El Último Don (7 page)

Read El Último Don Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
5.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

La Pacific Ocean Security prestaba sus servicios a los muy ricos y famosos. Protegía con personal armado y dispositivos electrónicos las residencias de los magnates cinematográficos. Proporcionaba guatdaespaldas a los actores y los productores. Facilitaba personal uniformado para controlar a la multitud en los grandes acontecimientos de masas tales como la ceremonia de entrega de Premios de la Academia, y efectuaba tareas de investigación en asuntos delicados como por ejemplo la prestación de servicios de contraespionaje para evitar la acción de posibles chantajistas.

Andrew Pollard se había hecho célebre porque era muy riguroso con los detalles. Instalaba en los terrenos de las casas de sus acaudalados clientes letreros de Respuesta Armada, que se encendían de noche con una roja explosión de luz, y colocaba patrullas en los barrios de las mansiones amuralladas. Elegía cuidadosamente a los miembros del personal y pagaba sueldos lo bastante altos como para que estos vivieran permanentemente preocupados por la posibilidad de ser despedidos. Podía permitirse el lujo de ser generoso. sus clientes eran las personas más ricas del país y pagaban conforme a sus ingresos. Era también lo bastante listo como para trabajar en estrecha colaboración con el Departamento de Policía de Los Ángeles, y era colega profesional del legendario detective Jini Losey, el cual era casi un dios para los soldados rasos. Pero por encima de todo, contaba con el respaldo de la familia Clericuzio.

Quince años atrás, cuando aún era un joven oficial de policía un poco descuidado, había caído en las redes de la Unidad de Asuntos Internos del Departamento de Policía de Nueva York. Fue un pequeño soborno casi imposible de evitar, aunque se mantuvo firme y se negó a facilitar información sobre sus superiores implicados. Los subalternos de la familia Clericuzio tomaron debida nota e inmediatamente pusieron en marcha toda una serie de actuaciones judiciales para que se ofreciera un trato a Andrew Pollard abandonar el Departamento de Policía de Nueva York a cambio de evitar la sanción.

Pollard emigró a los Ángeles con su mujer y su hijo, y la familia le facilitó dinero para que montara su empresa, la Ocean Pacific Security. Más tarde la familia dio instrucciones en el sentido de que los clientes de Pollard no deberían ser molestados, ni sus casas robadas, ni su gente secuestrada, ni sus joyas robadas y, en caso de que se robara algo por error, fuera devuelto inmediatamente. Por eso los llamativos letreros de la Respuesta Armada también exhibían el nombre de la agencia de vigilancia.

El éxito de Andrew Pollard fue casi milagroso pues las mansiones que tenía bajo su protección jamás sufrían el menor percance. Sus guardaespaldas estaban casi tan bien preparados como los hombres del FBI, razón por la cual su empresa jamás había sido denunciada por delitos cometidos por sus propios empleados, acoso sexual o abusos deshonestos a niños, cosas todas ellas bastante frecuentes en el sector de la seguridad. Se había dado algún caso aislado de intento de chantaje y algunos guardias habían vendido secretos íntimos a la prensa sensacionalista, Pero eran cosas inevitables. En conjunto, Andrew Pollard dirigía un negocio limpio y eficiente.

Su empresa tenía acceso informático, a información confidencial sobre personas de todos los estratos sociales, y era lógico que cuando la familia Clericuzio necesitara los datos, él se los proporcionase. Pollard se ganaba muy bien la vida y estaba muy agradecido a la familia. Siempre que se le presentaba algún trabajo que no podía encomendar a sus guardias, podía recurrir a la ayuda de los métodos violentos del bruglione del Oeste.

II

Había unos cuantos astutos para quienes una selva como la ciudad de Los Angeles y Hollywood eran algo así como paradisíaca, rebosante de víctimas. Había ejecutivos cinematográficos atrapados en las redes de los chantajistas, homosexuales encerrados en los amarios de los actores cinematográficos, directores sadomasoquistas y productores pedófilos, todos ellos temerosos de que sus secretos salieran a la luz. Andrew Pollard era famoso por la delicadeza y discreción con que resolvía semejantes asuntos, era capaz de negociar los mínimos honorarios posibles y garantizar que no habría un segundo intento.

Al día siguiente de la entrega de los premios de la Academia Bobby Bantz llamó a Andrew Pollard a su despacho.

—Quiero toda la información que puedas conseguir sobre ese tal Boz Skannet —le dijo. Quiero todos los antecedentes de Athena Aquitane. Para ser una gran estrella, sabemos MUY POCO sobre su vida. Quiero también que llegues a un acuerdo con Skannet, Necesitamos a Athena en la película durante un período de dos, tres meses, así que llega con él a un acuerdo para que se vaya lo más lejos posible. ofrécele veinte mil dólares al mes, Pero en caso necesario puedes llegar hasta cien.

—¿Y después podrá hacer lo que quiera? —preguntó Andre.

Tienes que andarte con mucho cuidado, Andrew. El tipo tiene una familia muy poderosa. La industria cinematográfica no puede ser acusada de utilizar tácticas incorrectas, eso podría hundir la película y causar un daño irreparable a los estudios. Así que procura llegar a un trato. Además utilizaremos tu empresa para la seguridad personal de Athena.

—Y si el tipo no acepta el trato? —preguntó Pollard.

—En tal caso tendrás que protegerla día y noche —contestó Bantz Hasta que se termine la película.

—Podría utilizar ciertos métodos un poco expeditivos —dijo pollard. Siempre dentro de los límites de la legalidad, por supuesto. No estoy insinuando nada.

—Está demasiado bien relacionado —dijo Bantz. Las autopoliciales desconfían de él. Ni siquiera Jim Losey, que es tan amigo de Skippy Decre, se atrevería a utilizar la fuerza. Aparte de las relaciones públicas, los estudios podrían ser denunciados y se les podrían exigir enormes sumas de dinero. Tampoco estoy diciendo que le trates como a una delicada florecilla, pero...

Andrew Pollard captó el mensaje. Un poquito de fuerza para pegarle un susto, pero después se le tendría que pagar lo que quisiera.

—Necesitaré contratos —dijo.

Bantz sacó un sobre del cajón de su escritorio.

—Deberá firmar tres copias, y dentro hay un cheque por valor de cincuenta mi dólares como anticipo. Los espacios de las cifras del contrato están en blanco, puedes rellenarlos cuando lleguéis a un acuerdo.

Mientras Pollard se retiraba, Bantz le dijo a su espalda:

—Tus hombres no fueron demasiado eficaces durante la ceremonia de entrega de premios de la Academia. Debían de estar durmiendo de pie.

Andrew Pollard no se ofendió. El comentario era muy típico de Bantz.

—Eran unos simples guardias de control de multitudes —contestó, No te preocupes, colocaré a mis mejores hombres alrededor de la señorita Aquitane.

En cuestión de veinticuatro horas, los computadores de la Pacific Ocean Security ya habían averiguado todo lo que se podía saber sobre Boz Skannet. Tenía treinta y cuatro años, se había graduado en la Universidad de Tejas, donde había sido medio de ataque del Conference All Star, y más tarde había jugado una temporada en un equipo de fútbol profesional. Su padre era propietario de un banco de mediano tamaño en Houston, pero lo más importante era que su tío dirigía la maquinaria política del Partido Demócrata de Tejas, y era amigo personal del presidente. Todo ello aderezado con un montón de dinero.

Boz Skannet era en sí mismo una pieza de mucho cuidado. Como vicepresidente del banco de su padre, había estado a punto de ser procesado por un chanchullo relacionado con una concesión petrolífera. Había sido detenido seis veces por agresión. En una de ellas propinó tal paliza a dos oficiales de policía que éstos tuvieron que ser hospitalizados. No hubo juicio porque pagó una elevada suma en concepto de daños y perjuicios. Hubo también una denuncia por acoso sexual que se resolvió en los tribunales. Antes de todo eso se había casado a los veintiún años con Athena, y al año siguiente había tenido con ella una hija a la que bautizaron con el nombre de Bethany. A los veinte años, su mujer había desaparecido junto con su hija.

Todo ello permitió a Andrew Pollard hacerse una composición de lugar. Boz era un chico malo. Un chico que le había guardado rencor a su mujer durante diez años, que se había enfrentado con unos policías armados y había sido lo bastante duro como para mandarlos al hospital. Las posibilidades de intimidar a semejante individuo eran nulas. Le pagaría el dinero, le haría firmar el contrato y procuraría retirarse cuanto antes del asunto.

Pollard llamó a Jim Losey, que estaba trabajando en el caso Skannet por cuenta del Departamento de Policía de Los Ángeles. Pollard sentía por él un temor reverencial. Losey era el policía que él hubiera deseado ser. Ambos mantenían relaciones profesionales, y Losey recibía todas las Navidades un buen regalo de la Pacific Ocean Security. Ahora Pollard quería información confidencial, quería saber todo lo que Losey había averiguado sobre el caso.

—Jim —le dijo, ¿me podrías enviar información sobre Boz Skannet? Necesito su dirección en Los Ángeles y me gustaría saber algo más acerca de él.


—Pues claro —contestó Jim. Pero se han retirado las denuncias contra él. ¿Por qué estás tú metido én eso?

—Un trabajo de protección —contestó Pollard. ¿Hasta qué punto es peligroso ese tipo?

—Está más loco que una cabra —contestó Jim Losey. Dile a los de tu equipo de guardaespaldas que empiecen a disparar si se acerca.

—Tú me detendrías —dijo Pollard riéndose. Eso es contrario a la ley.

—Pues sí —dijo Losey, no tendría más remedio que hacerlo; menuda faena.

Boz Skannet se alojaba en un modesto hotel de la Ocean Avenue de Santa Mónica, lo cual preocupaba mucho a Andrew Pollard pues el hotel estaba a sólo quince minutos en coche de la casa de Athena, en la Colonia Malibú. Pollard dispuso que un equipo de cuatro hombres vigilara la casa de la actriz y colocó dos hombres en el hotel de Skannet. Después concertó una cita con Skannet para aquella tarde.

Acudió al hotel en compañía de tres de los hombres más altos y fornidos de lacasa. Con un tipo como Skannet nunca se sabía lo que podía ocurrir.

Skannet les franqueó la entrada a su suite y los recibió con una cordial sonrisa en los labios, pero no les ofreció ningún refrésco. Curiosamente, vestía chaqueta con camisa y corbata, tal vez para demostrar que seguía siendo un banquero. Pollard se presentó y presentó a sus tres guardaespaldas, y éstos le mostraron sus carnets de la Ocean Pacific security.

—Son muy fuertes; desde luego —les dijo Skannet sonriendo. Pero apuesto cien dólares a que en una pelea imparcial haría picadillo a cualquiera de ustedes.

Los tres guardaespaldas, que estaban muy bien entrenados, esbozaron unas leves sonrisas de aceptación, pero Pollard se ofendió deliberadamente. Una indignación calculada.

—Hemos venido aquí para hablar de negocios, señor Skannet —le dijo—, no para aguantar amenazas.

—Los Estudios LoddStone están dispuestos a pagarle ahora mismo cincuenta mil dólares y veinte mil al mes durante ocho meses. Lo único que tendrá usted que hacer es abandonar Los Ángeles.

Pollard sacó los contratos de su cartera de documentos junto con un gran cheque de color blanco y verde.

Skannet los estudió.

—Un contrato muy sencillo —dijo. Ni siquiera necesito un abogado. Pero el dinero también es muy sencillo. Yo estaba pensando más bien en cien mil para empezar y cincuenta mil al mes.

—Demasiado —dijo Pollard. Tenemos una orden judicial de restricción contra usted. Si se acerca a una manzana de distancia de la casa de Athena, irá a la cárcel. Tenemos montado un servicio de seguridad las veinticuatro horas del día. Y tengo unos servicios de vigilancia que seguirán todos sus movimientos. Comprenda pues que este dinero que le ofrezco es un regalo para usted

—Hubiera tenido que venir antes a California —dijo Skannet. Las calles están alfombradas de oro. ¿Por qué me ofrecen dinero?

—Los estudios quieren tranquilizar a la señorita Aquitante —contestó Pollard.

—Ya veo que es una gran estrella —dijo Boz Skannet en tono pensativo.

—Bueno, siempre fue un poco especial. Y pensar que solía follarla cinco veces al día... —Miró con una sonrisa a los tres guardaespaldas—. Y además era inteligente.

Pollard lo estudió con curiosidad. Era tan apuesto como el rudo modelo de los anuncios de los cigarrillos Marlboro, pero su piel estaba enrojecida por el sol y las borracheras, y su cuerpo tenía una configuración un poco más pesada. Hablaba con aquel encantador deje sureño tan peligroso y atractivo a la vez. Muchas mujéres se enamoraban de hombres como él. En Nueva York había unos cuantos policías con la misma pinta, y siempre acababan comportándose como sinvergüenzas. Les encomendabas unos casos de asesinato, y al cabo de una semana ya estaban consolando las viudas. Bien mirado, Jim Losey era un policía como ellos. Pero Pollard jamás había tenido tanta suerte.

—Vamos a hablar de negocios —dijo Pollard.

Quería que Skannet firmara el contrato y aceptara el cheque en presencia de testigos. Más tarde, en caso necesario, cabía la posibilidad de que los estudios consiguieran presentar una denuncia por extorsión.

Boz Skannet se sentó junto a la mesa.

—Tiene una pluma? —preguntó.


Pollard sacó una pluma de su cartera de documentos y anotó una suma de veinte mil dólares al mes. Al verlo, Skannet comentó alegremente:

—O sea que hubiera podido conseguir más. Después firmó los tres documentos. ¿Cuándo tengo que marcharme de Los Angeles?

—Esta misma noche —contestó Pollard. Lo acompañaré al aeropuerto.

—No, gracias —dijo Skannet. Creo que me iré en coche a Las Vegas y me jugaré el dinero de este cheque.

—Lo estaré vigilando añadió Pollard, pensando que había llegado el momento de ejercer un poco de fuerza. Se lo advierto; como se atreva a volver a Los Ángeles, lo mando a detener por extorsión.

La sonrosada cara de Skannet se iluminó con una radiante sonrisa de regocijo.

—Me encantará —dijo. Seré tan famoso como Athena.

Aquella noche; el equipo de vigilancia comunicó que Boz Skannet se había marchado, pero sólo para trasladarse al Beverly Hills Hotel, y que había depositado el cheque de cincuenta mil dólares en una cuenta que tenía en el Bank of America. Todo ello le hizo comprender unas cuantas cosas a Pollard que Skannet tenía influencia porque se había ido al Beverly Hills Hotel, y que le importaba una mierda el trato que había concertado. Pollard le comunicó lo ocurrido a Bobby Bantz y pidió instrucciones. Bantz le dijo que mantuviera la boca cerrada. Le habían mostrado el contrato a Athena para tranquilizarla y convencerla de que regresara al trabajo. Lo que no le dijo a Pollard fue que ella se le había reído en la cara.

Other books

Beneath the Shadows by Sara Foster
This Blue : Poems (9781466875074) by McLane, Maureen N.
Hot Stuff by C. J. Fosdick
Ashes to Flames by Gregory, Nichelle
Once More With Feeling by Emilie Richards
Heart's Demand by Cheryl Holt
The Mystery Woman by Amanda Quick