Con sólo quince años, Alejandro Silva se embarca de polizonte en la Baquedano, buque escuela de la Marina. Su propósito es encontrar a su hermano, quien hace años se fue de casa. Este libro es un clásico de la aventura juvenil, pero también un lúcido recorrido de iniciación, donde el mar funciona como imagen de un niño que se convierte en hombre.
Francisco Coloane
El último grumete de la Baquedano
ePUB v1.1
ZirKo01.05.12
ISBN 10: 9789562396769
© Editorial Zig Zag
Año de publicación: 1941
Francisco Coloane, 1910 - 2002
—¡Veinte grados más a babor! —exclamó en voz alta el teniente de guardia en el puente de mando de la corbeta
General Baquedano.
—¡Veinte grados más a babor! —repitió, como un eco, el timonel, mientras sus callosas manos daban vigorosas vueltas a las cabillas de la rueda del timón.
Una ráfaga del noroeste recostó a la nave hasta hundirle la escoba de babor entre las grandes olas, cuyos negros lomos pasaban rodando hacia la oscuridad de la noche; el ulular del viento aumentó entre las jarcias, el velamen hizo crujir la envergadura, y el esbelto buque—escuela de la Armada de Chile, blanco como un albatros, puso proa rumbo al sur, empujado a doce millas por hora por la noroestada que pegaba por la aleta de estribor.
Era el último viaje de este hermoso barco. Después de educar a su bordo a numerosas generaciones de oficiales, sub—oficiales y marineros de la marina chilena, el Superioridad Naval había dispuesto que realiza ese último crucero hasta el Cabo de Hornos, para proceder, a su vuelta, al desguazamiento de la nave, en razón de que, envejecida en luchas con los mares de todas latitudes, ya no ofrecía seguridad para la navegación en las peligrosas rutas que tiene que surcar los marinos de guerra.
Con trescientos hombres de tripulación, de comandante a grumete, al caer de una tarde de otoño, levó anclas en la bahía del puerto militar de Talcahuano, pasó con su motor auxiliar de la isla Quiriquina, y ya mar afuera, izó todo su velamen y puso la proa al sur, en cumplimiento de esa orden.
Trescientos hombres de tripulación consignaba en sus páginas el libro bitácora de día de su partida; pero, en realidad, iban trescientos uno: ¡Nadie sabía a bordo nada de este último tripulante! En un pañol de proa, bajo el canastillo, acurrucado entre los rollos de jarcias y cadenas, un niño de más o menos quince años permanecía, tembloroso, entre las sombras, en espera de su incierto destino.
Había cerca de tres horas que se encontraba en ese escondite, seguro de que nadie sospecharía su presencia a bordo, pues la vigilante guardia del portalón debía estar cierta de que ningún extraño pasó por esa única entrada a la corbeta en las horas en que se preparaba para el zarpe.
Esta seguridad le dio cierta tranquilidad; pero luego pensó en la noche que le esperaba en el pequeño recinto del pañol, que un marinero había cerrado, sin darse cuenta de la permanencia del niño, con una cadena y un candado por fuera.
De vez en cuando un barquinazo lo obligaba a aferrarse a los rollos de jarcias para no ser lanzado violentamente con las paredes de hierro, y luego, cuando la nave parecía recobrar su posición, oía claramente el golde de las olas contra el caso, casi encima de su cabeza. "¡Caramba —se dijo—, estoy bajo el agua".
En realidad era así; el pañol quedaba bajo la línea de flotación, y cuando la proa montaba una ola y caía al fondo, en el vacío que quedaba entre una y otra, el golpe de agua resonaba pavorosamente en el casco del buque.
Pronto sintió un pequeño malestar en la cabeza y el estómago, algo así como si le faltara aire; el malestar se intensificó y violentos vómitos empezaron a sacudir su cuerpo, que ya también estaba siendo víctima del frío.
Se tomó con las manos del borde de un rollo de cabo y vomitó en el interior de el hasta quedar casi sin nada en su estómago. Disminuyó el dolor de cabeza y quedó más tranquilo y apacible; su contextura de muchacho fuerte había hecho que el mareo, que se apodera de todos los que embarcan por primera vez, fuera sólo un ataque pasajero.
Cansado, se recostó como pudo en el piso y, de pronto, la visión de su madre y de su tibio hogar de Talcahuano le vino a la mente; un atoro, como un nudo duro y amargo, se le subió por la garganta y un dolor agudo le hizo fruncir el entrecejo y... ya no aguantó más; como quien aprieta un racimo de uvas con la mano, le brotaron gruesas lágrimas; pero sacudió su cabeza, apretó con todas las fuerzas un grueso cabo y la ola de angustia también pasó, como el mareo.
Luego recordó el liceo, a sus compañeros de juegos, a su curso, el tercer año B, y a sus profesores, los malos y los buenos; mas todos eran buenos ahora que le parecía aquello tan lejano.
El recuerdo de su madre acongojada era lo que más le conmovía. ¿Qué haría sin su único hijo a estas horas?
Recordó cuando ella planchaba la ropa de los marineros, mientras él hacía sus tareas en una mesita arrinconada en el cuarto de planchado o soplaba con un cartón el brasero, y la poderosa plancha grande, cargada de carbón de espino, como un extraño barco avanzando en el arrugado mar de camisas y cuellos almidonados, que los capitanes lucirían en las tenidas del domingo.
Su madre, doña María, viuda de un marinero, tenía fama de ser la mejor lavandera del puerto. Era inútil que le hicieran competencia en ropa blanca las lavanderías químicas modernas que se habían instalado en Talcahuano; la novedad le arrebataba algunos clientes, pero al poco tiempo los viejos capitanes volvían a buscarla, porque su lavado era más blanco que la nieve y no destruía el tejido de las ropas.
Recordó con amargura los lloviosos días de invierto en que la veía agachada en las tinas, lavar y más lavar.
"—¡Desde que murió tu padre en el naufragio del
Angamos
—solía decir—, no hemos tenido más riqueza que mis buenas manos."
"Quedamos huérfanos —continuaba— con tu hermano Manuel. Un día, él, viendo que trabajaba demasiado, me dijo: Madre, no quiero seguir estudiando; los pobres no podremos nunca seguir tan largos estudios. Usted trabaja demasiado; yo ya tengo quince años; he conseguido que un barco carbonero me lleve, trabajando el valor de mi pasaje, hasta Magallanes, lejana tierra donde dicen que se gana mucho dinero cazando nutrias, lobos, zorros y otros animales de pieles finas. Me voy, madre; de allá vendré con bastante plata para que usted no trabaje más, y una buena capa de guanaco para ponerla a sus pies en los inviernos."
"Así se fue un día y no volvió nunca más, ni he tenido una noticia de él. Seguramente habrá muerto en esos mares, porque de lo contrario hubiera escrito, pues era muy cumplido."
Recordó que siempre en esta parte del relato su madre prorrumpía en llanto.
Él la consolaba entonces diciéndole: "—¡No llore, mamacita; yo seré grande, marinero como mi padre, ganaré dinero para mantenerla y recorreré todos esos mares del sur hasta encontrar a mi hermano o rastros de él para traérselos".
Estudió con ahínco en la escuela primaria, y el el liceo fue uno de los mejores alumnos; pero su único afán era ingresar a la Escuela de Grumetes de la Armada, y no pudo hacerlo, a pesar de las gestiones que realizó dona María, su madre, ante los jefes navales.
Cuando supo que la corbeta
Baquedano
iba a efectuar su último viaje de instrucción con los cursos superiores de la Escuela Naval y de Grumetes, después de reflexionar mucho, tomó de decisión de embarcarse a escondidas, a pesar de que había oído que castigaban severamente a los que se embarcaban en forma clandestina y que, en algunos barcos japoneses y chinos, hasta los echaban al mar para no pagar las multas que las policías marítimas aplican a los capitanes que llevan "pavos".
No le importaron esas historias marineras; así escribió dos cartas, una para su madre y la otra para el profesor jefe de su cuso en el liceo, donde explicaba las razones de su decisión; hacerse hombre y encontrar a su hermano, y en las que pedía perdón por no haber solicitado a su madre y profesores el permiso que, seguramente, le negarían.
Hecho esto, se dispuso a embarcarse, y aquí se encontró ante lo más difícil.
En esta parte de sus recuerdos iba, cuando de pronto varias fosforescencias, desde un rincón del pañol en sombras, turbaron su meditación. Pestañeó, entrecerró los ojos y vislumbró tres ratas grandes, colorinas, casi del tamaño de un gato.
Un estremecimiento le recorrió el cuerpo al recordar narraciones en que muchos marineros habían sido devorados por las ratas. En Talcahuano, un niño de dos años había sido muerto una vez por los ratones. Había leído que en el Far West existe un fuerte que se llama "de ratas", porque su guarnición, debilitada por el hambre, había sido devorada por estos roedores. En el sur de Chile, en la región de Los Lagos, una invasión de ratas vino de la Argentina, y habían devorado ovejas, perros, cerdos y ahuyentado a familias enteras de agricultores.
Los ojos relampagueantes se acercaron; el niño, tambaleándose, buscó el chicote o extremo de una jarcia, pero como no lo hallara suficientemente sólido, avanzó por encima de los rollos y se abalanzó a puntapiés contra las ratas.
Cuál no sería su asombro al ver, que en vez de huir, saltaban como pequeños perros rabiosos, tratando de morder las piernas; pero apenas una fue alcanzada por un puntazo y azotada contra la pared, huyeron las otras por la obscuridad del rincón.
El niño volvió a descansar sobre las jarcias y notó que cierto debilitamiento empezaba a dominarle: la boca la tenía seca y el estómago vacío. Pronto vendrían el sueño, el hambre y la sed a cerrar esa noche de angustias.
"Resistiré hasta que no pueda más —se dijo— y, por último, golpearé con fuerza la puerta de hierro, aunque es difícil que me oigan".
Empezó a cabecear; el sueño era más poderoso que el hambre y la sed; poco a poco fueron apareciendo de nuevo en el rincón, dos, tres, cinco pares de ojos fosforescentes. Asquerosas, rojas y peludas estaban ahí, otra vez, las ratas, para lanzarse en el momento oportuno sobre su víctima.
Con gran esfuerzo iba a levantarse a combatirlas de nuevo a puntapiés, cuando la cadena de la puerta produjo un ruido como si hubiera sido tomada por alguien y la puerta fue tironeada para abrirla.