G
ARCILASO
D
E
L
A
V
EGA
A través de la ventanilla del autobús contempló los paisajes de su tierra, que se abrían y permitían ver bosques que subían por laderas camufladas de verde o que se abalanzaban sobre el automóvil, rodeándolo con densas cortinas arbóreas. Sentía la alegría del retorno en lucha con la congoja producida por el misterioso silencio de los suyos. El coche había llegado a El Cruce, había hecho una parada frente a la fonda y se había puesto en marcha de nuevo para cubrir las más de cien curvas, la mayoría muy cerradas, que llevaban a Cangas del Narcea. Suspiró profundamente. El coche se había ido vaciando y el pasaje ocupaba menos de la mitad del espacio inicial. Los niños se habían rendido y los vómitos por los mareos habían cesado. Sólo se oía el ruido del motor y algunos ronquidos.
Rosa recordó la doble emoción que vivió en su boda, que tan lejana le parecía aunque no habían pasado ni tres semanas. A la emotividad de su enlace con el hombre guapo y mundano al que amaba, se enfrentaba la estupefacción de no haber visto a nadie de su familia durante el enlace. Ni una noticia al respecto. No podía entenderlo. Había preguntado a su tía, a sus primos, a Manín, a Pedrín, a sus amigos, a todos los del pueblo que acudieron. Nada sabían. En sus rostros no había encontrado signos de contradicción con la sorpresa que de verdad manifestaban. Al día siguiente, bajó a la central telefónica de Cuatro Caminos con una aflicción sin límites, porque ya nunca habría consuelo para ella, aunque pudieran darse explicaciones justificativas. Ése fue su día y ellos no estuvieron. Y ni volvería a casarse ni se repetiría la boda. Había pedido una conferencia, para citarlos dos días más tarde, pero nadie se presentó en la oficina de Cangas. Había vuelto a emplazarlos para dos días después, pero el resultado fue el mismo. Había hablado con Miguel de ello.
—Algo ocurre. No es posible lo que está pasando.
—Alguna explicación tendrá, mujer. No te preocupes.
—¿Cómo no me voy a preocupar? Deberías estar tan intrigado como yo. Toda tu familia estuvo. Todo mi pueblo, pero ninguno de los míos. No es normal. Iremos a Asturias. Necesito saber qué ocurre.
—No dejaré que vayas. Si no han venido, allá ellos. A lo mejor es que no te quieren tanto como crees.
—¿Qué barbaridades estás diciendo? Ni en broma se te puede ocurrir un disparate semejante. No te comprendo.
—Pues irás sola. No voy a acompañarte.
Ella le miró con un asombro tal que sintió dolor como si hubiera sido algo físico.
—Eres mi marido, debes estar conmigo. Ahora y siempre. Es lo que le dijiste al cura.
—No debes ir, pero si insistes, irás sola.
—¿Acaso sabes algo, algún motivo, y me lo ocultas?
Él había caminado unos pasos por la pequeña habitación de alquiler del piso de la calle Maudes. La ventana abierta daba a un lóbrego patio interior donde se acumulaban desperdicios. Comenzaba el mes de septiembre y la suma del calor y los hedores hacían la atmósfera irrespirable. De espaldas a ella dijo:
—No sé nada. No hay nada que ocultar.
—Entonces, vente conmigo.
—No.
Esa noche anduvo hasta la estación de Príncipe Pío, compró un billete de tercera clase para el expreso y salió para Asturias. No había dormido en toda la noche, mirando la negrura del otro lado del cristal, como si fuera la promesa de un castigo por algún pecado ignorado. Al pasar Pajares, el corazón le había dado un vuelco. Consiguió no llorar pero el esfuerzo la había dejado sin fuerzas. Recordó la otra vez que pasó el puerto, camino de Madrid, tan sólo un año antes. Tantas veces había cantado la vieja canción que lo había magnificado y lo imaginaba un lugar mágico, el fin de Asturias. Había abierto la ventanilla y a través de la oscuridad sólo vio montañas similares, nada espectacular. Castilla por esa parte era como su tierra. Había viajado sola desde Oviedo, con sus emociones tan cercanas que aún la ahogaban. Rememoró la salida del pueblo, la canción última que desde lo alto de la cuesta le hicieron cantar como despedida los mozos y familiares que la acompañaron hasta Cangas en el carro grande de tío Segundo, la compañía de su padre, Manín y Pedrín hasta Oviedo… Como en esta ocasión, aquella noche, lejana y cercana a la vez, no había dormido. En la estación del Norte de Madrid la había esperado su tía Solé, su guía y consuelo en todo el tiempo que transcurrió desde que llegara a la capital. Su primera impresión de Madrid la asustó. Aquellas altas casas, los coches, las muchedumbres por las calles, el habla tan diferente, la ausencia de montañas y de prados… Pero luego el tiempo pasó deprisa. Y ahora estaba allí, cerca de la solución a un misterio que se había instalado en su vida, tras haber descendido del tren en Oviedo con su pequeña maleta de cartón y haber partido de la estación de autobuses sin haber tomado un solo bocado. Vio el monasterio de Corias y enseguida entraron en Cangas. Subió por las estrechas y pendientes calles hasta cruzar la plaza de la iglesia y llegar a la parada de taxis. Allí estaba Félix, un familiar lejano, con su vetusto Citroen.
—¡Rosa! ¡Felices los ojos!
—¿Puedes llevarme a Cibuyo?
—Claro que sí. Sube.
Aunque él preguntó, supo mantener a distancia su curiosidad. Sin embargo, durante el trayecto vio sus ojos clavados en ella y entonces tuvo noción de lo sola que se sentía.
El taxi paró en Cibuyo, ante la posta regentada por los padres de Pablito Montesinos, que se alegraron mucho de verla e intuyeron a qué se debía la visita, ya que ellos sí estuvieron en su boda. Félix no quiso cobrarle el recorrido. La hermana de Pablito y un mozo amigo, llamado Pelayo, quisieron acompañarla hasta Prados, pero ella pidió ir sola. Abrió la maletita, sacó unas zapatillas y se las calzó metiendo en la maleta los zapatos. Luego echó a andar cuesta arriba. Al llegar al primer giro, miró hacia abajo. Todos la contemplaban todavía. Atravesó el terreno virgen, cruzando por entre el verdor y las flores, y sintió henchirse su espíritu con los olores de la tierra añorada. Se detuvo y se sentó en una de las rocas que brotaban por distintos lugares como si fueran dientes de un animal gigantesco enterrado. Serían las doce, calculó. Hacía calor y el sonido de los insectos siseaba a su alrededor. Vio los lejanos montes, ahora cubiertos de una ligera neblina por el reverberar del sol. Abajo estaban los valles salpicados por las pequeñas aldeas. Se vio de niña, no hacía tanto tiempo, correteando por esas laderas. No quiso esconder el llanto, guardado durante demasiado tiempo. Lloró largo rato para vaciarse de lágrimas, ahora que estaba sola. Nadie la vería llorar, fuera lo que hubiera de encontrarse. Escucharía lo que tuvieran que decirle, perdonaría lo imperdonable y todo volvería a ser como antes. Se levantó. No. Nada podría ser como antes, nadie podría compensarle de la inmensa decepción. Pero todo quedaría dentro de ella, como un secreto, el primero de su vida. El pueblo apareció de repente, como si fuera él quien la buscara. El sol era ya una inmensa losa sobre el verdor húmedo. Algunos la vieron y corrieron hacia ella. El vocerío hizo salir a la gente de las casas. Al aproximarse a la suya, vio a Amador y a Remedios, la mujer de Jesús. Llegó a ellos y notó la frialdad de sus miradas, lo que ponía un nuevo pozo de incomprensión en su ánimo.
—¿Qué haces aquí? ¿Para qué has venido? —dijo su hermano, a modo de bienvenida, sin moverse del umbral.
—¿Qué ocurre? ¿Qué os pasa?
—No entrarás más en esta casa —dijo él, tapando la entrada con su cuerpo.
Ella subió los escalones y le enfrentó.
—Debes haberte vuelto loco. Ésta es mi casa tanto como la tuya. ¿Dónde está la
mama
?
—¡Rosa!, hija mía, pasa —brotó una voz desde el interior.
—Dije que no, madre —insistió Amador.
Rosa le dio un empujón y lo desplazó a un lado. Miró a su cuñada, que se echó hacia el lado de Amador. Entró en su casa. Al fondo del corto y ancho pasillo estaba su madre, alta como ella. Sus ojos se inundaron cuando abrazó a la joven. Se sentaron en el
iscanu
, junto al caldero, cuyos efluvios recordaron a Rosa que llevaba muchas horas sin probar alimentos. Amador y Remedios asomaron sus inamistosos semblantes desde el pasillo.
—Tome, madre —dijo la joven, entregándole una caja de bombones que sacó de la maletita. Ella cogió la cajita sin dejar de mirarla. Luego, acarició los rubios bucles de su cabeza sin permitir que su silencioso llanto menguara.
»¿Qué está ocurriendo,
mama
? ¿Por qué la actitud de Amador? ¿Por qué no fueron a mi boda?
—No nos avisaste ni nos invitaste. Supimos que te casabas por tu tía Susana.
—¿Qué dice, madre? Mandé cartas y telegramas desde hace dos meses, quizá más. No pueden haberse perdido todas.
La mujer elevó la mirada y la clavó en su hijo, con una sorpresa tintada de amargura. Rosa captó el gesto y volvió la cabeza hacia su hermano, mirándole con ojos desbordados.
—¿Retuviste las cartas y los telegramas? ¿Y todas las citas para las conferencias? ¿Por qué?
—No te hagas la tonta —dijo él, manteniéndose tras el quicio de la puerta—. Sabes muy bien por qué.
—¿Hiciste eso? ¿Retuviste las cartas? —preguntó la madre al hijo.
—Sí, lo hice.
—Sabía que algo ocurría —dijo la mujer, mirando a su nuera, que, a su vez, miraba a su cuñado con gesto embobado—. Os lo dije, era imposible que mi hija se hubiera olvidado de nosotros.
—¿Olvidarme? ¿Qué locura es ésta?
—¿De verdad no lo sabes?
—¿Saber qué?
—¡Vendiste tu prado a Carbayón! ¡Vendiste tu herencia! —estalló Amador—. ¡Rompiste nuestra propiedad! ¡Nada te queda en esta casa! ¡Vete de aquí!
—¡Amador! Deja ya ese maldito odio —reclamó la madre.
—¡No! Siempre ella, la mimada, la más querida. ¡Y ya ve cómo nos paga!
Rosa contemplaba la escena como si no fuera parte de ella. Era como las películas que de tarde en tarde veía en los cines de la calle Bravo Murillo, más allá de Cuatro Caminos, en Madrid. Gente diciendo cosas a veces incomprensibles. Como ahora. Pero estos personajes eran su familia, sus seres más queridos.
—¿Qué dice Amador? ¿Qué es esa barbaridad? Dígamelo, madre.
Y allí sentada en su hogar irreemplazable, Rosa supo que Carbayón se había quedado el mejor prado del pueblo, el suyo propio, la herencia de sus progenitores, la dote del abuelón. Y sería difícil que volviera a ser de los Muniellos. Aturdida, miró a todos, uno por uno. Vio cariño y comprensión en todos menos en Amador. Pero algo poderoso e intangible se había aposentado en el hogar donde nació. Algo frío, maquiavélico, desconocido. En ese momento los vio abrir mucho los ojos. Las mujeres se echaron hacia atrás, llevándose las manos a la boca y emitiendo exclamaciones. La miraban a ella.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué me miráis así?
En ese momento la puerta se abrió y entraron dos hombres. Eran iguales, tanto de cuerpo como de rostro, aunque de diferentes edades. La miraron en silencio. Rosa se acercó al mayor y le abrazó.
—Padre.
Él le acarició la espalda y la cabeza. Era más bajo que ella. La separó de sí y volvió a mirarla.
—¿Qué te has hecho en el pelo?
—¿En el pelo? Nada.
La madre vino con un espejo y se lo tendió. Ella miró y al principio no reconoció a la mujer que le devolvía la mirada. Finalmente, recuperó su imagen. Se volvió.
—Madre, ¿y mi pelo rubio?
La madre se tapó los ojos y luego se acercó a Rosa, quien se dejó abrazar. Tras una pausa, contó a los recién llegados lo que habían hablado. Rosa se volvió a su progenitor.
—Pero ¿quién vendió mi prado? Si es mío, sólo yo puedo venderlo. Y no he he… —De repente se acordó de los papeles que Miguel le hizo firmar diciendo que eran para la boda.
—¿No firmaste ningún papel? —inquirió el padre.
—Sólo…, sólo los de mi boda. No he firmado ningún otro en mí vida.
—¿Te fijaste bien en lo que firmabas?
—No…, yo…
—¡No la creáis! Tan tonta no es —vociferó Amador—. Nadie firma nada sin leerlo. Si no hubiera firmado no tendríamos este problema.
El padre tenía sesenta años y un cuerpo magro, fatigado de soles y lluvias. Llevaba la boina incrustada como si fuera parte de su cráneo. Un tumulto de pelos asomaba por su nariz, barroca. No era fácil distinguir la raya de su boca de las múltiples rayas que castigaban su rostro. Anduvo calmosamente hasta el caldero, cogió el cazo, lo metió en el pote y vertió su contenido en dos cuencos. Fue a su sitio en el
iscanu
, tomó asiento y puso los humeantes recipientes delante de él.
—Ven, Rosa. Siéntate a mi lado. Tómate este caldo.
Ella le obedeció, pero no tocó el cuenco. Todos estaban en silencio mirado al patriarca. Él sacó la bolsa del tabaco y lió armoniosamente un cigarrillo, que encendió luego en la yesca del mechero de chispa. Cuando levantó la cara, mientras absorbía el humo, una lágrima gorda rodó por una de sus mejillas y se enmarañó en la pelambrera de su rostro hasta desaparecer, como si la piel fuera un material secante.
—Todo parece indicar que firmaste los papeles del préstamo junto con los de la boda. Tu marido te engañó.
—No es posible…, no puedo creerlo… —dijo Rosa.
—Nunca me gustó ese madrileño. Ni sus primos, los Carbayones. Gente envidiosa, a los que nunca vi doblar el espinazo en la tierra. Mal destino nos hizo Dios colocándonos en el mismo pueblo. —Hizo una pausa, dio una chupada al cigarrillo y continúo—: Tengo muchos años y los huesos se me están ablandando. Ésta fue una casa feliz desde que viniste al mundo. —Miró a las a joven—. Han sido años en los que la dureza de esta tierra tenía el: sosiego de tu luz, de tu alegría, de tus canciones.
Rosa le agarró una mano y agradeció en silencio haberse quedado sin lágrimas. Él miró a sus hijos, a su mujer, a su nuera, a las dos niñas de Jesús. Luego paseó su mirada por el hogar, por 1as negras paredes donde sus ancestros habitaron. Vio a su padre y a su abuelo en las sombras de la memoria. Ellos también gozaron de la fortuna de esa presencia angelical, antes de desvanecerse en el misterio.
—¿Por qué ocultar la verdad? Rosa hizo importante a esta casa. Alegró, mientras vivieron, a mi abuelo y al vuestro. Ellos decidieron el destino de ese prado y hubo justicia al dárselo a esta
Xana
nuestra.
—Sí, ya vemos la que nos ha liado tu… —inició Amador, pero se calló de golpe ante la mirada de su padre.