El traje del muerto (10 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: El traje del muerto
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Jude lo abrió y empezó a leer.

querido jude

correremos al anochecer correremos hasta el hoyo yo estoy muerto tú morirás cualquiera que se acerque demasiado será infectado con la muerte tuya ambos estamos infectados y estaremos juntos en el hoyo de la muerte y la tierra de la tumba nos caerá encima lalalá los muertos arrastran hacia abajo a los vivos si alguien trata de ayudarte nosotros los arrastraremos y caminaremos sobre ellos y nadie podrá salir porque el agujero es demasiado hondo y la tierra cae demasiado rápidamente y cualquiera que oiga tu voz sabrá que es verdad que jude está muerto y que yo estoy muerto y morirás y escucharás mi/nuestra voz y nosotros correremos juntos en la ruta de la noche hacia el sitio el sitio final donde el viento llora por ti por nosotros caminaremos hasta el borde del hoyo caeremos tomados de la mano caeremos cantando por nosotros cantando en tu/nuestra tumba cantando lalalá

El pecho de Jude se convirtió en un recipiente sin aire, lleno de abrasadores alfileres, de agujas heladas. «Operaciones psicológicas», pensó casi al azar, y luego se puso furioso, con la peor clase de ira, la que debía contenerse, porque no había nadie cerca a quien maldecir y no iba a permitirse romper nada. Ya había pasado una parte de la mañana arrojando libros y eso no le había hecho sentirse mejor. En ese momento se hacía el firme propósito de no perder los nervios, de mantener controlada la situación.

Pulsó el ratón para volver al navegador, pensando que podría echar otro vistazo a los resultados de su búsqueda, a ver si se enteraba de algo más. Miró una vez más, ahora sin fijar en él la atención, el obituario del Pensacola News y su mirada se detuvo en la fotografía. Ahora veía una imagen diferente. Craddock estaba sonriendo y era viejo, tenía la cara arrugada y demacrada, casi parecía muerto de hambre, y sus ojos estaban tachados con furiosos garabatos negros. Las primeras líneas de la nota necrológica decían: «Una vida de aprendizaje y enseñanza, de exploración y de aventura, terminó cuando Craddock James McDermott murió de una embolia cerebral en el hogar de su hijastra y ahora él estaba volviendo lalalá y hacía frío, estaba frío, Jude estaría frío también cuando se cortara, iba a cortarse y cortar a la niña y estarían en el hoyo de la muerte y Jude podría cantar para ellos, cantar para todos ellos...».

El músico se puso de pie con tan repentina fuerza y tanta rapidez que el sillón de Danny se inclinó hacia atrás y cayó. Luego sus manos bajaron hasta el ordenador, debajo del monitor, y lo levantaron para sacarlo del escritorio y estrellarlo en el suelo. De inmediato, se escuchó un sonoro golpe, un breve y agudo chirrido y el crujido de vidrios que se rompen, seguido por un súbito chispazo. Luego, el silencio. El ventilador que enfriaba el disco duro se fue deteniendo lentamente. Lo había tirado de manera instintiva, moviéndose con demasiada rapidez como para pensar lo que hacía. Joder. No era capaz de controlarse.

Su pulso se aceleró al máximo. Sentía que las piernas le temblaban y estaban débiles. ¿Dónde demonios estaba el maldito Danny? Miró el reloj de pared y vio que eran casi las dos. Tal vez había salido para hacer alguna gestión. Pero habitualmente le llamaba por el intercomunicador, para hacerle saber que salía.

Jude dio la vuelta al escritorio y finalmente se dirigió a la ventana con vistas a la entrada. El pequeño Honda de Danny estaba aparcado en la rotonda de tierra, y el propio secretario se encontraba dentro. Sentado perfectamente inmóvil en el asiento del conductor, con una mano sobre el volante, con la cara del color de la ceniza, rígido, sin expresión.

El hecho de verlo allí, simplemente sentado, sin ir a ninguna parte, mirando a la nada, tuvo el efecto de calmar a Jude. Observó a Danny por la ventana para ver qué hacía, pero el joven secretario no hizo nada. No puso el automóvil en marcha. Ni siquiera miró a su alrededor. El ayudante parecía una persona en trance, y sólo por pensarlo Jude sintió un incómodo latido en las articulaciones. Pasó un minuto, y luego otro, y cuanto más miraba, más incómodo se sentía, más profundo era su malestar. Luego su mano estuvo sobre la puerta y la abrió para salir y ver qué le ocurría a Danny.

Capítulo 13

El aire le recibió con un golpe frío que le llenó los ojos de lágrimas. Cuando llegó junto al coche, las mejillas de Jude ardían, heladas, y la punta de su nariz estaba entumecida. Aunque ya era primera hora de la tarde, el músico todavía llevaba puestos su gastada bata, una camiseta y unos calzoncillos rayados. Al recrudecerse el viento, el aire congelado, crudo y lacerante le quemó la piel desnuda.

Danny no se volvió, sino que siguió mirando fijamente, sin expresión, a través del parabrisas. De cerca parecía estar todavía peor. Tiritaba. Era un temblor ligero y regular. Una gota de sudor le caía sobre la mejilla.

Jude golpeó la ventanilla con los nudillos. Danny se sobresaltó, como si se despertara de un ligero sueño, pestañeó rápidamente y buscó a tientas el botón para bajar el cristal. Seguía sin mirar a Jude directamente.

—¿Qué estás haciendo en el coche, Danny? —preguntó Jude.

—Creo que debo irme a casa.

—¿Lo has visto?

Danny insistió:

—Creo que debo írme a la casa ahora.

—¿Has visto al muerto? ¿Qué ha hecho?

—Jude era paciente. Cuando era necesario, podía comportarse como el hombre más paciente del mundo.

—Creo que estoy mal del estómago. Eso es todo.

Danny levantó la mano derecha de su regazo, para secarse la cara, y Jude vio que sostenía entre los dedos un abridor de cartas.

—No me mientas, Danny —dijo Jude—. Sólo quiero saber qué ha sido lo que has visto.

—Sus ojos eran garabatos negros. Me ha mirado. Ojalá no me hubiera mirado.

—No puede hacerte daño, Danny.

—Usted no sabe eso. Usted no lo sabe.

Jude extendió la mano a través de la ventana abierta para apretarle el hombro. Danny esquivó el contacto. Al mismo tiempo, hizo un rápido gesto hacia él, amenazándole con el abridor de cartas. No llegó ni remotamente a rozarle, pero Jude retiró la mano de todos modos.

—¡Danny! ¿Por qué haces eso?

—Sus ojos son ahora exactamente como los de él —dijo Danny, que enseguida arrancó el coche, marcha atrás.

Jude retrocedió de un salto y se apartó del vehículo antes de que pasara sobre sus pies. Danny vaciló unos instantes y pisó el freno.

—No voy a regresar —anunció, mirando el volante.

—Está bien.

—Le ayudaría si pudiera, pero no puedo. Sencillamente no puedo.

—Comprendo.

Danny retrocedió con el coche hasta la entrada. Las ruedas hacían crujir la grava. Giró noventa grados bruscamente y se fue colina abajo, hacia el camino. Jude se quedó mirando hasta que Danny pasó por los portones, giró a la izquierda y desapareció de la vista. Nunca más volvió a verlo.

Capítulo 14

Se dirigió al cobertizo, en busca de los perros.

Jude agradeció el estimulante efecto del aire frío sobre su rostro. Cada aspiración resultaba reconfortante para sus pulmones y su ánimo. Era una sensación real. Desde que había visto al muerto aquella mañana, se sentía cada vez más asaltado por ideas no naturales, propias de un mal sueño, que se colaban en la vida cotidiana, con la que nada tenían que ver. Necesitaba algunas realidades palpables, bien concretas, para aferrarse a ellas. Serían vendajes con los que detener la hemorragia espiritual que padecía.

Los perros miraron apesadumbrados a su amo cuando descorría el cerrojo de la caseta. Se metió antes de que pudieran salir y se agachó, dejándolos trepar sobre él, olerle la cara. Los perros. Ellos también eran reales. Devolvió la mirada a sus ojos de color chocolate y sus caras largas y preocupadas.

—Si hubiera algún ser maligno conmigo, vosotros lo veríais, ¿no? —les preguntó—. Si hubiera garabatos sobre mis ojos, me avisaríais, ¿no?

Angus
le lamió la cara una vez, dos veces. Jude le besó el húmedo hocico. Acarició el lomo de
Bon
mientras ella le olfateaba, ansiosa, la entrepierna.

Salió. No estaba preparado para volver a la casa, así que se dirigió al interior del cobertizo. Se acercó al coche y se miró en el espejo retrovisor de la puerta del conductor. No había garabatos negros. Sus ojos tenían el aspecto de siempre, su color gris pálido bajo cejas negras, tupidas e intensas que le dibujaba el gesto intenso y serio de quien siempre parecía dispuesto a matar a alguien.

Jude había comprado el coche, en muy mal estado, a un ayudante de la banda. Era un Mustang del 65, el GT Fastback. Estuvo de gira, casi sin descanso, durante diez meses. Había partido casi en el mismo momento en que su esposa lo dejó, y cuando regresó se encontró con una casa vacía y nada que hacer. Pasó todo el mes de julio y la mayor parte de agosto metido en el cobertizo, desarmando el Mustang, sacando las piezas que estaban oxidadas, gastadas, rotas, abolladas, corroídas, endurecidas por los aceites y los ácidos, y reemplazándolas. Procuró respetar el motor, manivelas y cabezales originales, transmisión, embrague, suspensión, asientos blancos de cuero. Todo original menos los altavoces y el equipo de música. Instaló una antena de radio XM en el techo, y también un sistema de sonido digital de última generación. Se empapó en aceite, se golpeó los nudillos y se hirió con la transmisión. Era un trabajo duro, justamente lo que necesitaba en ese momento.

Por aquel entonces, Anna ya había comenzado a vivir con él. Aunque nunca la llamó por ese nombre. Siempre había sido Florida, pero por alguna razón que no se explicaba desde que se enteró de su suicidio comenzó a pensar en ella como Anna. Quizá creía que no debía ponerle apodos a los muertos.

Ella se sentaba en el asiento trasero, junto a los perros, con las botas saliendo por el hueco de una ventanilla aún no instalada, mientras él trabajaba. La joven entonaba todo el rato las canciones que conocía, hablaba a
Bon
como a un bebé y bombardeaba a Jude con sus preguntas. Le preguntó si alguna vez iba a quedarse calvo («no sé»), porque ella lo abandonaría si lo hiciera («no te culparía»), si todavía le parecería que era sexy si se afeitaba todo el pelo («no»), si le dejaría conducir el Mustang cuando estuviera terminado («sí»), si alguna vez había participado en una pelea a puñetazos («trato de evitarlas... Es difícil tocar la guitarra con una mano fracturada»), por qué nunca hablaba de sus padres (a lo que él no dijo nada) y si creía en el destino («no», pero estaba mintiendo).

Antes de la época de Anna y el Mustang, había grabado un nuevo CD, en solitario, había viajado a veinticuatro países y se había presentado en unos cien espectáculos. Pero trabajar en el automóvil era su principal actividad desde que Shannon le había dejado. Le hacía sentirse verdaderamente útil, realizando un trabajo que valía la pena, en el sentido más auténtico. Las razones por las que la reconstrucción de un coche de museo debía ser considerada un trabajo honesto y no el pasatiempo de un hombre rico, mientras que grabar discos y presentarse en galas le parecía el pasatiempo de un hombre frívolo en lugar de un trabajo eran un misterio, algo que no podía explicar.

De nuevo se le pasó por la mente la idea de que debía irse. Ver alejarse la granja en el espejo retrovisor y seguir, seguir sin importar adonde.

El impulso era tan fuerte, tan acuciante —«sube al automóvil y sal de este lugar»—, que le hacía apretar los dientes. No le gustaba tener que escapar. Lanzarse al automóvil y salir a toda velocidad no era resultado de una libre elección, sino consecuencia directa del pánico. Luego le asaltó otra idea, desconcertante e infundada, aunque curiosamente convincente: la impresión de que lo estaban manipulando, de que el muerto quería que él saliera corriendo; que estaba tratando de forzarlo a huir... ¿De qué? Jude no podía imaginarlo. Fuera, los perros ladraron a coro a un pequeño y destartalado remolque que pasaba por allí.

De todas maneras, no pensaba ir a ninguna parte sin hablar antes con Georgia. Y si finalmente decidiera largarse, probablemente querría vestirse antes. Un instante después se encontró en el Mustang, al volante. Era un lugar idóneo para pensar. Siempre reflexionaba mejor dentro del coche, con la radio encendida.

Se sentó con la ventana a medio abrir, en el oscuro garaje de suelo de tierra, y le pareció que había un fantasma cerca, pero el de Anna, no el espíritu enfadado de su padrastro. Estaba muy cerca, en el asiento trasero. Allí habían hecho el amor, por supuesto. Él había entrado en la casa a buscar cerveza y al regresar ella lo estaba esperando en la parte trasera del Mustang. Sólo tenía puestas las botas, nada más. Dejó caer las cervezas abiertas, que desparramaron la espuma en el suelo arenoso. En aquel momento, nada en el mundo parecía más importante que su carne firme, de veintiséis años, su sudor de veintiséis años, su risa, sus dientes de veintiséis años dulcemente clavados en el cuello de Jude.

Estaba sentado en la fría sombra, reclinado contra el cuero blanco, sintiendo por primera vez en todo el día su agotamiento. Notaba los brazos pesados, y los pies descalzos estaban medio entumecidos de frío. Las llaves estaban puestas, de modo que las hizo girar para conectar el sistema eléctrico y encender la calefacción.

Jude no estaba muy seguro de por qué se había metido en el coche, pero, dado que ya estaba sentado allí, era difícil imaginarse otro lugar mejor. Desde una distancia que parecía enorme, le llegaron los ladridos de los perros, que volvían a hacerse oír, estridentes y alarmados. Pensó que podía ahogarlos encendiendo la radio.

John Lennon cantaba
I am the walrus
. El aire acondicionado soltaba su sordo rumor sobre las piernas desnudas de Jude. Se estremeció por un momento, luego se relajó y dejó descansar la cabeza en el respaldo del asiento. El bajo de Paul McCartney se perdía tras el murmullo del motor del Mustang, lo cual era inquietante, ya que él no había encendido el motor, sólo la batería. A los Beatles siguió un desfile de anuncios publicitarios. Lew, en Imperial Autos, decía: «No encontrará ofertas como las nuestras en ninguno de los tres estados del área. Conquistamos a nuestros clientes con propuestas que nuestros competidores no pueden igualar».

En su estado de dulce sopor no percibió un cambio en el tono del discurso publicitario. «Los muertos arrastran abajo a los vivos. Entre, póngase al volante y lleve el coche a dar vueltas por el camino de la noche. Iremos juntos. Cantaremos juntos. No querrá que el viaje termine».

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