El trono de diamante (32 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El trono de diamante
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Seguido de la menuda mujer estiria, Sparhawk atravesó el portal y se adentró en la calleja a la que se abría.

—Bromea con todo, ¿eh? —observó Sephrenia.

—En efecto, desde chiquillo, en la mayoría de las ocasiones, se ríe de todo el mundo. Me parece que esa razón explica mi apego hacia él. Mis opiniones acostumbran ser algo más sombrías, y su punto de vista me ayuda a equilibrar la perspectiva.

Cabalgaron por las agitadas calles de Chyrellos. Muchos de los comerciantes locales adoptaban el sobrio color negro de los religiosos, pero, habitualmente los visitantes no los imitaban, con lo cual la comparación de los atuendos provocaba un fuerte contraste. En especial destacaban los viajeros de Cammoria, puesto que sus atavíos de seda no perdían color con el paso del tiempo y conservaban la pureza del tinte.

La plaza del mercado adonde lo condujo Sephrenia se encontraba algo alejada del castillo de la orden y tardaron aproximadamente tres cuartos de hora para llegar a ella.

—¿Cómo encontrasteis a ese tendero? —preguntó Sparhawk.

—La dieta de los estirios se compone de ciertos alimentos básicos —respondió Sephrenia—, y algunos de ellos los elenios los consumen raramente.

—Creo que habéis mencionado que ese recadero les llevó unas lonjas de carne.

—Carne de cabra, Sparhawk. En general, a los elenios no les agrada.

Sparhawk se encogió de hombros.

—Qué provincianos sois —lo acusó con ligereza—. Si no proviene de una vaca, no la coméis.

—Supongo que se trata simplemente de una costumbre.

—Será mejor que vaya a la tienda sola —afirmó la mujer—. En ciertas ocasiones, vuestra presencia logra intimidar. Si queremos que el recadero responda a nuestras preguntas, tal vez no éste dispuesto a colaborar si lo asustáis. Vigiladme el caballo.

A continuación, le tendió las riendas y penetró en la plaza. Sparhawk la observó mientras atravesaba el concurrido mercado para hablar con un individuo de aspecto desharrapado que llevaba un sayal de lona manchado de sangre. Cuando regresó al poco rato, Sparhawk descendió del caballo y la ayudó a montar.

—¿Os ha informado sobre la casa? —inquirió.

—No está lejos, se halla cerca de la Puerta del Este.

—Vayamos a explorar.

Al reemprender la marcha, Sparhawk tuvo un gesto infrecuente en él.

—Os amo, pequeña madre —dijo, al tiempo que tomaba las manos de Sephrenia entre las suyas.

—Sí —replicó ella con calma—. Lo sé. Sin embargo, me agrada escucharlo de vos. —Entonces esbozó una sonrisita irónica que, de algún modo, le recordó a Flauta—. No obstante, debéis aprender que cuando se trata con mujeres, no conviene decirles muy a menudo: «Os amo» —añadió.

—Lo tendré en cuenta. ¿La advertencia también es aplicable a las mujeres elenias?

—A todas las mujeres, Sparhawk. La distinción de razas pierde importancia en esta cuestión.

—Seguiré vuestro consejo, Sephrenia.

—¿Habéis vuelto a leer poesía medieval?

—¿Yo?

Atravesaron el mercado y se adentraron en el antiguo suburbio colindante con la Puerta del Este. Aunque su aspecto no era tan ruinoso como el de los barrios bajos de Cimmura, aquella parte de la ciudad sagrada distaba mucho de poseer la opulencia de la zona que bordeaba la basílica. Las túnicas de los hombres que encontraban a su paso lucían un color pardusco, y los pocos mercaderes presentes entre la multitud vestían atuendos raídos y descoloridos, si bien hacían gala del aire de importancia que adoptan todos los comerciantes, tanto los que han hecho fortuna como los pobres. De pronto, al final de la calle, Sparhawk divisó a un hombre de baja estatura abrigado con un sayal de lana cruda y apelmazada.

—Un estirio —avisó.

Sephrenia asintió con la cabeza y alzó la capucha de su vestido blanco para cubrirse el rostro. Sparhawk se enderezó en la silla para asumir previsoramente una expresión de arrogancia y condescendencia, la característica de los que sirven a personajes importantes. Al adelantar al estirio, éste se apartó precavidamente sin prestarles atención. Al igual que todos los miembros de su raza, el hombre tenía el cabello oscuro, casi negro, y la tez pálida. Su estatura era más baja que la de los elenios que se cruzaban con él, y los huesos de su cara, no exentos de cierta tosquedad, resultaban prominentes.

—¿Zemoquiano? —inquirió Sparhawk tras unos pasos.

—Es imposible determinarlo —respondió Sephrenia.

—¿Encubren su identidad con algún hechizo?

—No existe modo de saberlo, Sparhawk —declaró Sephrenia, a la vez que extendía las manos con impotencia—. O se trata de un ordinario estirio de un lugar remoto sin más preocupaciones que las de llevarse algo a la boca, o bien hemos hallado a un mago extraordinariamente sutil que representa el papel de patán para no ser reconocido.

Sparhawk profirió una blasfemia para sus adentros.

—Puede que no sea tan sencillo como pensaba —indicó—. Prosigamos, quizás averigüemos algo.

La casa que habían indicado a Sephrenia se encontraba al fondo de un corto callejón sin salida.

—Parece difícil espiar discretamente —opinó Sparhawk mientras se adentraban lentamente en la boca de la angosta calle.

—Menos de lo que imagináis —se mostró en desacuerdo Sephrenia, al tiempo que refrenaba su palafrén—. Debemos hablar con aquel tendero de la esquina.

—¿Queréis comprar algo?

—No exactamente, Sparhawk. Venid y observad.

Después desmontó y ató las riendas de su delicado caballo blanco en un poste situado fuera de la tienda. Luego miró fugazmente a su alrededor.

—¿Servirá vuestro poderoso caballo de batalla para intimidar a quien quisiera robar mi gentil corcel? —preguntó tras acariciar con afecto el cuello de su alba montura.

—Le advertiré al respecto.

—¿De veras?

—Faran —dijo Sparhawk al feo ruano—, quédate aquí y protege a la yegua de Sephrenia.

Faran
hizo una mueca y enderezó entusiasmado las orejas.

—Viejo estúpido —bromeó Sparhawk, riendo.

El caballo intentó morderlo, pero sus dientes entrechocaron a escasas pulgadas de la oreja de Sparhawk.

—Pórtate bien —murmuró el caballero.

En el interior de la estancia dedicada a la exposición de muebles de bajo precio, Sephrenia adoptó una actitud zalamera, inusitadamente sumisa incluso.

—Buen mercader —saludó con un tono peculiar de voz—, servimos a un importante noble kelosiano que ha venido a Chyrellos para buscar el solaz de su alma en la ciudad santa.

—No tengo tratos con estirios —respondió rudamente el vendedor, al tiempo que dirigía una mirada furiosa a Sephrenia—. Ya hay demasiados ejemplares harapientos de vuestra raza pagana en Chyrellos —agregó, con una expresión de supremo desagrado, mientras trazaba unos gestos que Sparhawk reconoció como intentos infructuosos de protección contra la magia.

—Veamos, mercachifle —dijo el caballero, con un porte insultante y un deje kelosiano—, no os sobrevaloréis. Debéis tratar con respeto a la doncella de mi señor y también a mí, a pesar de vuestra alocada intolerancia.

—¡Cómo…! —bramó el tendero, congestionado de rabia.

Sparhawk convirtió en astillas la madera que componía una mesa de baja calidad con un solo golpe de su puño. Luego agarró al hombre por el cuello y lo atrajo hacia sí para mirarlo fijamente a los ojos.

—¿Vamos a entendernos, sí o no? —susurró con tono amedrentador.

—Lo que necesitamos, buen señor —intervino Sephrenia conciliadoramente—, es un buen aposento con vistas a la calle, pues a nuestro amo le agrada contemplar el fluir de las multitudes. —Entornó las pestañas con modestia—. ¿Tenéis un lugar que pueda servir a ese propósito en el piso de arriba?

El rostro del tendero expresaba una mezcolanza de emociones contradictorias, no obstante, giró y comenzó a ascender las escaleras.

Las habitaciones del piso superior estaban destartaladas y, por lo que podía deducirse, incluso infestadas de ratas. En algún tiempo lejano habían sido pintadas, pero la capa verde se había levantado y ahora colgaba en largos jirones de las paredes. Sin embargo, la apariencia general no les interesaba a Sparhawk y a Sephrenia. De inmediato, centraron su atención en la sucia ventana situada en la parte frontal de la habitación principal.

—Posee otras ventanas, señora —indicó el vendedor, con ademán más respetuoso que en un principio.

—Podemos inspeccionarlo nosotros mismos, buen mercader —replicó la mujer, a la vez que erguía ligeramente la cabeza—. Creo haber escuchado los pasos de un cliente procedentes de la habitación del piso de abajo.

El tendero pestañeó y se apresuró a descender las escaleras.

—¿Se observa desde aquí la casa del fondo de la calle? —inquirió Sephrenia.

—Es necesario limpiar los cristales —respondió Sparhawk antes de levantar el dobladillo de su capa para sacar el polvo y la mugre.

—No sigáis —advirtió Sephrenia—. Los estirios tienen una vista muy aguzada.

—De acuerdo —dijo Sparhawk—. Intentaré espiar a su través. Los elenios también poseemos buena vista. ¿Os encontráis con incidentes de este tipo cada vez que salís? —preguntó.

—Sí. A los elenios ordinarios no los caracteriza una inteligencia más aguda que la de los estirios normales. Francamente, prefiero tener una conversación con un sapo que con individuos de esta clase, sean de una raza u otra.

—¿Los sapos hablan? —inquirió Sparhawk un tanto sorprendido.

—Si se sabe lo que se quiere escuchar, sí. No obstante, no resultan muy locuaces.

La casa del final de la calle no se distinguía por una apariencia imponente. La planta baja estaba construida con toscas piedras superpuestas, y el segundo piso, con vigas rudamente trabajadas. Sin embargo, parecía misteriosamente aislada, como si estuviera apartada de los edificios que la rodeaban. Mientras la observaban, avanzó hacia ella un estirio vestido con la lana tejida a mano propia de su gente. Antes de entrar miró en torno a sí con disimulo.

—¿Qué opináis? —preguntó Sparhawk.

—No sabría concretarlo —respondió Sephrenia—. Ocurre lo mismo que con el que nos topamos en la calle. O es un simple personaje o es un hábil experto.

—Este reconocimiento podría alargarse mucho.

—Si no me equivoco, sólo hasta la caída de la noche —objetó la mujer mientras acercaba una silla a la ventana.

Durante las siguientes horas, un número considerable de estirios penetraron en el edificio, y cuando el sol comenzaba a esconderse tras unos densos nubarrones, comenzó a llegar mucha más gente. Un cammoriano ataviado con un hábito de brillante seda amarilla recorrió furtivamente el callejón y se le concedió entrada de inmediato. Un lamorquiano calzado con botas y protegido con una coraza de reluciente acero, acompañado de dos hombres armados con ballestas, caminó con porte arrogante hacia las puertas de la casa y fue admitido con idéntica rapidez. Al caer el helado crepúsculo invernal sobre Chyrellos, apareció en el centro de la calle una dama con un brillante vestido púrpura, que caminaba con paso rígido y abstraído seguida de un fornido sirviente vestido con la pesada armadura comúnmente utilizada por los kelosianos. Su mirada parecía perdida, y sus movimientos, espasmódicos. Sin embargo, su rostro expresaba un inefable éxtasis.

—Extraños visitantes para una morada estiria —comentó Sephrenia.

Sparhawk asintió y recorrió con la mirada la habitación en penumbra.

—¿Queréis que encienda una vela? —preguntó.

—No. No conviene que nos vean. Seguramente alguien vigila la calle desde el piso superior de la casa. —Entonces se inclinó hacia él y las ventanas de su nariz se impregnaron con la fragancia boscosa de su cabello—. No obstante, podéis darme la mano —ofreció—. Por algún motivo, siempre he sentido un cierto temor ante la oscuridad.

—Desde luego —aceptó Sparhawk, al tiempo que tomaba la menuda mano de la mujer entre la suya.

Permanecieron sentados durante aproximadamente un cuarto de hora mientras la noche se hacía más cerrada en el exterior.

De pronto, Sephrenia exhaló un amortiguado grito de angustia.

—¿Qué ocurre? —inquirió Sparhawk, alarmado.

En lugar de responder, la estiria se levantó con las manos en alto, mostrando las palmas. Una oscura silueta, compuesta más bien de sombra que de sustancia, se perfilaba de pie ante ella. Un tenue resplandor se extendía, como un puente, entre sus manos enguatadas. La silueta adelantó lentamente aquel fulgor plateado en dirección a Sephrenia. El resplandor incrementó momentáneamente su brillo hasta solidificarse, al tiempo que la sombra se desvanecía. Sephrenia volvió a sentarse en la silla y recogió el largo y estilizado objeto mientras realizaba una especie de reverencia dolorida.

—¿Qué ha sido eso, Sephrenia? —inquirió Sparhawk.

—Ha fallecido otro de los doce caballeros —anunció ella con un gemido—. Esta es su espada, una parte de mi carga.

—¿Vanion? —preguntó Sparhawk con voz casi estrangulada por un opresivo sentimiento.

Los dedos de la mujer tantearon la cresta de la empuñadura de la espada y recorrieron sus trazos en la oscuridad.

—No —respondió—. Era Lakus.

Sparhawk sintió una oleada de dolor. Lakus era uno de los pandion más veteranos. A aquel hombre con cabello blanquecino y rostro severo rendían admiración, tanto como maestro como compañero, todos los caballeros de la generación de Sparhawk.

Sephrenia hundió la cara en el hombro de Sparhawk y rompió en sollozos.

—Lo conocía desde que era un chiquillo, Sparhawk —se lamentó.

—Regresemos al castillo de la orden —sugirió suavemente el caballero—. Podemos dedicarnos a esta tarea otro día.

—No —rechazó con firmeza Sephrenia, después enderezó la cabeza y se enjugó los ojos—. Esta noche en esa casa sucede algo que tal vez no se repita durante un tiempo.

Sparhawk iba a poner objeciones a la decisión de la mujer, pero entonces percibió un opresivo peso que se localizaba justo detrás de sus orejas. Parecía como si alguien le hubiera puesto el dorso de la mano detrás de la cabeza y la impulsara hacia adelante. Sephrenia se inclinó rápidamente.

—¡Azash! —musitó.

—¿Cómo?

—Han invocado el espíritu de Azash —afirmó con un terrible tono de apremio en la voz.

—Ya hemos logrado una prueba suficientemente comprometedora, ¿no es cierto? —concluyó Sparhawk, al tiempo que se erguía.

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