Authors: Andrea Camilleri
—Usted sabrá sin duda que, a pesar de la persecución judicial que hemos sufrido, nuestras actividades se han ampliado considerablemente en estos últimos tiempos.
Pues claro que lo sabía. En el banco era él quien se encargaba del expediente Ardizzone.
Además de la empresa de importación y exportación, ahora los Ardizzone tenían una fábrica de delicados ingenios espaciales, unos pequeños astilleros de lanchas motoras y una sociedad propietaria de una clínica.
Desde que el viejo Ardizzone hubo de ceder el paso a su hijo, las cosas habían cambiado.
A Mario, que había estudiado en Inglaterra, le gustaba correr riesgos. Y hasta entonces nunca había fallado ningún golpe. Era un cuarentón agradable, pulcro y elegante. Mientras que a su padre le gustaba expresarse por medio de metáforas, alegorías, frases laberínticas y alusiones, Mario utilizaba un lenguaje sencillo y directo.
—Se me ha presentado la posibilidad de adquirir el cien por cien de la vieja Prontocontanti. ¿La conoce usted?
—¿La de Bertorelli?
—Sí. Él ha muerto y lo ha sucedido un sobrino que está llevando la empresa a la ruina. La viuda parece dispuesta a venderlo todo.
Era la sociedad financiera más antigua de la ciudad y tenía una amplia clientela. Concedía préstamos limitados a empleados sobre la cesión de una quinta parte de su salario. Cuando no se trataba de gente con sueldo fijo, pedía otras garantías, pero siempre sabiendo por dónde moverse y respetando los límites legales. Y no se apresuraba en desplumar al pobrecillo que no podía pagar.
—Y también se me ha presentado otra oportunidad.
—¿Cuál?
—Adquirir la Pides, que hace unos años fue objeto de una...
—Investigación.
Los investigadores estaban convencidos de que detrás de la Pides estaba la mafia, que la utilizaba para practicar la usura. No habían obtenido ninguna prueba, pero ahora la Pides se hallaba bajo vigilancia y se decía que actuaba con riesgo.
—Mi plan sería adquirir las dos sociedades y realizar una fusión. ¿A usted qué le parece?
—Bueno, en general, trabajando con prudencia y habilidad, podría funcionar. —Había comprendido la intención de los Ardizzone: difuminar la mala fama de la Fides mezclándola con la buena de la Prontocontanti.
—Hoy en día toda Italia vive a base de préstamos y letras y, por consiguiente, sería un buen negocio. Pero no le oculto que se nos plantea un importante problema.
—¿Cuál?
—Nos falta la persona adecuada para llevar a cabo la fusión y después dirigir la nueva sociedad financiera. Se necesita, tal como usted ha dicho, prudencia y habilidad, pero también mucha pero que mucha experiencia.
—Si me da veinticuatro horas, podría facilitarle algunos nombres.
Por primera vez, Mario Ardizzone sonrió.
—Pero es que ya tengo el nombre.
—Ah, ¿sí? ¿Y quién es?
—Usted.
No se lo esperaba; se quedó de una pieza.
—¡¿Yo?!
—Usted. Sería la persona adecuada para el puesto adecuado. Hace un mes se lo comenté a papá y se mostró entusiasmado. Y he caído sobre usted como un halcón el primer día que ya no trabaja en el banco.
Él se sintió un poco aturdido.
—Deje que lo piense.
Ardizzone hizo una mueca.
—Ahí está lo malo. Verá, respecto a la Fides, por razones que sería largo explicar, estoy obligado a dar una respuesta, positiva o negativa, no más allá de las cinco de la tarde de mañana. Comprenderá que tengo cierta urgencia.
—Pero ¿por qué quiere ligar su respuesta a mi decisión?
—Porque, se lo digo con toda sinceridad, si usted no acepta, no creo que yo lleve a feliz término el negocio. Como ve, juego con las cartas sobre la mesa. Tiene toda la noche para pensarlo, y dicen que la noche es buena consejera.
—De acuerdo.
—Gracias. Entonces lo llamaré mañana hacia el mediodía. Piénselo bien, se lo ruego. Le estoy haciendo una propuesta muy seria. —Se levantó y le tendió la mano—. Y salude a Adele de mi parte.
Eso tampoco se lo esperaba, francamente.
—¿Usted... conoce a mi mujer?
Segunda sonrisita.
—Desde hace mucho tiempo. Formo parte de la sociedad que gestiona el equipo de fútbol, de la cual Adele es vicepresidenta. Precisamente ella ha sido el desencadenante.
—¿En qué sentido?
—Bueno, me contó que usted estaba a punto de jubilarse... y a mí se me ocurrió una idea. Al cabo de unos días hablé con Adele de mi intención, aunque sin entrar en detalles. Le expuse en términos generales que usted podría encontrar un puesto adecuado con nosotros. Me contestó que estaría encantada, y esta mañana me ha telefoneado para decirme que, a partir de hoy, usted ya no depende del banco. No he querido, ni podido, esperar más para plantearle el proyecto, ya que mañana tengo que dar esa respuesta.
* * *
¡Bien por Adele!
Evidentemente asustada ante la idea de tenerlo todo el santo día en casa —porque estaba claro que él acabaría husmeando aquí y allá, rebasando los confines del recinto en que ella quería tenerlo recluido—, se había encargado de buscarle un trabajo que lo mantuviera ocupado fuera de casa, como cuando iba al banco.
El televisor, en caso de que no aceptara la propuesta de Ardizzone, era una clara invitación a quedarse todo el tiempo posible en su sitio, sin hacer incursiones en el campo contrario.
Pensó decirle que no a Ardizzone para desbaratar la estrategia de Adele.
Pero ¿le convenía hacerlo?
El trabajo que le proponía no sólo era de su específica competencia, sino que le ahorraba el seguro y próximo horror de las jornadas vacías, un horror cuyos síntomas había advertido en las pocas horas que había pasado recorriendo la casa sin saber qué hacer.
Además, había una cosa que jugaba a favor de una respuesta positiva: Adele y Mario no eran, y no habían sido, amantes.
Casi con toda certeza Mario lo habría intentado, pero Adele, por lo que él sabía, no se relacionaba con hombres que frecuentaran su ambiente. Habría sido demasiado peligroso, habría bastado una alusión, una media palabra, para desencadenar el cotilleo.
El pívot negro iba bien; la joven promesa de la arquitectura, mejor, porque para sus encuentros tenían una excusa perfecta; y el joven Daniele era el ideal. Y los otros, ponía la mano en el fuego, eran gente extraña, de otras parroquias.
Decidió aceptar. Pero antes...
Aquella noche, en la mesa también estaba Daniele.
—No sabía que conocieras a Mario Ardizzone —empezó él, dirigiéndose a Adele.
—Desde hace bastante tiempo.
—Hoy ha venido a verme.
—Ah, ¿sí? —Y no preguntó por qué.
Estaba claro que no quería resbalar; ignoraba si Ardizzone le había revelado o no que detrás de esa maniobra tan bien urdida estaba ella.
—Te envía saludos —añadió.
Ella siguió sin decir nada.
—Me ha propuesto un trabajo.
Adele no podía reaccionar de ninguna manera. Si hubiera mostrado asombro, él habría podido preguntarle por qué se sorprendía, si era ella quien había puesto en marcha el mecanismo. Fue habilísima: se limitó a mirarlo con ojos inexpresivos.
—¿Y tú qué le has contestado?
—Que lo pensaré.
Captó la rápida mirada que Adele intercambió con Daniele. O sea ¡que habían hablado de ello! Sin embargo, su mujer no se contuvo.
—Pero ya te has hecho una idea, ¿verdad? —preguntó.
Suspiraban por quitárselo de encima.
—Todavía no. —A ver si se asaban un poco más en la parrilla—. ¿Sabes, Adele? Ya me estaba mentalizando.
—¿De qué?
—¿Cómo que de qué? Pues de ejercer de jubilado, ¿no? La perspectiva de quedarme todo el día aquí dentro, cosa que antes, cuando trabajaba en el banco, me aterrorizaba, esta mañana ya no me ha parecido tan trágica. Qué va, ni mucho menos. Además, podría encontrar un trabajo para hacer en casa.
La mirada que esta vez intercambiaron aquellos dos fue de verdadera inquietud.
Hacia las dos de la madrugada apagó el televisor del estudio, pero en lugar de ir a acostarse, cogió la llave de la puerta de comunicación y se dirigió al fondo del pasillo. La llave no entró en la cerradura. Adele había dejado puesta la suya, girándola de tal manera que no pudiera caer al suelo. Entonces fue por las otras llaves, abrió la puerta de atrás, bajó la escalera, rodeó la casa, entró por la puerta principal y subió la escalera interior. Al llegar al descansillo, giró a la izquierda y se encontró en el pasillo del apartamento de Adele, iluminado por la consabida lamparita nocturna.
La puerta de Daniele estaba abierta. La cama intacta demostraba que a aquellas alturas era habitual que el chico durmiese con Adele.
En cambio, la puerta del dormitorio matrimonial estaba cerrada. Pegó la oreja. A diferencia de la otra vez, los oyó hablando en voz baja. Discutían; se comprendía por el tono, aunque las palabras sólo le llegaran a intervalos.
Ella: ...ya verás como lo convenzo...
Él: ...porque si no acepta, yo...
Ella: ...no seas tonto.
Él: ...no. Yo me voy.
Daniele se estaba levantando de la cama.
Echó a correr, bajó la escalera precipitadamente, salió y volvió a entrar por la escalera de atrás. Llegó a su habitación sin aliento pero satisfecho: había conseguido estropearles la noche.
La alegría se le pasó cuando fue al cuarto de baño. Sintió un ardor que lo obligó a doblarse por la mitad. Así no podía seguir.
A la mañana siguiente, lo primero que tenía que hacer era llamar a Carmelo Caruana.
H
abía conocido a Caruana en la universidad y, a pesar de que pertenecían a facultades distintas, se habían hecho bastante amigos, a tal punto que pasaron un año compartiendo una habitación de alquiler.
Después, durante años, se perdieron totalmente de vista hasta reencontrarse, ya maduros: Caruana, urólogo de fama internacional y docente universitario; y él, alto directivo del banco con quien el profesor mantenía frecuente trato.
Porque Caruana, con todo el dinero que había ganado, era muy aficionado a especular y ganar, y él había tenido ocasión de darle algún buen consejo.
Lo telefoneó a su casa. «Si me necesitas, llámame a este número que te he escrito aquí, pero antes de las ocho de la mañana como máximo. Después salgo y es difícil localizarme», le había dicho una vez, entregándole un papelito.
Le contestó una amable voz femenina, seguramente su esposa, la cual le dijo que esperara, que a lo mejor el profesor ya había salido, pero Caruana dio señales de vida resollando.
—Me has pillado justo delante del ascensor. Me voy corriendo. ¿Qué te pasa?
Él le explicó lo que le ocurría.
—¿Desde cuándo tienes ese problema?
—Desde hace cosa de un mes.
—Pues has perdido tiempo. ¿Has desayunado?
—Nunca desayuno. Sólo tomo un café.
—¿Y te lo has tomado?
—Sí.
—Pues entonces hoy no podemos hacer nada. Compra en la farmacia un frasco apropiado, y mañana por la mañana, totalmente en ayunas, recoge un poco de orina y después llevas el frasco al laboratorio Gerratana, que son buenos y rápidos. Y ya que estás, que te hagan un análisis de sangre. Quiero el hemograma completo más las plaquetas. Ah, y también quiero el PSA, el antígeno específico de la próstata, total y libre. ¿Está claro? ¿Te acordarás?
—Sí. Ahora lo apunto. ¿Y después?
—En cuanto te den los resultados, me llamas.
Se puso la corbata y salió sin decir nada a nadie. Total, no esperaba ni visitas ni llamadas. Por la calle ya se veía gente vestida como si fuera pleno verano. Y en efecto, el grueso traje le dio calor enseguida. La farmacia no estaba muy cerca. A paso normal tardaría más de media hora, pero no cogió el autobús; le apetecía caminar.
Llegó a la farmacia empapado de sudor. Aparte de que el traje ya no era de temporada, también le pesaba la falta de ejercicio; hacía años que no daba un paseo tan largo. Tuvo que hacer cola. Había personas, sobre todo mayores, que se iban con una bolsa de plástico como de supermercado, llena a rebosar de medicamentos. Claro, no los pagaban ellos sino el Estado.
Compró dos frascos. Nada más salir de la farmacia, de pronto se sintió demasiado cansado y decidió recuperar fuerzas antes de volver andando a casa.
Vio un bar con unas mesitas en la acera y fue a sentarse allí. El camarero se acercó presuroso. Pidió un café.
El cansancio, en lugar de remitir, parecía aumentar minuto a minuto y subirle por las piernas a todo el cuerpo. Muchos años atrás, cuando todavía era un muchacho, había caído enfermo de hepatitis. Pues ahora se sentía como aquellos primeros días de convalecencia. La misma languidez, la misma sensación de ir a la deriva. Hasta los brazos se le estaban aflojando.
Empezó a preocuparse; jamás le había ocurrido. ¿Sería posible que un paseo de media hora lo dejara reducido a ese estado de piltrafa? ¡Ni que tuviera ochenta años!
Aunque la mesita estaba a la sombra, él seguía sudando.
Se pasó el pañuelo por la cara, pero no experimentó el menor alivio.
Y de pronto la placita empezó a darle vueltas a creciente velocidad, hasta que ya no consiguió distinguir nada: hombres, casas, coches, todo se había convertido en una especie de pozo grisáceo en cuyo interior se hundió profundamente durante unos segundos.
Emergió, no supo cuánto rato después, respirando afanosamente, empapado de un sudor gélido.
Delante de él había una chica de unos dieciocho años, graciosa, con vaqueros, camiseta y ombligo al aire, mirándolo preocupada.
—¿Se encuentra mal?
—No, gracias; sólo estoy un poco cansado.
—Si necesita...
—No, gracias.
—¿Seguro?
—Quédese tranquila, gracias. La chica se alejó, no sin lanzarle un par de miradas por encima del hombro.
Cuando el camarero se dignó por fin servirle el café, tuvo que emplear ambas manos para acercarse la taza a la boca. El café le hizo efecto de inmediato.
Pagó, se levantó con unas piernas que todavía le temblaban, se acercó al borde de la acera y, en cuanto vio un taxi, alzó el brazo.
Cuando oyó la dirección, el taxista murmuró:
—Pero ¡si eso está aquí mismo!
Le pagó el doble de la carrera. Al entrar en su apartamento, corrió al cuarto de baño, se desnudó y se refrescó. Después se tumbó en la cama, pensando en la jovencita del bar. ¿Él habría hecho lo mismo a los dieciocho años? A los dieciocho puede que sí; a los treinta y seis, no. Y a los treinta y seis, ¿aquella misma joven se detendría? ¿Y Adele? ¿Habría sido capaz de hacerlo? Adele ni a los dieciocho, concluyó entre amargado y divertido. Pero ¿qué significaba aquel malestar? A lo mejor había una explicación y no se trataba de una enfermedad.