O al menos eso es lo que les gustaría creer a Matta y a sus amigos, se dijo.
Se metió en el aparcamiento para estancias cortas y bajó del coche dejando las puertas abiertas, las ventanillas bajadas y la llave en el contacto. Era poco probable que le robasen el coche, aunque, si así fuera, le harían un gran favor: la Agencia continuaría siguiendo la señal del transmisor… y Dunphy dispondría de unas horas más, tal vez de unos días.
Cogió el maletín y la bolsa de viaje que se había llevado en el vuelo a Kansas y se encaminó hacia la parada de autobuses que había a la puerta de la terminal de llegadas. Allí cogió un autobús hacia Manhattan, adonde llegó con las primeras luces del día, y se apeó en Port Authority, en la calle Cuarenta y dos. Entró en la estación y compró un billete para Montreal que pagó en efectivo, tras lo cual se dirigió a los aseos de caballeros. Se quedó un momento de pie junto al lavabo, se roció la cara con agua fría y se secó las manos con una toalla de papel. Luego salió y arrojó al suelo de baldosas las tarjetas Visa y Mastercard. Seguro que alguien haría buen uso de ellas… y confundiría a Harry Matta de mala manera. «¿Qué dices que está haciendo? ¿Que se ha comprado un equipo de música?»
Tenía que esperar durante tres horas a que saliera el autobús, por lo que se metió en una pequeña cafetería de la calle Cincuenta y Siete Oeste, donde tomó café y le echó un vistazo al Times. A las nueve de la mañana se dirigió al otro extremo de la ciudad, a la oficina de American Express, donde, tras mostrar la tarjeta Platino, cobró un cheque por valor de cinco mil dólares. Era todo el dinero que tenía —no era muy ahorrador que digamos— e iba a necesitar hasta el último centavo. Luego volvió a la estación de Port Authority y esperó a que saliera el autobús con destino a Montreal.
Durante unos instantes Dunphy no supo dónde se encontraba ni qué hora era. Estaba tumbado a oscuras, con los ojos abiertos en la habitación del hotel, suspendido en la oscuridad, como una mónada sin ventanas, sin ver nada. Estaba ciego. Estaba muerto. Estaba grogui a causa del agotamiento o quizá por haber dormido demasiado… Algo parecido al miedo le oprimía el pecho y, luchando por vencerlo, se sentó en la cama muy despacio mientras
se acercaba la muñeca izquierda a los ojos para mirar la hora en su reloj fosforescente. Comprobó que eran las once. «Son las once en punto y estoy en la cama. En alguna parte, pero no en casa.»
Entonces se acordó: Brading, Roscoe, Newark, el autobús. Se encontraba en Montreal, en un hotel pequeño donde no aceptaban tarjetas de crédito. Unas horas antes había cerrado las cortinas para impedir que entrara la luz del atardecer, se había tumbado en la cama y…
Poco a poco Dunphy se puso en pie y, tambaleándose en la oscuridad con los brazos extendidos hacia adelante, se dirigió a las ventanas, situadas al otro lado de la habitación. Era una estancia pequeña y sólo tuvo que dar tres o cuatro pasos para llegar a las cortinas de terciopelo. Las cogió con ambas manos, bostezó y las abrió de un tirón; al instante lo cegó la luz del sol. En un acto reflejo, cerró los ojos y retrocedió, como si de un vampiro se tratara, mientras maldecía en voz alta.
Eran las once de la mañana, no de la noche, y tenía muchas cosas que hacer.
Con la muerte de Roscoe todo había cambiado. Era como si se tratase de dos chiquillos que jugaban junto a un arroyo que, al ver un agujero en el suelo, hubieran empezado a hurgar en él con un palo. La criatura que había salido de aquel agujero no era una culebra de jardín precisamente, sino un ser misterioso, mortífero y deforme. Había acabado con la vida de Roscoe y ahora avanzaba reptando hacia él.
Y él quería matarlo. Tenía que matarlo. Pero ¿cómo? No sabía muy bien qué era aquello, dónde empezaba exactamente ni dónde acababa. Y tampoco sabía lo que aquello quería de él, aparte de verlo muerto, claro está.
Lo que sí sabía era que en Montreal no iba a encontrar ninguna respuesta a sus preguntas. Las respuestas se hallaban en Londres y en Zug, en Schidlof y en el Registro Especial. Pero para llegar a Europa Dunphy necesitaba un pasaporte… y ahí era donde entraba Canadá.
Su documentación para viajar se econtraba en el cajón superior de la cómoda, en McLean. Tendría que sustituirlas por otras. Lo que le hacía falta, desde luego, era una «falsificación auténtica», un pasaporte de verdad con su propia fotografía y otro nombre. Pero no disponía de contactos para conseguir eso… o, por lo menos, no en Canadá ni en Estados Unidos. Lo mejor que podía hacer en el poco tiempo de que disponía era buscarse un pasaporte a su nombre, usar dicho documento para llegar a Europa y
una vez allí deshacerse de él y conseguir otro de encargo. Eso significaba, naturalmente, que tendría que acudir al consulado de Estados Unidos en Montreal, pero no creía que eso supusiera ningún problema. Su nombre no aparecía en los libros de personas buscadas que utilizaban tanto el estado como los organismos de aduanas, y era improbable que Matta hubiese notificado a ninguna de esas agencias el súbito interés que mostraba por un hombre llamado Dunphy. Sin duda, Matta querría llevar la situación a su manera para que todo aquello quedara en casa, y no se decidiría a involucrar en el asunto a otras agencias a menos que fracasaran los esfuerzos de la CÍA. Lo que significaba que, de momento, lo más seguro era que Matta estuviese repasando las listas de pasajeros del aeropuerto de Newark y siguiendo la pista de las transacciones llevadas a cabo con la tarjeta Visa en la ciudad de Nueva York.
Así pues, Dunphy decidió acudir al consulado, donde conseguir un pasaporte nuevo sería mucho más fácil que en Estados Unidos. Sabía por experiencia que los funcionarios de los consulados en el extranjero tienen tendencia a mostrarse más serviciales que sus homólogos dentro del propio país. Aun así, si quería conseguir el pasaporte aquel mismo día, tendría que dar alguna excusa, alegar que tenía necesidad de viajar urgentemente, y tampoco le vendría mal hacer ver que tenía ciertas influencias.
La primera necesidad la resolvió dirigiéndose a una agencia de viajes situada cerca del hotel donde se alojaba. Allí compró un billete para Praga en un vuelo de Air France que salía seis horas más tarde y que hacía escala en París, y lo pagó en efectivo. Una vez hecho esto, cruzó la calle y entró en un establecimiento Kinko's Copies, donde se hizo varias fotografías de pasaporte, mientras en la misma tienda le imprimían un centenar de tarjetas de visita. En ellas decía:
Jack Dunphy, Productor CBS News — «60 minutos»
Calle 57 Oeste, 555 Nueva York, N. Y. 10019
Se guardó tres tarjetas en la cartera y el resto las tiró en el primer cubo de basura que encontró en la calle. A continuación fue caminando hasta el consulado de Estados Unidos y, nada más entrar, se dirigió con paso decidido al mostrador de información con una expresión en el rostro afable y frenética al mismo tiempo.
—¡Tengo un grave problema! —comenzó a explicar, jadeando y con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo dice?
La empleada era una negra elegante con trenzas africanas y de amable escepticismo.
—¡Es terrible! ¡Quiero decir que ha sido un verdadero desastre!
—¿A qué se refiere?
—¡Al pasaporte!
—¿Qué le pasa?
—¡Que lo he perdido!
La empleada sonrió.
—Nosotros podemos proporcionarle uno nuevo —le indicó, al tiempo que le acercaba un impreso—. Sólo tiene que rellenar estoy…
—Es que lo necesito inmediatamente.
La empleada se encogió de hombros.
—Podemos acelerar los trámites.
—Estupendo. Eso es fantástico.
—Pero eso tiene un coste adicional de cincuenta dólares. . Dunphy se encogió de hombros.
—No hay ningún problema.
Y se metió la mano en el bolsillo dispuesto a sacar la cartera.
—Si viene a recogerlo usted mismo lo tendrá en su poder dentro de cuarenta y ocho horas —le informó la mujer.
A Dunphy se le desvaneció la sonrisa del rostro y ésta se trocó en una expresión de pánico. Se le torció un poco la mandíbula al decir:
—Veo que no me ha entendido. Tengo que viajar a París dentro de un par de horas.
Le puso el billete de avión delante, sobre el mostrador, pero la empleada ni siquiera lo miró.
—Eso es imposible —le aseguró.
—Oh, Dios mío, no me haga esto; tengo en camino dos equipos de rodaje… —explicó Dunphy.
—Lo siento…
Dunphy puso la nueva tarjeta profesional sobre el mostrador y la empujó hacia la empleada.
—¿Tienen aquí oficina de prensa? ¿Alguien con quien pueda hablar? Porque lo cierto es que tengo a Ed plantado en la plaza Wenceslas, y si no he llegado allí mañana por la mañana… bueno, eso podría causarme muchos problemas.
—¿Ed? ¿Qué Ed?
—Ed Bradley.
La mujer le echó una ojeada a la tarjeta por primera vez. La cogió y volvió a dejarla sobre el mostrador. Miró a Dunphy. Y miró otra vez la tarjeta. Dunphy vio en los ojos de la mujer la pregunta que se le pasaba por la cabeza: «¿Será esto un programa de esos de cámara oculta?»
—Déjeme ver qué puedo hacer —le dijo.
Se levantó del taburete, esbozando una sonrisa radiante.
Una hora más tarde, Dunphy ya tenía el pasaporte, y disponía aún de tiempo suficiente para satisfacer la curiosidad que sentía por una cosa que no hacía más que rondarle por la cabeza. Cogió un taxi hasta la biblioteca pública, entró y empezó a buscar en la base de datos de los periódicos algún artículo sobre los indios de paciparaná. Tardó media hora, pero halló una referencia a la tribu en cuestión en un boletín informativo publicado tras la celebración del Congreso Norteamericano sobre Latinoamérica. El artículo, que en realidad trataba del contrabando de diamantes en Rondónia, decía que los indios de paciparaná habían abandonado sus tierras de origen en 1987, tras una súbita y misteriosa conversión masiva al cristianismo. La mayoría de ellos vivían en la actualidad en la ciudad de Porto Velho, donde sobrevivían vendiendo cuentas de rosario talladas en madera de teca.
Así pues, lo que Brading le había contado era cierto.
El vuelo a París transcurrió sin incidentes y el avión no iba demasiado lleno. Dunphy viajó junto al pasillo, al lado de un asiento de ventanilla que se encontraba desocupado, pensando en lo que había pasado y en lo que iba a hacer.
Tenía suerte de estar vivo, y tener suerte no era bueno. La suerte es un marinero que hoy viene y mañana se va. Nunca se puede estar seguro de si va o viene, de si se acerca o se aleja. En resumidas cuentas, eso de tener suerte no era buena cosa, pues a la larga las personas afortunadas siempre acababan por tentarla. Entonces se les agotaba igual que la arena de un reloj… y sin darse cuenta se encontraban con que eran personas desafortunadas.
Aun así, había sido la suerte lo que lo había salvado, no la habilidad. Cuando los de Personal de Investigación de Seguridad llegaron y golpearon la puerta cargados con las poleas y las revistas pomo, Dunphy no se encontraba en casa. Pero Roscoe sí, y ahora estaba muerto. Ésa había sido la suerte de Roscoe. Sin
duda alguna, podía aplicársele el dicho: «La única suerte que tuvo fue mala.»
Si la señora de la limpieza se hubiese tomado el día libre, ahora Dunphy también estaría muerto. Pero no había sido así. La mujer había llegado puntual, como siempre, y al encontrar el cadáver de Roscoe había decidido llamar a la policía. De no haber sido por ella, al volver de Kansas, Dunphy se habría encontrado la casa a oscuras y en silencio, como una ratonera de los barrios bajos llena de hombres vestidos con traje negro y chalina.
Con la policía del condado de Fairfax en el cuarto de estar, no había nada que los de Personal de Investigación de Seguridad pudieran hacer, y nadie impidió que Dunphy se marchase. Con toda probabilidad, Matta ni siquiera había tenido noticia de su huida hasta la mañana siguiente, y para entonces su coche ya se encontraba abandonado en el aeropuerto de Newark y Dunphy se hallaba a bordo del autobús Long Dog, camino de Montreal.
Así que estaba libre. Pero… ¿por cuánto tiempo? Podía ser un día, una semana o…
* O nada. Ya está. Un día o una semana. Cualquier otra cosa era pura fantasía, se dijo. En cualquier caso, le iba a hacer falta dinero, y además en cantidad. Huir es caro y el dinero que llevaba encima se le acabaría pronto.
Se removió en el asiento, incómodo, y se puso a contemplar el vacío que se extendía más allá del ala del avión. Oscuridad por encima, oscuridad por debajo, lo que servía para aumentar su mal estado. No se veía nada, pero Dunphy sabía que en alguna parte, allí fuera, la noche y el océano se encontraban para formar una línea de horizonte invisible. Y también sabía que en algún lugar unos hombres con chalina y traje oscuro le estaban mostrando su fotografía a los vendedores de billetes y a los dependientes de las tiendas.
Había una tercera cosa que también sabía, y era dónde conseguir el dinero que necesitaba. En el portafolios tenía un sobre franqueado con un sello en el que se veía el retrato de Su Majestad. Llevaba meses allí, desde el día en que había salido apresuradamente de Inglaterra, y representaba una buena cantidad de dinero, aunque no le perteneciese.
Dunphy bebió un sorbo de whisky escocés y abrió el sobre. Iba dirigido a un apartado de correos de Marbella, a nombre de Roger Blémont. Contenía los documentos de constitución de la empresa Sirocco Services Ltd., una tarjeta de banco con las firmas registradas, un talón de depósito escrito a mano y media docena de cheques de ventanilla emitidos por el Banque Privat de St. Helier, en la isla de Jersey. La habitual carta explicaba que los cheques se le enviarían a Blémont una vez que la tarjeta de las firmas fuera devuelta al banco.
Blémont, un corso musculoso que sentía gran afición por los trajes de Armani y por los relojes de pulsera Breitling de alta tecnología, era un sociópata apuesto que tenía un pie en los bajos fondos de Marsella y el otro en la política de derechas. Antisemita virulento, editaba una revista llamada Contre le boue, que abogaba entre otras cosas por la deportación de los inmigrantes sin recursos. El título de la revista, que en francés significaba «contra el barro», lo había tomado del estandarte, blanco como la nieve, de un desaparecido grupo paramilitar cuyos miembros habían sido encarcelados por atacar a colegiales turcos y por asaltar un bar gay en Arles y una sinagoga en Lyon.