Read El tío Petros y la conjetura de Goldbach Online
Authors: Apóstolos Doxiadis
Tags: #Ciencia, Drama, Histórico
Con el descubrimiento de mi método geométrico, finalmente entré en un territorio virgen, inexplorado.
—Entonces es todavía más lamentable que hayas abandonado —dije, preparando el clima para una discusión.
Petros hizo caso omiso de mi comentario y prosiguió:
—La premisa básica de mi enfoque geométrico es que la multiplicación es una operación antinatural.
—¿A qué demonios te refieres con «antinatural»? —pregunté.
—Leopold Kronecker dijo en una ocasión: «Nuestro amado Dios creó los enteros; todo lo demás es obra del hombre». Bueno, yo creo que Kronecker olvidó añadir que, además de los enteros, el Todopoderoso creó la suma y la resta, o el dar y el quitar.
Reí.
—¡Creí que venía a escuchar una clase de matemáticas, no de teología!
Una vez más pasó por alto mi interrupción.
—La multiplicación es antinatural en el mismo sentido en que la suma es natural. Se trata de un concepto artificioso, secundario, una serie de sumas de elementos iguales. Por ejemplo, 3 × 5 no es más que 5 + 5 + 5. Inventar un nombre para esta repetición y llamarla «operación» es una obra propia del diablo…
No me atreví a hacer otro comentario burlón.
—Si la multiplicación es antinatural —continuó—, el concepto de «números primos», derivado directamente de ella, lo es aún más. La extraordinaria dificultad de los problemas básicos relacionados con los primos es sin duda una consecuencia directa de este hecho. La razón de que no haya un patrón evidente en su distribución es que la idea misma de multiplicación (y por consiguiente de los números primos) es innecesariamente compleja. Ésta es la premisa básica. Mi método geométrico obedece, sencillamente, al deseo de ver los primos de una manera más natural. —Señaló lo que había hecho mientras hablaba—. ¿Qué es eso? —me preguntó.
—Un rectángulo hecho con judías —respondí.
—De siete filas y cinco columnas, con un producto de 35, el número total de judías en el rectángulo. ¿De acuerdo?
Luego me habló de lo mucho que se había entusiasmado al hacer una observación que, aunque totalmente elemental, le parecía de gran profundidad intuitiva: si uno construía, en teoría, todos los rectángulos posibles de puntos (o judías), tendría todos los enteros con excepción de los primos. (Puesto que un número primo no es un producto, sólo es posible representarlo mediante una única fila, nunca mediante un rectángulo). A continuación procedió a describir un método de cálculo para operaciones entre rectángulos y me dio unos ejemplos. Finalmente enunció y demostró algunos teoremas elementales.
Al cabo de un rato comencé a notar un cambio en su actitud. Durante las clases anteriores había sido el maestro perfecto, variando el ritmo de la exposición en proporción inversa a su dificultad, asegurándose siempre de que entendía un punto antes de pasar al siguiente. Sin embargo, a medida que se adentraba en el método geométrico sus respuestas se hicieron rápidas, fragmentarias e incompletas hasta el punto de ser crípticas. De hecho, a partir de cierto momento empezó a hacer caso omiso de mis preguntas, y advertí que las supuestas explicaciones no eran más que fragmentos de su continuo monólogo interior.
Al principio pensé que su anómala descripción se debía a que no recordaba los detalles del método geométrico con tanta claridad como el analítico, más convencional, y estaba haciendo esfuerzos desesperados por reconstruirlo.
Me senté y lo observé: se paseaba por el salón modificando los rectángulos, murmuraba para sí, iba a buscar lápiz y papel a la repisa de la chimenea, tomaba notas, consultaba algo en un libro destrozado, murmuraba un poco más, regresaba a las judías, miraba a un lado y a otro, se detenía, pensaba, volvía a modificar los rectángulos y apuntaba nuevos datos en el papel… Poco a poco, los comentarios sobre «una prometedora línea de pensamiento», «una premisa sumamente elegante», «un teorema profundo» (obviamente, todos de su propia cosecha) hicieron que su cara se iluminara con una sonrisa de suficiencia y que sus ojos brillaran con picardía infantil. De repente caí en la cuenta de que el aparente caos no era otra cosa que un despliegue de frenética actividad mental. ¡No sólo recordaba a la perfección el «célebre método de las judías», sino que su recuerdo lo hacía henchirse de orgullo!
De repente contemplé una posibilidad que nunca se me había ocurrido y que instantes después se transformó en convicción.
Cuando Sammy Epstein y yo habíamos hablado del motivo por el que mi tío había abandonado las investigaciones, los dos habíamos dado por sentado que se trataba de una especie de agotamiento, un caso extremo de fatiga de combate científica después de años de ataques infructuosos. El pobre hombre había batallado y batallado, y tras repetidos fracasos había quedado demasiado cansado y decepcionado para continuar. Entonces Kurt Gödel le había proporcionado una excusa rebuscada pero oportuna. Sin embargo, mientras observaba el innegable entusiasmo con que jugaba con las judías, vi un panorama nuevo y mucho más agradable: ¿era posible que, contrariamente a lo que había pensado hasta el momento, se hubiera dado por vencido en el momento más prometedor de su trabajo, precisamente en el punto en el que había intuido que estaba en condiciones de resolver el problema?
Entonces recordé las palabras que había empleado para describir el periodo inmediatamente anterior a la visita de Turing, unas palabras cuyo verdadero significado se me había escapado al oírlas por primera vez. Mi tío había dicho que nunca había sentido tanta inseguridad y desesperación como durante la primavera de 1933 en Cambridge. Pero ¿no había interpretado esos sentimientos como «la angustia que inevitablemente precedía a un triunfo importante», incluso como «los dolores de parto previos a un magnífico alumbramiento»? ¿Y lo que había dicho hacía unos instantes sobre que aquél había sido su «hallazgo más importante y original, un avance revolucionario»? ¡Santo cielo! Las fatiga y la desilusión no habían sido necesariamente las causas de su abandono: ¡era posible que le hubiera faltado valor para dar el gran salto a lo desconocido y a la victoria final!
La idea me produjo tanta emoción que fui incapaz de seguir esperando el momento estratégicamente oportuno. Me lancé al ataque de inmediato.
—He notado —dije en un tono más acusatorio que especulativo— que tienes muy buen concepto del «célebre método Papachristos de las judías».
Había interrumpido el hilo de sus pensamientos y Petros tardó unos instantes en asimilar mi comentario.
—Tienes un prodigioso talento para advertir lo evidente —replicó con grosería—. Claro que tengo muy buen concepto de él.
—A diferencia de Hardy y Littlewood —añadí dando mi primer golpe importante.
Mi comentario produjo la reacción esperada, aunque mucho más vehemente de lo que yo había previsto.
—¡No podrá probar la conjetura de Goldbach con judías, amigo! —dijo en tono áspero y zafio, evidentemente parodiando a Littlewood. Luego se burló del segundo miembro de la inmortal pareja de matemáticas haciendo una cruel imitación de su afeminamiento—: ¡Demasiado elemental para su bien, mi querido amigo, pueril incluso! —Furioso, dio un puñetazo en la repisa de la chimenea—. ¡El muy burro de Hardy! —gritó—, ¡mira que llamar «pueril» a mi método geométrico! ¡Como si hubiera sabido algo al respecto!
—Vamos, vamos, tío —lo reñí—, no puedes decir que G. H. Hardy fuera un burro.
Dio otro puñetazo, esta vez más violento.
—¡Era un burro, además de un sodomita! El gran G. H. Hardy… ¡La reinona de la teoría de números!
Aquellas palabras eran tan impropias de él que me quedé boquiabierto.
—Venga, tío, te estás poniendo desagradable.
—¡De eso nada! Yo llamo al pan, pan y a un maricón, maricón.
Además de sorprendido, yo estaba entusiasmado. Como por arte de magia, un hombre totalmente nuevo acababa de materializarse ante mis ojos. ¿Era posible que, junto con el «célebre método Papachristos de las judías» hubiera reaparecido su antigua (quiero decir su joven) personalidad? ¿Acaso oía por primera vez la «verdadera voz» de Petros Papachristos? ¿No eran la excentricidad, incluso la obsesión, rasgos más característicos del matemático perseverante y extraordinariamente ambicioso que había sido en su juventud que los modales corteses y civilizados que yo asociaba con el maduro tío Petros? La pedantería y la malicia hacia sus colegas bien podían ser una faceta inherente a su genialidad. Al fin y al cabo, se trataba de dos defectos que casaban a la perfección con el pecado capital que Sammy había diagnosticado: el orgullo.
Con el fin de empujarlo a su límite, dije en tono de indiferencia:
—Las inclinaciones sexuales de G. H. Hardy no son de mi incumbencia. Lo único relevante en relación con su concepto de tu método de las judías es que era un gran matemático.
El tío Petros enrojeció.
—¡Gilipolleces! —gritó—. ¡Demuéstralo!
—No es necesario —repuse con desdén—. Sus teoremas hablan por sí solos.
—¿Ah, sí? ¿Cuál de ellos?
Mencioné dos o tres resultados que recordaba de mis libros de texto.
—Ja! —se burló el tío Petros—. ¡Simples cálculos del estilo de la cuenta de la vieja! Háblame de una sola idea brillante, de una conclusión inspirada… ¿No puedes? ¡Es porque no hay ninguna! —Echaba humo por las orejas—. Ah, y de paso menciona un teorema que el viejo maricón haya probado solo, sin que el bueno de Littlewood ni el pobre y querido Ramanujan lo tomaran de la mano… ¡o de cualquier otra parte de su anatomía!
Su creciente descontrol indicaba que nos aproximábamos a un momento decisivo. Sólo tenía que irritarlo un poco más.
—De verdad, tío —dije con la mayor altanería posible—, esos comentarios son indignos de ti. Después de todo, sean cuales fueren los teoremas que demostró Hardy sin duda son más importantes que los tuyos.
—¿De veras? —replicó—. ¿Más importantes que la conjetura de Goldbach?
No pude contener una risita de incredulidad.
—Pero ¡tú no demostraste la conjetura de Goldbach, tío Petros!
—No la demostré, pero…
Se interrumpió en mitad de la frase. Su expresión delataba que había dicho más de lo que pretendía.
—No la demostraste pero ¿qué? —lo presioné—. ¡Vamos tío, termina lo que ibas a decir! ¿No la demostraste pero estuviste muy cerca de hacerlo? He acertado, ¿verdad?
De repente me miró como si él fuera Hamlet y yo el fantasma de su padre. Era entonces o nunca. Me incorporé de un salto.
—¡Por el amor de Dios, tío! —exclamé—. ¡Yo no soy mi padre ni el tío Anargyros ni el abuelo Papachristos! Sé algo de matemáticas, ¿recuerdas? ¡No pretendas que me crea esas sandeces sobre Gödel y el teorema de la incompletitud! ¿Crees que en algún momento me tragué tu cuento de hadas sobre que la intuición te decía que la conjetura era indemostrable? ¡No! Desde un principio supe que era una excusa patética para tu fracaso. ¡Uvas verdes!
Abrió la boca en un gesto de estupefacción. Al parecer, yo había dejado de ser un fantasma para convertirme en una visión celestial.
—¡Sé toda la verdad, tío Petros! —proseguí con vehemencia—. ¡Estuviste a punto de descubrir la demostración! Prácticamente la habías hallado… Sólo te faltaba dar el último paso… —Mi voz sonaba como un recitativo grave y monocorde—. ¡Y luego te faltó valor! Te asustaste, querido tío, ¿verdad? ¿Qué pasó? ¿Se te agotó la fuerza de voluntad o sencillamente te dio demasiado miedo seguir el camino hasta el final? Sea como fuere, en tu fuero interno siempre has sabido que la culpa no fue de la incompletitud de las matemáticas.
Mis últimas palabras lo hicieron retroceder, de modo que decidí interpretar mi papel hasta las últimas consecuencias: lo tomé por los hombros y le grité en la cara:
—¡Afróntalo, tío! ¡Te lo debes a ti mismo! ¿No lo ves? ¡Te lo debes por tu valor, tu genialidad, por todos esos años largos, improductivos y solitarios! La responsabilidad por no haber probado la conjetura de Golbach es toda tuya, ¡igual que la gloria habría sido toda tuya si lo hubieras conseguido! Pero no lo conseguiste. La conjetura de Goldbach es demostrable y tú siempre lo has sabido. Sencillamente no lograste probarlo. ¡Fracasaste… fracasaste, maldita sea, y tienes que admitirlo de una vez por todas!
Me quedé sin aliento.
El tío Petros había cerrado los ojos y por un instante se tambaleó. Pensé que iba a desmayarse, pero se recuperó de inmediato y de forma inesperada su confusión interior se trocó en una sonrisa afable.
Yo también sonreí, convencido en mi ingenuidad de que mi feroz regañina había surtido efecto milagrosamente. De hecho, en ese momento me habría jugado cualquier cosa a que sus siguientes palabras serían algo así como: «Tienes toda la razón. Fracasé. Lo admito. Gracias por ayudarme a reconocerlo, sobrino favorito. Ahora puedo morir en paz».
Pero, por desgracia, lo que dijo fue:
—¿Serás un buen chico y me traerás otros cinco kilos de judías?
Me quedé atónito; de pronto él era el fantasma y yo, Hamlet.
—Primero… primero debemos terminar nuestra discusión —balbuceé, demasiado sorprendido para decir algo más fuerte.
Pero entonces empezó a suplicar:
—¡Por favor! ¡Por favor, tráeme más judías!
Su tono era tan lastimoso que mis defensas se derrumbaron en el acto.
Para bien o para mal, supe que el experimento destinado a forzarlo a enfrentarse a sí mismo había terminado.
♦ ♦
Comprar judías secas en un país en el que la gente no hace las compras por la noche supuso todo un reto para mis subdesarrolladas dotes empresariales. Fui de taberna en taberna, convenciendo a los cocineros de que me vendieran parte de sus reservas; un kilo aquí, medio kilo allí, hasta que hube reunido la cantidad necesaria. (Con toda probabilidad fueron los cinco kilos de judías más caros de la historia).
Cuando regresé a Ekali era más de medianoche. El tío Petros me esperaba en el jardín.
—Llegas tarde —fue su único saludo.
Observé que estaba extraordinariamente agitado.
—¿Va todo bien, tío?
—¿Ésas son las judías?
—Sí, pero ¿qué pasa? ¿Por qué estás tan nervioso?
Me arrebató la bolsa sin responder.
—Gracias —dijo y empezó a cerrar la cancela.
—¿No me dejas entrar? —pregunté, sorprendido.
—Es demasiado tarde —respondió.
Me resistía a dejarlo hasta descubrir qué le pasaba.
—No es preciso que hablemos de matemáticas —dije—. Podemos jugar una partida de ajedrez o, aun mejor, beber una infusión y cotillear sobre la familia.