El traje del muerto (38 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: El traje del muerto
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Había dos ventanas en la habitación de Anna, pero ambas daban a la parte posterior de la casa, al lado contrario de aquel por donde el sol se había puesto. Allí ya reinaba la noche, y la habitación estaba envuelta en sombras azules. Anna estaba sentada en el extremo de la cama. En el suelo, entre sus zapatillas, había un vaso vacío. Su bolso de viaje estaba sobre el colchón, detrás de ella, con alguna ropa sucia apresuradamente guardada y la manga de un suéter rojo colgando por fuera. La expresión de Anna era plácida e inexpresiva. Tenía los brazos apoyados en las rodillas, los ojos vidriosos y la mirada perdida en la distancia. En una mano, olvidado, reposaba el sobre de color crema con las fotos Polaroid de Reese. Las pruebas que había conseguido. Al verla así, Jude se sintió mal. Se dejó caer sobre la cama, junto a ella. El colchón hizo ruido bajo su peso, pero ni Anna ni Craddock parecieron darse cuenta. Puso la mano izquierda sobre la derecha de Anna. La que estaba herida sangraba abundantemente otra vez. Tenía las vendas manchadas y flojas. ¿Cuándo había comenzado aquella hemorragia? Ni siquiera podía levantar la mano derecha en ese momento, porque se había vuelto demasiado pesada y le dolía mucho. La simple idea de moverla le producía mareos.

Craddock se detuvo ante su hijastra y se inclinó para observar, pensativo, su cara.

—¿Anna? ¿Puedes escucharme? ¿Oyes mi voz?

Ella siguió sonriendo, y en un primer momento no respondió. Luego parpadeó y habló:

—¿Qué? ¿Has dicho algo, papá? Estaba escuchando a Jude. Por la radio. Ésta es mi canción favorita.

Los labios del viejo se tensaron hasta que todo color desapareció de ellos.

—Ese hombre —masculló, casi escupiendo las palabras. Cogió una esquina del sobre y lo arrancó de sus manos.

Craddock se enderezó y se volvió hacia una de las ventanas para cerrar la persiana.

—Te amo, Florida —dijo Jude. El dormitorio que le rodeaba se ensanchó cuando habló, la pompa de jabón se hinchó hasta casi estallar, para luego volver a encogerse.

—Te amo, Jude —dijo Anna casi sin hacer ruido.

Al oír sus palabras, los hombros de Craddock se alzaron en un sorprendido encogimiento. Se dio la vuelta, curioso.

—Tú y tu estrella del rock os reuniréis de nuevo muy pronto. Eso es lo que tú querías, y es lo que tendrás. Tu padre se va a encargar de que así sea. Tu padre conseguirá que os reunáis tan pronto como sea posible.

—Maldito seas —exclamó Jude, y esta vez, cuando la habitación se hinchó y se estiró perdiendo su forma, no pudo, por mucho que se concentró en el tum-tum-tum, hacer que recuperara la proporción correcta. Las paredes se dilataron y luego se hundieron hacia dentro, como sábanas tendidas al sol que se movieran con la brisa.

El aire de la habitación era tibio y estaba cargado. Olía a humo de coches y a perro. Jude escuchó un leve gemido detrás de él, y se volvió para mirar a Angus, que estaba echado en la cama, en el lugar que ocupaba el bolso de viaje de Anna un momento antes. El perro respiraba con dificultad y sus ojos estaban pastosos y amarillentos. Un hueso rojo y astillado asomaba por la piel de una pata doblada.

Jude volvió a mirar a Anna, pero descubrió que era Marybeth la que estaba sentada en la cama en ese momento, con la cara sucia y la expresión tensa.

Craddock bajó una de las cortinas y la habitación se oscureció un poco más. Jude miró por la otra ventana y vio las plantas que crecían al otro lado de la carretera interestatal. Había palmeras, basura entre la maleza, y más allá un cartel verde que decía: «SALIDA 9». Sus manos retomaron el tum-tum-tum. El acondicionador de aire murmuraba, zumbaba, susurraba. Jude se preguntó por primera vez cómo era posible que todavía pudiera seguir escuchando el aparato de aire acondicionado de Craddock. La habitación del anciano estaba en el otro extremo del pasillo. Algo empezó a hacer una especie de tictac, un sonido tan constante como el de un cronómetro. Era el ruido del intermitente.

Craddock fue a la otra ventana, tapando la visión de Jude hacia la carretera, y bajó también aquella cortina. De esa forma, dejó la habitación de Anna en total oscuridad. Finalmente, llegó la noche.

Jude volvió a mirar a Marybeth, su mandíbula tensa, una mano sobre el volante. La luz intermitente brillaba de manera repetitiva en el tablero y él abrió la boca para decir algo, no sabía qué, algo como...

Capítulo 41

¿Qué estás haciendo? —Su voz sonaba como un extraño estertor, un ruido que no parecía humano. Marybeth dirigía el Mustang hacia una salida de la carretera principal, a la que ya casi había llegado—. No es por aquí.

—He estado intentando despertarte durante unos cinco minutos y no reaccionabas. Creía que estabas en coma, o por lo menos desmayado. Por aquí hay un hospital.

—Sigue adelante. Estoy despierto. Me encuentro bien.

Viró bruscamente en el último momento, para regresar a la autopista, y se oyó un bocinazo furioso detrás de ella.

—¿Cómo te sientes,
Angus
?—preguntó Jude y se dio la vuelta para mirar al perro.

Alargó el brazo entre los asientos y le tocó una pata. Por un instante, la mirada nublada de
Angus
se aclaró un poco. Movió las mandíbulas. Su lengua encontró el dorso de la mano de Jude y le lamió los dedos.

—Eres un buen perro —susurró Jude—. Un buen amigo.

Finalmente se dio la vuelta y volvió a acomodarse en su asiento. La mano derecha, cubierta con un calcetín, parecía una marioneta con la cabeza roja. Sentía gran necesidad de algo que le distrajera, que le ayudara a soportar el dolor, y creyó que podría encontrarlo en la radio: los Skynyrd o, si no daba con ellos, los Black Crows. La conectó y giró rápidamente el dial, dando paso a un estallido de interferencias, el sonido sincopado de una transmisión militar cifrada y luego Hank Williams III, o tal vez sólo Hank Williams. Jude no pudo escuchar bien, porque la señal era demasiado débil, y entonces...

De pronto, el sintonizador se ubicó en una emisión bien conocida: Craddock.

«Nunca pensé que tendrías tanto aguante, muchacho. —La voz, que salía por los altavoces instalados en las puertas, sonaba amistosa y cercana—. Para ti no existe la palabra "abandonar". Por lo general a eso le doy un valor especial. Pero es evidente que ésta no es una situación normal, por supuesto. Supongo que lo comprenderás. Y ahora, realmente me gusta dar un paseo en coche con la ventanilla abierta. Sigue de camino, a cualquier parte. No importa adonde. Cualquier lugar me parece bueno. A la mayoría de la gente le gusta pensar que no conoce el significado de la palabra "abandonar", pero eso no es verdad. ¿Sabes lo que ocurre con la mayoría de la gente, con cualquiera, si uno la hipnotiza, si la lleva a lo más profundo, si tal vez uno la ayuda con alguna droga, si la sumerge en un trance profundo y luego le dice que se está quemando viva? Gritará pidiendo agua hasta que no le quede nada de voz. Hará cualquier cosa para conseguir que la pesadilla termine. Cualquier cosa que uno quiera. Así es la naturaleza humana. Pero con algunas personas, los niños y los locos, principalmente, uno no puede razonar, ni siquiera cuando están en trance. Anna era ambas cosas, que Dios la tenga en su gloría. Yo traté de hacer que ella se olvidara de todas las penas que la hacían sentirse tan mal. Era una buena niña. Me desagradaba enormemente la manera en que se desvivía por cualquier cosa, incluso por ti. Pero nunca pude llevarla hasta el punto en que ya no sintiera nada, aun cuando eso le habría ahorrado el dolor. Algunas personas, sencillamente, prefieren sufrir. Con razón le gustabas. Tú eres igual. Quería ocuparme de ti rápidamente. Y ahora te preguntas por qué. Ya lo sabes. Cuando ese perro que va en el asiento de atrás deje de respirar, también dejarás de respirar tú. Y no será tan fácil como podría haber sido. Has pasado tres días viviendo como un perro, y ahora tienes que morir como uno de ellos; y también morirá contigo esta puta de dos dólares...

—Marybeth apagó la radio con el dedo pulgar. Pero la voz volvió a salir otra vez de inmediato—: Tú crees que puedes poner a mi propia niña en mi contra y salirte con la tuya...».

Jude levantó el pie y golpeó con el tacón de su bota la radio del salpicadero. El impacto sonó con un ruido de plástico roto. La voz de Craddock desapareció instantáneamente, sumida en una súbita y ensordecedora explosión de bajos. El cantante propinó otra patada a la radio, terminando de romper el aparato. Quedó en silencio.

—¿Recuerdas que te aseguré que el muerto no había venido a hablar? —dijo Jude—. Retiro lo dicho. Últimamente pienso que sólo ha venido para eso. Habla a todas horas, en todo momento.

Marybeth no respondió. Treinta minutos después, Jude habló de nuevo, para decirle que abandonara la autopista en la siguiente salida.

Entraron en una carretera estatal de dos carriles. Bosques típicamente sureños, subtropicales, crecían a los lados, inclinándose sobre el camino. Pasaron junto a un autocine, cerrado desde que Jude era niño. La pantalla gigante se alzaba sobre la solitaria carretera, con agujeros que dejaban ver trozos de cielo. La película de aquella noche, y de todas las noches desde tiempo inmemorial, era un manto de humo sucio en movimiento. Pasaron junto al motel Nuevo Sur, abandonado también desde hacía mucho, medio invadido por el bosque. Las ventanas estaban tapadas con maderas. Pasaron frente a una gasolinera, el primer lugar que encontraban activo y abierto. Dos hombres gordos, muy bronceados por el sol, estaban sentados frente a ella, y los miraron pasar. No sonrieron, ni saludaron con la mano, ni dieron señal alguna de interés por el coche que pasaba. Eso sí, uno de ellos se inclinó hacia delante y escupió en el suelo.

Jude le dijo que doblara a la izquierda y siguiera el camino que iba hacia unas colinas bajas no muy lejanas. La luz de la tarde era extraña, de un color rojo demasiado débil, venenoso. Había una penumbra anunciadora de tormenta. Era el mismo color que Jude veía cuando cerraba los ojos, el de su dolor de cabeza. No estaba próxima la caída de la noche, pero lo parecía. Las nubes hinchadas, hacia el oeste, eran oscuras y amenazadoras. El viento sacudía las copas de las palmeras y agitaba el musgo que colgaba de las ramas bajas de los robles.

—Aquí es —dijo.

Cuando Marybeth giró en la entrada y enfiló el largo sendero hacia la casa, el viento soplaba con más fuerza si cabe, y lanzó sobre el parabrisas un montón de gordas gotas de lluvia. Golpearon con un repiqueteo repentino y furioso. Jude esperaba más agua, más temporal, pero aquello fue todo.

La vivienda estaba construida sobre una pequeña elevación. Hacía más de tres décadas que Jude no visitaba el lugar, y no se había dado cuenta hasta ese momento de cuánto se parecía su casa de Nueva York a la de su infancia. Al caer en la cuenta, sintió como si hubiera saltado diez años hacia el futuro, para regresar a Nueva York y encontrar su propia granja descuidada y en desuso, convertida en una ruina. El gran cúmulo de construcciones desordenadas que había ante él era de color gris, con un techo de tablillas negras, muchas de ellas torcidas, algunas ausentes. A medida que se iban acercando, Jude vio cómo el viento movía una, la arrancaba y la lanzaba al cielo.

Junto a la casa se veía el gallinero abandonado, con su puerta de tela metálica, que se balanceaba, se abría para luego cerrarse con un golpe, seco como el disparo de una escopeta. Faltaba el cristal de una ventana del primer piso y el viento hacía sonar una hoja de plástico semitransparente precariamente grapada en el marco.

El camino de tierra que conducía a la casa terminaba en un sendero con forma de espiral Marybeth lo siguió. Dio la vuelta al coche para aparcarlo mirando hacia atrás, hacia el camino por donde habían llegado. Los dos contemplaban ese camino cuando los faros de la furgoneta de Craddock aparecieron al fondo.

—Oh, Dios —exclamó Marybeth, y rápidamente salió del Mustang, para correr al lado de Jude.

La pálida furgoneta visible en un extremo del camino pareció detenerse por un momento. Luego empezó a subir la colina, hacia ellos.

Marybeth abrió de un golpe la puerta. Jude casi se cayó. Le agarró de un brazo.

—Levanta. Vamos a la casa.


Angus
... —dijo él, mirando hacia atrás, a su perro.

La cabeza del animal estaba apoyada sobre las patas delanteras. Le devolvió a Jude una mirada débil, con los ojos enrojecidos y húmedos.

—Está muerto.

—No —dijo Jude, seguro de que la chica se equivocaba—. ¿Cómo estás, amigo?

Angus
lo miró con dolor, sin moverse. El viento entró en el coche y un vaso de papel vacío rodó por todo el suelo, repiqueteando suavemente. La brisa revolvió el lomo de
Angus
, levantando los pelos en la dirección contraria a la natural. El perro, que estaba muy mal, ni se inmutó. Ya no respiraba.

Parecía imposible que
Angus
pudiera haber muerto de aquella manera, sin previo aviso, sin ninguna señal anunciadora. Nada, ni un estertor postrero. Jude estaba seguro de que seguía vivo hasta hacía unos pocos minutos. Permaneció de pie, sobre la tierra, junto al Mustang, convencido de que sólo tenía que esperar un momento más para que
Angus
se moviera, extendiese las patas delanteras y levantara la cabeza. De pronto notó que Marybeth estaba tirando otra vez de su brazo, y él no tuvo ya fuerzas para resistirse. No le quedaba más remedio que avanzar como pudiera, detrás de ella, o arriesgarse a ser derribado.

Cayó de rodillas a menos de un metro de los escalones del umbral. No supo por qué. Se apoyaba sobre los hombros de Marybeth, y ella lo sostenía con un brazo alrededor de su cintura. La mujer gimió con los labios apretados, arrastrándolo con la intención de volver a ponerlo de pie. Detrás de él, Jude escuchó la furgoneta del muerto, que se detenía en la curva. La grava crujió bajo el peso de los neumáticos.

—Eh, tú.

Craddock le había llamado desde la ventana del conductor, que estaba abierta. Jude y Marybeth se detuvieron en la puerta para mirar.

El motor de la furgoneta continuó funcionando junto al Mustang. El fantasma estaba sentado detrás del volante, rígido y formal, vestido con el traje negro de botones plateados. Su brazo izquierdo colgaba de la ventanilla. Era difícil verle la cara a través del curvo vidrio azulado.

Craddock se rió.

—¿Ésta es tu casa, hijo? ¿Cómo pudiste alguna vez ser tan tonto como para dejarla?

La navaja en forma de media luna cayó de la mano que asomaba por la ventanilla y se balanceó en su brillante cadena.

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