

Jeanne suelta una carcajada, encogiéndose de hombros. Yo suspiro al tiempo que me miro los pies. Luego me dirijo a Nicole. Ella nos tiende aún el
dossier
y su sonrisa, cada vez más radiante, indica que aprecia el espectáculo.

—¡Vaya, le provoca risa!

—En absoluto —miente sin el menor escrúpulo.

Jeanne señala su vientre con aire trágico.

—¡Me cogeré la baja maternal dentro de seis semanas, Paul!

¡Una buena razón!

—Esperen a saber de quién se trata —añade Nicole de pronto.

Nos volvemos hacia ella, vagamente intrigados. Es preciso aclarar que cada vez resulta más difícil despertar nuestra curiosidad ante un caso, pero cuando se trata de alguien conocido, eso nos anima un poco.

—¿Una personalidad? —pregunto.

—¡Desde luego! Lo crean o no, es Thomas Roy.

—¿Thomas Roy? —repite Jeanne—. ¿El escritor?

Hago una mueca, impresionado. Por supuesto que también conozco a Thomas Roy, el escritor más célebre de Quebec, conocido internacionalmente y traducido a una decena de idiomas. Incluso Hollywood ha producido varias películas basadas en sus novelas. Un caso único en nuestra literatura nacional.

—El mismo —responde Nicole.

Entonces oigo que mi joven compañera suelta una observación algo fuera de lugar.

—¡Vamos, no puede ser!

Digo «fuera de lugar» porque un psiquiatra no tiene la costumbre de sorprenderse hasta este punto ante un nuevo caso. Hace unos años, recuerdo que le comunicaron a Claude Letarte, un colega de entonces, que iba a ocuparse del caso de un político muy conocido (cuyo nombre omitiré) que acababa de tener un brote esquizofrénico. Letarte arqueó ligeramente las cejas y comentó con voz sobria: «¿De verdad? Quién lo hubiera creído…»; luego se dirigió con toda tranquilidad hacia la habitación de dicho paciente. Una actitud perfecta: serena, pausada…, en resumen, profesional. La reacción de Jeanne (que, en mi opinión, siempre actúa de forma profesional) me parece excesiva y poco objetiva.

La miro con extrañeza, pero ella aún tiene los ojos fijos en Nicole y, con el mismo aire de incredulidad, pregunta:

—¿Está segura de que es él?

—Por supuesto —responde la enfermera jefe, también sorprendida por la reacción de la doctora.

Jeanne se pasa una mano por su pelo corto, desconcertada. Si se hubiera enterado de que su amante es un cura que colgó los hábitos, habría reaccionado igual.

—¡Vaya! ¡No salgo de mi asombro!

Estoy a punto de preguntar las razones de su sorpresa cuando ella se vuelve hacia mí y casi me suplica:

—Paul, ¿me permites que me ocupe del caso?

Ahora me toca a mí quedarme atónito y suelto una carcajada:

—¡Por favor, Jeanne! Si insistes…

Me siento feliz de librarme del asunto con tanta facilidad. Jeanne coge el expediente de las manos de Nicole y lo hojea rápidamente. Luego arruga el ceño.

—¿No ha firmado la hoja de ingreso?

—No, se encontraba en estado catatónico. Además, aunque hubiera querido, no habría sido capaz de firmar nada.

—¿Por qué? —pregunta Jeanne sin levantar la vista del informe.

Nicole se aclara la voz antes de responder:

—Porque no tiene dedos.

Jeanne le lanza una mirada perpleja a la enfermera jefe.

—¿Cómo?

Confieso que el dato me intriga también y observo a Nicole, interesado. Ella se rasca la oreja y precisa:

—Le han cortado los diez dedos.

El expediente contiene una buena dosis de misterio. Conozco el contenido porque Jeanne ha insistido mucho en ello. «Tienes que leer esto», me ha dicho mientras me tendía la carpeta.

Thomas Roy vive en un lujoso edificio del barrio de Outremont, en el tercer piso de un inmueble de la calle Hutchison. La noche del domingo al lunes, los vecinos oyeron unos ruidos terribles que procedían de la casa del escritor, como si hubiera una pelea. A continuación, un estrépito de cristales rotos y, luego, nada. Un inquilino llamó a la policía. Llegaron dos agentes y derribaron la puerta de Roy.

—¿Por qué la derribaron? —inquiero—. No tenían un mandamiento…

Jeanne se encoge de hombros y continúa con la lectura del informe. En el interior, los policías descubrieron al escritor atravesado en la ventana. La mitad inferior de su cuerpo estaba en el interior de la casa, pero la otra mitad colgaba en el vacío.

—Por eso los policías derribaron la puerta —explica mi compañera—. Seguramente, vieron desde la calle el cuerpo que colgaba por la ventana.

Los agentes liberaron a Roy de su precaria posición: unos centímetros más y habría caído desde una altura de tres pisos. Al romper el cristal, el escritor había sufrido algunos cortes, pero nada serio. En cuanto a los dedos, la ventana no tenía nada que ver: los habían encontrado sobre su gran mesa de trabajo, justo al lado de una guillotina (esa clase de instrumentos provistos de una bandeja y una larga cuchilla que sirven para cortar cincuenta hojas a la vez).

No había nadie más en el apartamento y el ordenador de Roy estaba encendido. Condujeron al escritor al servicio de urgencias del Sainte-Croix; había perdido mucha sangre a causa de las amputaciones. Le curaron las heridas y recuperó la conciencia poco después, aunque se encerró en un mutismo total. Lo tuvieron veinticuatro horas en observación. Como es soltero y no tiene hijos, llamaron a su agente, pero no estaba. Dejaron un mensaje en su casa. Durante todo este tiempo, Roy no tuvo ninguna reacción, ni a las intervenciones de los médicos ni a las preguntas del psiquiatra de urgencias, a nada. Cuando lo ponían de pie, se quedaba inmóvil, sin pestañear. Catatonia. Una roca se habría mostrado más colaboradora. Esta mañana, sobre las cinco, lo subieron a psiquiatría.

—¡Te das cuenta, Paul! —me dice Jeanne con discreción mientras recoge el expediente—. ¡Esta historia es demencial! ¡Thomas Roy! ¡Es tan famoso como un actor o un cantante! ¡Salía en los programas de televisión, en los acontecimientos importantes, en todas partes!

Nos encontramos en la sala de personal, que a esta hora se halla desierta, por suerte. Podemos hablar sobre Roy sin problemas.

—No sigo su carrera de cerca, pero me parece que lleva un tiempo fuera de la circulación, ¿no?

Jeanne hace un gesto afirmativo y los ojos le brillan de excitación.

—¡En efecto! Desde hace unos seis meses, ni entrevistas ni apariciones en público ni un libro nuevo… Desde el punto de vista mediático, había desaparecido. Los periodistas sabían dónde vivía, pero Roy no recibía a nadie ni devolvía las llamadas. ¡Él, que siempre le había gustado ser una estrella! Eso intriga a la gente, compréndelo…

La miro, impresionado.

—¿Cómo sabes todo eso, Jeanne?

Ella suelta una risita, entre divertida e incómoda.

—¿Aún no te has dado cuenta de que soy una admiradora de Roy, una gran admiradora?

Efectivamente, lo había pensado.

—Escribe novelas de terror, ¿no? ¿Te gusta este tipo de literatura?

—¡Mucho!

Y continúa con pasión:

—La semana pasada, un periódico titulaba: «¿Por qué Thomas Roy ignora a su público desde hace seis meses?». ¡Y, mira por dónde, lo encuentran atravesado en la ventana de su apartamento, catatónico y con los diez dedos cortados!

Jeanne levanta los brazos y los deja caer, suspirando.

—No entiendo nada.

—Sí, creo que me he dado cuenta… Incluso lo demuestras en exceso…

Es evidente que no ha captado mi alusión, porque prosigue:

—Oye, es la habitación número nueve, voy a verlo enseguida… ¿Vienes?

—No, tengo que visitar a mis pacientes.

—¡Vamos, Paul, pásate dos minutos! Una celebridad aquí es poco frecuente, ¿no?

Tiene razón. Esta noche, estoy seguro de que sorprenderé a Hélène si le cuento que hoy he visto a Thomas Roy. Un poco de emociones fuertes en casa, para variar…

—Sí… Sí, ¿por qué no? Dos minutos pues…

Entramos en el pasillo número uno y nos dirigimos hacia la habitación número nueve. Por el camino, nos cruzamos con el señor Lavigueur, uno de nuestros esquizofrénicos regulares. Le doy los buenos días, pero Jeanne apenas lo mira, ella que siempre saluda a los pacientes. Por suerte, el señor Lavigueur no parece muy consciente de lo que le rodea…

Al llegar a la puerta nueve, Jeanne vacila; luego da dos ligeros golpes. Ninguna respuesta.

—Te recuerdo que sufre catatonia.

—Nunca se sabe.

Jeanne duda de nuevo y se muerde una uña. Parece un obispo joven que se dispone a encontrarse con el Papa. Su actitud de fan empieza a irritarme. Al final, abre la puerta y entramos.

La habitación nueve es como las otras treinta y nueve habitaciones de la planta: una mesa pequeña, dos sillas, unos estantes y una cama sencilla. Las paredes son de color azul pálido. Thomas Roy está sentado en la cama. Lleva una camiseta blanca y negra y un pantalón vaquero. Lo primero que veo son sus brazos, que reposan sobre los muslos. Las manos desaparecen bajo las vendas, pero observo que, efectivamente, se encuentran cortadas por la mitad. No tiene dedos.

Por fin, examino el rostro del individuo. Desde luego, lo he visto varias veces en la televisión o en los carteles de las librerías, pero contemplar a una estrella en persona siempre supone descubrir una imagen diferente de la que suelen proyectar los medios de comunicación. En primer lugar, parece más viejo que en las fotos. Le echo cuarenta y cinco años, aunque cuando busco en mi memoria creo recordar que está al final de la treintena. Su cabello se está volviendo gris. Su cara es más bien larga y angulosa: mentón cuadrado, pómulos puntiagudos, nariz casi triangular y una boca extremadamente delgada. Surcan su piel pequeñas arrugas que huyen hacia la parte superior. Tiene barba de una semana y varios cortes que no revisten gravedad, causados por el cristal de la ventana, y que, además, no sangran. Está sentado, pero no me lo imagino muy alto. Es más bien delgado. En la tele, parecía más gordo…

Por supuesto, están sus ojos. Recuerdo que, en las fotos, su mirada era sorprendente: brillante, viva, llena de energía y sagacidad, unos ojos negros que destacaban sobre el resto de la cara, bastante corriente. Pero, en este momento, sus ojos no seducirían a nadie. Están ausentes, vacíos, sin emoción. Unos ojos que me resultan familiares, que he visto muchas veces en las personas catatónicas. Una mirada que la primera vez provoca un escalofrío en la espalda porque representa la nada.

En realidad, tengo la impresión de estar ante un «caso» como tantos otros, sin nada nuevo ni sorprendente. Salvo las manos. La ausencia de dedos me fascina.

Además, se trata de Thomas Roy en cualquier caso… Nunca habíamos recibido a un personaje famoso en el hospital. Y, digámoslo francamente, encontrarme frente a él, aunque jamás haya leído ninguno de sus libros, me produce cierto cosquilleo en el estómago. Pero nada comparable a la excitación de Jeanne.

Por fortuna se encuentra de repente más tranquila. Lo observa en silencio, minuciosamente. Ha recuperado su actitud profesional. Como prueba, pregunta con una voz serena y uniforme:

—Señor Roy, soy la doctora Marcoux. Éste es mi compañero, el doctor Lacasse. ¿Me comprende?

El escritor no reacciona. Sigue con la mirada fija en el vacío; la boca un poco abierta; el rostro desprovisto de emoción; los muñones vendados, apoyados dócilmente en los muslos…

Jeanne consulta el expediente y susurra:

—Ni una palabra desde que lo encontraron en su casa.

Lo observamos aún unos instantes. Roy permanece tan inmóvil que parece una estatua.

Me encojo de hombros y me dirijo hacia la puerta. Jeanne me sigue y, en el pasillo, me pregunta:

—¿Qué haces?

—¿Cómo que qué hago? ¡Me voy a trabajar! Roy es tu paciente, no el mío…

—Los dedos cortados… Es terrible, ¿verdad?

—Es impresionante, en efecto… Pero he visto personas en plena crisis psicótica infligirse mutilaciones mucho peores que cortarse los dedos…

Me aseguro de que el pasillo está vacío y le cuento:

—Hace diez años, en el Léno, una mujer fue al aseo y se puso a gritar como si la estuvieran matando. Cuando abrieron la puerta, se estaba desgarrando la vagina con las uñas. Decía que el diablo había entrado en ella por esa parte y que debía sacárselo. Había sangre por todas partes, Jeanne. La mujer se arrancaba el sexo con las dos manos y salpicaba las paredes.

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