El Último Don (19 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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—Es un placer volver a verle, Cross —dijo Tolly Nevans.

—¿Nos conocemos? —preguntó Cross.

—Nos conocimos hace tiempo —contestó Tolly con voz melosa. Cuando Loretta empezó a trabajar en el Xanadú.

Claudia observó la diferencia que había entre los agentes de Los Ángeles que representaban los intereses de los grandes astros del cine y Tolly Nevans, que representaba a las pequeñas figuras del mundo de las salas de fiestas. Tolly parecía un poco más nervioso, y su aspecto físico no era tan impresionante. Le faltaba toda la confianza de que hacía gala Melo Stuart.

Loretta le dio a Cross un ligero beso en la mejilla, pero no le dijo nada. De hecho parecía insólitamente apagada. A su lado, Claudia percibió su tensión.

Cross iba vestido con atuendo de jugar al golf. Pantalones blancos, camiseta blanca, zapatillas deportivas también blancas, y una gorra de béisbol azul en la cabeza. Les ofreció algo de beber del mueble bar, pero todos declinaron la invitación.

—Vamos a resolver este asunto —dijo en tono pausado. ¿Loretta?

—Tolly quiere seguir cobrando el veinte por ciento de todo lo que yo gane —dijo Loretta con voz trémula. Eso incluye cualquier trabajo de cine que yo pueda hacer. Pero como es natural, la agencia de Los Ángeles quiere el porcentaje completo de cualquier trabajo cinematográfico que me consiga. Yo no puedo pagar dos porcentajes. Y además Tolly quiere ser el que tome las decisiones sobre todo lo que yo haga. La agencia de Los Ángeles no está de acuerdo, y yo tampoco.

Tolly se encogió de hombros.

—Tenemos un contrato. Sólo exigimos que lo cumpla.

—Pero entonces mi agente cinematográfico no me contratará —dijo Loretta.

—La cosa está clarísima —dijo Cross. Loretta, págales la rescisión del contrato.

—Loretta es una gran artista —dijo Tolly, y nosotros ganamos mucho dinero con ella. Siempre la hemos promocionado y siempre hemos creído en su talento. Hemos invertido en ella un montón de pasta No podemos prescindir de ella ahora que empieza a resultar rentable.

—Compra la rescisión del contrato, Loretta —repitió Cross

—No puedo pagar dos porcentajes —replicó Loretta, casi gimoteando. Es demasiado cruel.

Claudia procuró reprimir una sonrisa, pero Cross no reprimió la suya. Tolly parecía muy ofendido.

—Claudia —dijo finalmente Cross, ve a ponerte la ropa de golf. Quiero que hagas nueve lanzamientos conmigo. Me reuniré contigo abajo junto a la caja cuando termine aquí.

A Claudia le había parecido un poco raro que Cross se hubiera vestido de una manera tan informal para la reunión, como si no se la tomara muy en serio. Su comportamiento la había ofendido, y sabía que también había ofendido a Loretta. En cambio Tolly estaba más tranquilo. Cross no le había propuesto ningún compromiso.

—Me quedo —dijo Claudia, quiero ver a Salomón en acción.

—Cross jamás podía enfadarse con su hermana. Soltó una carcajada y ella lo miró sonriendo. Después Cross se volvió hacia Tolly

—Veo que usted no se dobla, y creo que tiene razón. ¿Qué le parecería un porcentaje sobre sus ganancias durante un año? Pero tendrá que ceder el control, de otro modo no dará resultado.

—¡Yo no quiero dárselo! estalló Loretta, enojada.

—No es eso lo que yo quiero —dijo Tolly. El porcentaje me parece bien, pero qué ocurre si nos sale un contrato estupendo para ti y tú estás comprometida para hacer una película? Perderíamos dinero.

Cross lanzó un suspiro y dijo casi con tristeza.

—Tolly, quiero que rescinda el contrato con esta chica. Es una petición. Ustedes hacen mucho negocio con nuestro hotel. Hágame este favor.

Por primera vez, Tolly pareció alarmado y dijo casi en tono suplicante:

—Me encantaría poder hacerle este favor, Cross; pero tengo que discutirlo con mis socios de la agencia. Hizo una breve pausa. A lo mejor podré arreglar la rescisión del contrato.

—No —dijo Cross. Le estoy pidiendo un favor. Nada de rescisiones. Y quiero su respuesta ahora mismo para poder irme a disfrutar de mi partido de golf. Tras una pausa añadió:

—Dígame sí o no.

Claudia se impresionó ante la brusquedad de sus palabras, Cross no hablaba en tono amenazador ni intimidante. Más bien parecía que quisiera dejarlo correr, como si hubiera perdido interés por el asunto. En cambio Tolly estaba trastornado.

Su respuesta fue sorprendente

—Pero esto es injusto —dijo.

Miró con expresión de reproche a Loretta, y ésta bajó los ojos, Cross volvió a encasquetarse la gorra de béisbol en la cabeza, como si se dispusiera a marcharse.

—Es sólo una petición —dijo. No me puede decir que no. De usted depende.

—No, no —dijo Tolly. Lo que ocurre es que yo no sabía que tuviera usted tanto interés y que fueran ustedes tan buenos amigos.

De pronto Claudia observó un cambio asombroso en su hermano. Cross se inclinó hacia delante y le dio a Tolly un afectuoso abrazo y una cordial sonrisa iluminó su rostro. ¿Qué guapo es el muy hijo de puta, pensó.

—Jamás lo olvidaré, Tolly —dijo Cross en tono de profunda gratitud. Mire, le doy carta blanca aquí en el Xanadú para cualquier nuevo artista que quiera usted promocionar. Incluso mandaré organizar una noche especial con todos los nuevos artistas que usted traiga, y esa noche quiero que usted y sus socios cenen conmigo en el hotel. Llámeme cuando quiera. Daré orden de que me pasen la llamada directamente. ¿De acuerdo?

Claudia comprendió dos cosas. Cross había exhibido deliberadamente su poder, y había tenido buen cuidado de recompensar hasta cierto punto a Tolly sólo cuando éste ya se había doblegado, y no antes. Tolly disfrutaría de su noche especial y se empaparía de poder, pero sólo por una noche.

Claudia comprendió también que Cróss había exhibido su poder para demostrarle el amor que le tenía y la fuerza material de dicho amor. Y vio en los rasgos de su rostro la belleza que ella siempre le había envidiado desde la infancia, el frunce de los sensuales labios, la perfección de la nariz y los ojos almendrados, petrificándose lentamente, como si estuvieran adquiriendo la consistencia del mármol de las estatuas antíguas.

Claudia abandonó la autopista de la Costa del Pacífico y siguió adelante hasta llegar a la entrada de la Colonia Malibú. Le encantaba la colonia, con sus casas en primera línea de la playa, el océano brillando delante de ellas, y a lo lejos el reflejo de las montañas en el agua. Aparcó su automovil delante de la casa de Athena.

Boz Skannet estaba tomando el sol en la playa pública situada al sur de la valla de la Colonia Malibú. La sencilla valla de tela metálica penetraba unos diez metros en el agua, pero era sólo una barrera nominal. Si uno se adentraba lo suficiente en el agua la podía rodear a nado.

Boz estaba explorando el terreno con vistas a su siguiente ataque contra Athena. Aquel día sólo haría una incursión de prueba, y por eso se había dirigido a la playa pública con camiseta y pantalones de tenis sobre el traje de baño. En la bolsa de playa, que en realidad era una bolsa de tenis, guardaba el frasco de ácido envuelto en unas toallas.

Desde el lugar que había elegido en la playa podía observar la casa de Athena a través de la valla de tela metálica. Vio a dos guardias de seguridad en la playa. Iban armados. Si la parte posterior de la casa estaba cubierta, la delantera también lo estaría. No le hubiera importado hacer daño a los guardias, pero no quería dar la impresión de ser un loco de esos que matan a un montón de gente sin motivo. Ello hubiera quitado cualquier mérito a la exclusiva y justificada destrucción de Athena.

Boz Skannet se quitó los pantalones y la camiseta, extendió la toalla y contempló la arena y la sábana intensamente azul del océano Pacífico al fondo. El calor del sol lo adormeció. En la universidad, durante la conferencia de un profesor sobre los ensayos de Emerson, había oído citar la frase “La belleza es su propia excusa”. No sabía si había sido por Emersón o por la Belleza; pero el caso es que había pensado en Athena.

No era frecuente encontrar reunidas en una persona la belleza física y las cualidades morales e intelectuales. Por eso había pensado en Athena. Cuando era niña, todo el mundo la llamaba Thena.

La había querido tanto en su adolescencia que había vivido inmerso en un sueño de dicha infinita, en el que ella también lo quería. No podía creer que la vida pudiera ser tan dulce. Poco a poco, la podredumbre lo fue estropeando todo.

¿Cómo se atrevía Athena a ser tan perfecta? ¿Cómo se atrevía a exigir tanto amor? ¿Cómo se atrevía a despertar amor en tanta gente? ¿Es que no sabía lo peligroso que era eso?

Boz se examinó a sí mismo. ¿Por qué su amor se había trocado en odio? En realidad la respuesta era muy sencilla porque sabía que no podría poseerla hasta el final de sus vidas, y que un día la tendría que perder.

Un día ella se acostaría con otros hombres y desaparecería de su paraíso. Y jamás volvería a pensar en él.

Sintió que el calor del sol abandonaba su rostro y abrió los ojos. Junto a él se encontraba un tipo corpulento muy bien vestido, sosteniendo una silla plegable. Boz lo reconoció. Era Jim Losey, el investigador que lo había interrogado después de que él arrojara el agua al rostro de Thena.

Boz lo miró, con los párpados entornados.

—Qué casualidad que los dos hayamos venido a nadar a la misma playa. ¿Qué coño quiere?

Losey desplegó la silla y se sentó.

—Mi ex mujer me regaló esta silla. Tenía que interrogar y detener a tantos surfistas, —dijo, que sería mejor que estuviera cómodo.

El investigador miró a Skannet casi con simpatía.

—Sólo quería hacerle unas cuantas preguntas. Una, ¿qué está usted haciendo tan cerca de la casa de la señorita Aquitane? Está incumpliendo la orden del juez.

—Estoy en una playa pública, hay una valla entre nosotros, y voy en traje de baño. Es que realmente tengo pinta de estar acosándola?

Losey esbozó una sonrisa comprensiva.

—Bueno, mire —dijo; si yo estuviera casado con esa tampoco podría apartarme de ella. ¿Qué tal si le echo un vistazo a su bolsa de playa?

Boz estrechó la bolsa contra su pecho.

—Ni hablar contestó. A no ser que tenga usted una orden judicial.

—No me obligue a detenerle —dijo Losey dirigiéndole una amistosa sonrisa. O a pegarle una soberana paliza y quitarle la bolsa a la fuerza.

Sus palabras fueron una provocación. Boz se levantó y alargó el brazo para ofrecerle la bolsa, pero inmediatamente lo retiró.

—Intente quitármela —dijo.

Jim Losey se desconcertó. Que él recordara, jamás en su vida se había tropezado con alguien que fuera más fuerte que él. En cualquier otra situación hubiera sacado la porra o el revólver y hubiera hecho papilla a su adversario. Tal vez su indecisión se debió a la arena que tenía bajo sus pies, o quizás a la increíble intrepidez de Skannet.

Boz lo miraba con una sonrisa en los labios.

—Me tendrá que pegar un tiro —le dijo. Soy más fuerte que usted, a pesar de su estatura. Y si me pega un tiro, no podrá alegar defensa propia.

Losey admiró su perspicacia. En una pelea física, la cuestión hubiera podido ser dudosa. No había razón para sacar un arma.

—Muy bien —dijo, doblando la silla y haciendo ademán de retirarse. De pronto se volvió y le dijo con admiración.

—Es usted un tipo muy duro de pelar. Usted gana. Pero no me dé motivos para que alegue defensa propia. Ya ha visto que no he medido la distancia que le separa de la casa. A lo mejor ha rebasado usted el límite de la orden judicial...

Boz soltó una carcajada.

—No se preocupe, no le daré ningún motivo.

Vio cómo Jim Losey abandonaba la playa, subía a su automovil y se alejaba de allí. Guardó la toalla en la bolsa y regresó a su vehículo. Colocó la bolsa en el maletero; sacó del llavero la llave del coche y la ocultó bajo el asiento anterior. Después regresó a la playa para rodear la valla a nado.

Athena Aquitane había alcanzado la cima del estrellato siguiendo el camino tradicional, que la gente raras veces aprecia. Había dedicado muchos años a su preparación, asistiendo a clases de actuación, danza, movimiento y educación vocal, y leyendo sin descanso obras de teatro, cosas todas ellas fundamentales en el arte de la interpretación. Como es natural, había hecho también las inevitables rondas de visitas a los agéntes, directores de reparto, productores y directores más o menos libidinosos, y había soportado el acoso sexual de los ejecutivos y los jefes de los estudios, que casi siempre eran unos carcamanes.

El primer año se ganó la vida haciendo anuncios, actuando como modelo y trabajando como azafata muy ligerita de ropa en distintas exposiciones de automoviles. Pero eso sólo fue el primer año. Después sus dotes interpretativas empezaron a dar fruto. Tuvo varios amantes que la inundaron de joyas y dinero, e incluso hubo algunos que le propusieron casarse. Las relaciones solían ser breves y siempre terminaban amistosamente.

Nada de todo aquello le pareció doloroso o humillante, ni siquiera la vez en que el comprador de un Rolls Royce pensó que ella estaba incluida en el precio del coche. Ella lo rechazó, comentando en broma que su precio era el mismo que el del coche. Le gustaban los hombres y disfrutaba del sexo, pero sólo como diversión y recompensa de actividades más serias. Los hombres no constituían una parte importante de su mundo.

El trabajo de actriz era para ella la VIDA, con letras mayúsculas. El secreto conocimiento de sí misma era importante. Los peligros del mundo eran importantes. Su trabajo de actriz, sin embargo, era lo primero. No aquellos pequeños papeles cinematográficos que sólo le permitían cubrir gastos, sino los grandes papeles de grandes obras que ponían en escena los grupos teatrales locales, por último las obras del Mark Taper Forum, que finalmente la catapultaron a los grandes papeles del cine.

Su verdadera vida eran los papeles que le encomendaban. Se sentía auténticamente viva cuando los interpretaba y los incorporaba a su existencia ordinaria de todos los días. Sus aventuras amorosas eran simples diversiones; algo así como jugar al tenis o golf, o cenar con los amigos o consumir sustancias que la ayudaban a soñar.

Su verdadera vida se desarrollaba en aquel teatro que parecía una catedral, cuando se maquillaba o añadía una nota de color a su atuendo, miéntras su rostro se contraía con las emociones y sentimientos que se arremolinaban en su cabeza, y cuando se enfrentaba finálmente con la profunda oscuridad del patio de butacas, donde le parecía ver el rostro de Dios, y se entregaba por entero a su destino. En el escenario lloraba, se enamoraba, gritaba de angustia, suplicaba perdón por sus secretos pecados, y a veces experimentaba el gozo redentor de la felicidad recobrada.

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