—Aquí no hay verdadera prisión —le expliqué al italiano.
A la entrada del edificio nos cruzamos con Zeca Andoriño, el hechicero más poderoso de la región. El hombre salía furtivamente del despacho del administrador, según las órdenes que le habían dado. Cada vez que el mundo se estremeciese, él debería pasar por la casa de los jefes para hacer una limpieza del lugar y ahuyentar males de ojo.
Zeca Andoriño nos hizo una seña para que lo siguiésemos y fue andando, con el rostro escondido. Caminábamos tras él hasta que se detuvo al abrigo de una sombra. Encarándonos, se fijó en el extranjero como si lo reconociese. Primero, Andoriño habló en su lengua. Lo hacía aposta, pues sabía hablar portugués. Sólo después de unas cuantas frases se dirigió en portugués al italiano.
—Lo he visto antes.
—Debe de haber sido por ahí —respondió Massimo Risi.
—No, lo he visto en mi casa.
—Imposible, nunca he ido —y pidiéndome confirmación—: ¿Hemos ido allí alguna vez?
—Entre, que esa luz le hace doler aún más la cabeza.
Massimo se quedó perplejo. ¿Cómo sabía él lo de su jaqueca?
—Entre, aquí en la oscuridad se sentirá mejor.
Estábamos en la entrada de una de las dos casas de Andoriño. Massimo entró y se quedó a la espera de que el otro dijese lo que había que hacer. El hechicero ordenó que extendiese las piernas y se descalzase. Esta vez, tuve incluso que traducir. El hechicero había dejado de hablar portugués. Volvió a usar la lengua local, expresándose con los ojos cerrados:
—Hay una mujer que ha venido a hablar conmigo.
—¿Qué mujer?
—Me pidió que le hiciese un trabajo.
Le hice una seña al italiano para que no hablase. El hechicero ya no le prestaría oídos. El viejo, siempre con los párpados bajos, parecía variar sobre un tema no tocado. Dijo que había hechizos llamados
likaho
. Una multitud de esos hechizos, cada cual a partir de un animal diferente. Estaba el
likaho
de lagarto: a los hombres se les hinchaba el vientre. Sucedía lo mismo con los ambiciosos: los individuos eran comidos por la barriga. Estaba el
likaho
de hormiga y los hechizados adelgazaban hasta quedar del tamaño de este insecto. El italiano me miró de soslayo y adiviné su temor. ¿Sería ése el hechizo que lo había visitado en su pesadilla? Zeca Andoriño ensayó una pausa, como si ponderase la confesión. Después dijo:
—El
likaho
de los soldados es de sapo.
—¿De sapo?
—Los tipos engordan hasta quedar como el baobab. Y después ya no caben en su tamaño y revientan.
Preparaba ese hechizo por encargo de los hombres de Tizangara. Celos de los nativos contra los visitantes. Envidia de sus riquezas, ostentadas sólo para hacer que sus esposas se mareasen. Se hacía necesario un castigo contra los machos extranjeros a los que se les iban los ojos. Sobre todo si llevaban el uniforme de los soldados de las Naciones Unidas.
—Ése fue el hechizo que usé contra tales saltamontes.
Massimo ya lo sabía: los saltamontes eran los cascos azules. Finalmente, aquel hechizo comenzaba donde todo el hombre comienza: en el enamoramiento. A medida que avanzaba se iba poniendo caliente y su cuerpo se desarreglaba. El hechizado se iba hinchando sin darse cuenta. Crecía como el sapo frente a su propio miedo. Hasta que, en el preciso momento del orgasmo, estallaba.
El hechicero, por fin, abrió los ojos y recorrió la sala como si acabase de entrar. Miró al extranjero y le sonrió:
—Ahora déjeme que le haga una pregunta indiscreta.
—Adelante.
—Usted se lió con aquella moza anciana del hotel...
—No. Sólo fue un sueño..
—Dígame, de hombre a hombre: ¿sólo un sueño? ¿En su ropa no ocurrió nada?
El italiano se quedó callado. En su rostro se leía la pregunta: ¿entonces por qué no había estallado? Pero estaba tan cohibido que no articuló palabra. El hechicero respondió a la pregunta que él no le había hecho.
—Usted ha recibido un tratamiento.
—¿Tratamiento?
—Usted está inmunizado. Yo mismo le hice el
likaho
de la tortuga. Para protegerlo.
—¿Usted me hechizó? ¿Y por qué razón lo hizo?
—Fue una mujer quien me encargó la tarea de vacunarlo.
Massimo mezclaba miedos con recelos, pavores con temores. Miedo a lo desconocido, recelo a creer, pavor por las enfermedades, temor a los hechizos. Sólo conseguía repetir:
—¿Una mujer?
—Olvídelo, hermano.
—Pero ¿qué mujer?
—Perdone: nunca lo sabrá.
—Pregunto una vez más: ¿qué mujer?
—¿No quería usted saber cosas sobre esos muchachos, los estallados? Entonces conecte el aparato, que voy a hablar sobre el caso del zambiano. Y de los otros también. Pero, a propósito, ¿no ha traído una botellita para soltar la lengua?
Es el perro vagabundo
el que encuentra el viejo hueso.
Refrán
¿Qué sé yo del zambiano emasculado? ¿Y del paquistaní? ¿Y de tantos otros que estallaron? ¿Quiere saber cómo acabaron capados? Ahora oiga, Excelentísimo: cada uno deja caer lo que no puede sujetar. Yo, Zeca Andoriño, sujeto bien mis dependencias. No ando por ahí metiendo el pistón en el trombón. Usted lo sabe: todo cae, hasta las nubes del cielo. ¿Quién sufre las culpas de eso? Nadie. Estoy hablando en serio, señor. No sé lo que ocurrió, con todo el respeto de la ignorancia. Cuando nacemos lo sabemos todo, pero no recordamos nada. Después crecemos, vamos ganando recuerdos y reduciendo la sabiduría. Pero yo, aun siendo hechicero, en lo que respecta a este caso, no recuerdo ni sé. Testigos miloculares son los ángeles. Lo mejor es entrevistarlos a ellos. Entreviste a los ángeles, querido señor. Siendo usted no podrán negarse.
Incluso le confieso una cosa, que Dios me perdone: a mí no me gustan los modos de los extranjeros actuales. Cuando éramos antiguos pasaban por aquí los lejanos y despatarraban a nuestras chicas. Pero no se las llevaban de cualquier manera. Nosotros elegíamos, juntos, las muchachas exportables. Ahora no. El desconocido, en un santiamén, ya se convierte en marido sin suegro ni cuñado, ilegal en el respeto de antaño. Yo lo veo a usted, no piense que no lo veo. Sus ojos son pescadores de bellezas. Su red ya se ha fijado en la roca profunda. Esa Temporina ha usado al pez para pillar el cebo, se lo digo yo, hermano.
Un secreto: con Temporina todo era mentira. Ella no era virgen. Sólo supe después que se habían liado ella y el cura. Sí, todo había pasado en la oscuridad, detrás de la cortina. La iglesia, para Muhando, siempre servía para algo. Esconder sus amores de las miradas envidiosas de los sin amores. Así que quédese tranquilo, estimado Massimo. Aquella piel escamosa no va a durar siempre. Ese es sol de corta duración. Un día, sin que nadie lo intuya, ocurrirá como con las serpientes: ella cambiará la piel, preparada para cualquier verano.
Escúcheme, señor: estoy viviendo sólo en borrador, arrimando unas pizcas de futuro. Es que aquí, en la aldea, nadie nos lo asegura. Ni a la tierra, que es propiedad exclusiva de los dioses, ni a la tierra la eximen de las ganancias. Nada es nuestro en los días de ahora. Llega uno de esos extranjeros, nacional o de fuera, y nos arranca todo de una vez. Lo digo por experiencia propia: no confío en nadie, nos están empujando hacia donde no hay lugar ni fecha cierta.
Por ejemplo: hace días el administrador Jonas me ordenó que evitase las voladuras. Me negué. De buenas maneras, pero me negué. ¿Ahora recibiendo órdenes de un tal Jonás? ¿Aquí, en Tizangara? Él es extranjero, tal como usted. Mis obediencias son a otros poderes. Como usted, que no responde a nosotros. Sus jefes están fuera, ¿no? Pues los míos están aún más fuera. ¿Me comprende?
Vivir es fácil: hasta los muertos lo consiguen. Pero la vida es un peso que deben cargar todos los vivientes. La vida, estimado señor, la vida es un beso dulce en boca amarga. Cuídese de ellos, amigo. Unos no viven porque temen morir; yo no muero porque temo vivir. ¿Entiende? Aquí el tiempo es de supervivencias. No es como en su tierra. Aquí sólo llega al futuro quien vive despacio. Nos cansamos sólo de ahuyentar a los malos espíritus. No estoy haciéndome el listo. Espere, ya me explico.
Hablo así de nuestros actuales jefes. No debería hablar, para colmo con usted, un extranjero de fuera. Aun así, hablo. Porque esos jefes deberían ser grandes como árbol que da sombra. Pero tienen más raíz que hojas. Toman mucho y dan poco. Fíjese en el malhadado hijo del administrador. Le he encargado un mal destino: el muchacho morirá de tanta riqueza acelerada.
Hay quienes dudan de mis poderes sobre el régimen de esas vivencias. Y preguntan: ¿acaso la hiena se convierte en cabrito? Pero yo puedo preguntar también: ¿es el cuello el que sostiene a la cabeza o viceversa? Pues ese muchacho tendrá que aprender: el hueco ahogará a la hormiga. Se lo digo y usted podrá confirmarlo: el hijo del jefe tendrá que recoger leña si quiere calentar la olla. Pero ése es asunto nuestro, dejémoslo.
Ahora usted me pregunta por esos soldados que desaparecieron. Me pregunta si el soldado zambiano murió. ¿Murió? Bien, murió relativamente. ¿Cómo? ¿Usted me pregunta cómo se muere relativamente? No lo sé, no lo puedo explicar. Tendría que hablar en mi lengua. Y es algo que ni este muchacho puede traducir. Para lo que habría que hablar no hay palabras en ninguna lengua. Sólo tengo habla para lo que invento. Que yo, señor, me parezco al yacaré: soy feo y grandote, pero pongo huevos como si fuese un pájaro. Sin embargo, tengo diferencia con esos bichos. Mis dientes no sirven para asustar. Al contrario: mis dientes son para que los otros me muerdan. Les doy ventajas a mis enemigos. ¿Se da cuenta de qué educación tengo? Hablan mucho de colonialismo. Pero dudo mucho de que eso haya existido. Lo que hicieron esos blancos fue ocuparnos. No fue sólo la tierra: nos ocuparon a nosotros, acamparon en medio de nuestras cabezas. Somos madera que quedó bajo la lluvia. Ahora no encendemos ni damos sombra. Tenemos que secarnos a la luz de un sol que aún no hay. Ese sol puede nacer dentro de nosotros. ¿Me sigue en todo lo que le digo?
Vamos por partes. ¿De quién desconfía usted? ¿De mí? ¿Desconfía de la prostituta? Cómo se nota que usted nunca ha sido puta. Sin ofender. Es que esa historia de los estallidos atenta contra sus ventajas. Es un mal negocio para ella.
Analice bien: ¿qué queda de los estallados? ¿Una pierna? ¿Un ojo? ¿Una oreja? Sólo restan los carajos de los chavales. Sí, el resto se evapora. Me ha tocado ver hombre sin pija. Pero ahora, pija sin hombre, discúlpeme. Usted me mira, de renojo. Y yo le hago otra pregunta: ¿alguien puede sacar toda el agua del mar? Es lo mismo, lo mismísimo. No se saca toda la sangre de un cuerpo. Y más preguntas: ¿por dónde se ha ido la sangre de los que volaron? ¿Por dónde, que no ha quedado ni gota? Usted que es blanqueado, usted no conoce las respuestas.
Y le digo más. La tal Ana Diosquiera es la que implementa los funerales de las pijas. Sí, ella las recoge y les hace un digno entierro. La mujer, pobre, está de los nervios. Cada pija de menos es un luto más para ella, se queda viuda en cada estallido. La chica ya ha sembrado un cementerio completo. Las tumbas varían de tamaño, sólo ella sabe dónde está cada una. Hablo por experiencia cierta, con esos ojos que han de comer la tierra. Las pijas han sido enterradas como fija la ley de aquí: vueltas hacia el poniente, echadas de lado. Los huevos enteros, cada uno al lado del otro, su hermano gemelo.
Estoy casi terminando. Sólo le hago una advertencia: cuando camine mire bien dónde pisa. Le he hecho el likaho de tortuga para protegerlo. Pero usted nunca, nunca, se descuide al pisar. La tierra tiene sus caminos secretos. ¿Me ha entendido? Usted lee el libro, yo leo el suelo.
Y, por fin, sólo un consejo. Es que hay preguntas que no pueden dirigirse a las personas, sino a la vida. Pregúntele a la vida, señor. Pero no a este lado de la vida. Porque la vida no acaba del lado de los vivos. Va más allá, hacia el lado de los difuntos. Busque ese otro lado de la vida, señor.
He dicho. Sólo falta cerrar lo que he dicho. Ya que nadie me desea felicidad yo mismo me la deseo: que yo viva más que el pangolín que cae del cielo siempre que llueve.
¿Quién vuela después de la muerte?
Dicho de Tizangara
No resistí. Regresé a mi vieja casa, y allí, bajo la sombra del tamarindo, me dejé arrastrar por los recuerdos. Miré la inmensa copa y pensé: nunca hemos sido dueños del tamarindo. Era a la inversa, en el árbol estaba la casa. Se extendía, soberano, por el patio, levantando el suelo de cemento. Miraba yo ese pavimento, así arrugado por las raíces, alzándose en placas, y me parecía un reptil cambiando de piel.
El tamarindo más su sombra: estaba hecho para albergar añoranzas. Mi infancia hacía nido en ese árbol. En mis tardes de niño, yo subía a la última rama como al hombro de un gigante y me volvía ciego a los asuntos terrenales. Contemplaba lo que en el cielo se cultiva: plantación de nubes, garabatos de pájaro. Y veía a los flamencos, flechas que disparan furtivas por los cielos. Mi padre se sentaba abajo, en la curva de las raíces, y señalaba a los pájaros:
—¡Mira, allí va otro más!
El flamenco parecía retardar su paso. Después, mi madre nos llamaba: a mí abajo y a mi padre adentro.
—Ese hombre, ese hombre —se lamentaba.
—Déjelo tranquilo, madre.
—¡Es que cargo tan sola con nuestras vidas!
No siempre mi viejo se había desocupado de tal modo en vastas perezas. Hubo un tiempo en el que se deslomaba, trabajaba con animales allí en los montes lejanos. Sin embargo, el trabajo no le había sido leal. Antes y después de la Independencia había tenido vastas amarguras. Después, se había acomodado en aquel sopor, detenido en la curva del río. Para tristeza de mi madre, que suspiraba:
—Su padre no se comporta...
El viejo Sulplicio le restaba importancia: tu madre es como el grillo, tiene alergia a los silencios. Y se equivocaba al pensar que él no hacía nada. Porque él, según anunciaba, andaba muy atareado:
—Estoy aprendiendo la lengua de los pájaros.
Lo que a él le gustaba era ver maduro el mango verde. El Sol, decía, madura de noche. ¿Qué hacer? Hay cosas que hacen al hombre, otras hacen a lo humano. Y suspiraba: el tiempo es el eterno constructor de otroras. Y el tiempo es el eterno constructor de otroras. Por ejemplo, él. De su nombre Sulplicio. Yerro de su destino: había sido policía en tiempos coloniales. Cuando llegó la Independencia lo ficharon, por entender que era uno que había traicionado a los suyos de su raza.