—Señor, haceos cargo de que no es fácil enviar misiva alguna. La Regla nos prohíbe hablar, besar o incluso escribir a la familia sin permiso de nuestros superiores.
—Ya, ya.
—Además, no podemos salir así como así de la enco…
—Ahora estabais solos.
—Excepcionalmente.
—Bien que habéis aprovechado para hacer de alcahueta y permitir a Saint Claire folgar con la moza. —Rodrigo hizo un gesto de desagrado—. No, no. No penséis que me parece mal; al contrario, tendréis algo con qué chantajearle en el futuro. Seguro que sabe cosas.
—No puedo creerlo.
—¿No erais espía? Así funcionan las cosas en vuestro mundo, ¿no?
—Sí, dómine, en efecto. Así funcionaban las cosas en mi mundo.
—¿Y? Habláis en pasado.
—Es que no creo estar seguro de volver a él. Los engaños, los venenos, chantajear a los demás…
—Vaya, mi señor, el Ilustrísimo cardenal Garesi tenía razón. Os han convencido. Sois uno de ellos.
—No. O sí. No lo sé. Sólo digo que los templarios no hacen mal a nadie. Gestionan bien sus tierras y con los beneficios mantienen tropas en Tierra Santa. Si no fuera por ellos, años ha que estaría en manos de los infieles.
Silvio de Agrigento lo miró con detenimiento, paladeando su vino. Entonces, calculadamente, dijo:
—¿Y vuestra Aurora? Si no cumplís vuestra parte del trato morará eternamente…
Rodrigo dio un puñetazo en la mesa.
—¡Basta! —gritó—. Hicimos un trato y Rodrigo Arriaga siempre cumple lo que promete. Haré el trabajo para vos e investigaré hasta donde pueda, pero…
—¿Sí? —contestó el cura con cierto aire cínico.
—Si no hay nada que averiguar cumpliréis igualmente vuestra parte del trato.
—Me parece bien, pero yo diré cuándo acaba este trabajo.
—¡¿Cómo?!
—No seáis ingenuo, Rodrigo. Se hace evidente que habéis hallado consuelo en la oración y en la vida monacal; os reconforta y me alegro. Pero no podéis olvidar que vuestros nuevos hermanos sufrirían una gran decepción si supieran que ingresasteis en la orden como espía. Pensad en vuestro buen amigo Jean, ahora tan pío, tan responsable, tan feliz de veros progresar.
—Sois un hijo de puta. Si al final de este negocio Aurora no sale del infierno, moriréis como una rata. ¡Lo juro!
Silvio de Agrigento volvió a sonreír. Entonces su rostro se tornó serio y dijo:
—Resultados, Arriaga, quiero resultados. Permaneceré por aquí, cerca.
—¿Y cómo os podré localizar si averiguo algo?
—Tranquilo, hijo, yo me pondré en contacto con vos —contestó el sacerdote, haciendo la señal de la cruz sobre Arriaga para dar por terminada la conversación.
Rodrigo pasó los dos días siguientes de mal humor, taciturno y reflexivo en exceso. No le agradaba Silvio de Agrigento. El enviado del cardenal Garesi parecía muy seguro de que los templarios ocultaban algo con lo que habían chantajeado a Su Santidad, pero, aunque así fuera, ¿cómo iba a averiguarlo él, un recién llegado, un aspirante a
milites
? De momento lo único que podía hacer era aplicarse a la tarea que le habían encomendado: ser un buen novicio para terminar convirtiéndose en caballero lo antes posible. Tuvo pesadillas durante varias noches, en las que se agitaba confuso entre sueños y no recordaba nada al despertar.
Una noche, tras el oficio de completas, Jean le pidió que lo siguiera, quería hablar con él.
—Pero, debo ir a dormir… —dijo Rodrigo.
—Soy vuestro comendador, ¿no? Estáis dispensado de ir a la cama, tenemos que hablar.
Aquello sonó mal de veras a los oídos del aspirante. Subieron al segundo piso del inmenso
donjon
, donde, junto a la sala capitular, el comendador tenía su despacho.
—Pasad, Rodrigo, sentaos —dijo Jean sacando una botella de cristal tallado y dos vasos de un arcón.
Sirvió un poco de un líquido opalescente para ambos y se dejó caer en su silla, agotado, con los pies en la inmensa mesa de nogal.
—Bebed, amigo —ordenó.
—Pero… ¿se nos permite?
—Desde luego que no. Es moscatel. Bebed. Por los viejos tiempos.
Ambos entrechocaron los rústicos recipientes de madera y, tras beber, se miraron.
«Está dulce», pensó Arriaga.
—Rodrigo, os tengo que decir una cosa.
—¿Cómo? ¿Ocurre algo? —preguntó el confundido espía.
—No, no, no temáis. No es nada sobre vos. Es más, estamos muy contentos con vuestros progresos —¿había dicho «estamos»?— y desde arriba me han ordenado que acelere vuestro ingreso en la orden. A nadie se le escapa que sois hombre de armas, pero sobre todo les interesa vuestra otra faceta.
—¿La de espía?
—Sí, más o menos, pero recuerdo que hablabais bien el hebreo, la lengua de oc, francés normando, el aragonés y creo que el árabe también, ¿no?
—Sí, pero de eso hace tiempo.
—Al menos vos aprovechasteis bien las lecciones que nos dieron en París.
—Eso creo, sí. ¿Qué ocurre entonces, Jean?
—Bueno, Rodrigo, es sólo que me preocupa uno de vuestros hombres, ese…
—Toribio.
—Sí, ese Toribio. Creo que su comportamiento es algo inadecuado. No somos tan severos con los sargentos como con los caballeros, pero los votos… visita a una puta junto a la carnicería y el otro día unos mozos lo sorprendieron folgando con una zagala junto al pajar de su casa.
—¡¿Cómo?! —exclamó Rodrigo haciéndose el sorprendido.
—Lo que oís. Sale de noche de la encomienda.
—¿De noche? ¿Por dónde?
—Ésa no es la cuestión, amigo. No queremos libertinos en esta casa. Me resulta difícil manejar a tantos hombres de combate encerrados como bestias, pues cualquier pequeño privilegio puede dar al traste con la disciplina necesaria. Ese Toribio no parece a gusto aquí. Hablad con él. No quiero que puedan pensar que por ser sirviente vuestro tiene un trato de favor. Ya me cuesta bastante trabajo mantener a raya al hermano Roger como para buscar más complicaciones.
—No tengáis cuidado, hablaré con él. Siempre ha sido un hombre de sangre caliente y poco a poco se acostumbrará a esto. Roma no se hizo en un día —repuso Arriaga reflejando la preocupación en el rostro.
Aquella misma noche Rodrigo esperó a que todos estuvieran dormidos para levantarse con mucho sigilo. Aguardó a hallarse en la escalera para encender una vela y se dirigió hacia el edificio de la entrada, al dormitorio de los sargentos. Caminaba de puntillas, esperando que nadie lo oyera. Cuando llegó donde Toribio, comprobó que éste roncaba sumido en un profundo sueño.
Lo despertó con sumo cuidado y le susurró que le siguiera, en un tono que no dejaba lugar a la duda. Salieron fuera, bajo el pórtico de la gran puerta de entrada al castillo. Rodrigo tuvo la prudencia de apagar la vela.
—¿Qué habéis hecho, insensato? —le dijo a Toribio.
—¿Yo?
—Sí, el comendador me ha llamado la atención sobre vuestras salidas noctur…
Rodrigo se quedó de pronto en silencio. A lo lejos, hacia la cara noroeste del castillo, cinco figuras caminaban en fila. Llevaban enormes mantos blancos y cubrían sus rostros con amplias capuchas.
Toribio se giró y dijo:
—¡Pardiez! ¿Quiénes son esos?
—¡Vamos! —ordenó su amo tomándolo por el brazo. Los encapuchados habían bajado ya por la escalera que, junto al muro norte, daba a las estancias subterráneas. Rodrigo y Toribio caminaron con cuidado y al llegar a los primeros peldaños descendieron con sigilo. Ya en el primer piso del subterráneo, que hacía las veces de bodega y despensa, pasaron entre los barriles y cajas y bajaron con cuidado al siguiente nivel donde, tras un estrecho pasillo abovedado, se accedía a un distribuidor al que se abrían tres celdas. Sólo dos presos permanecían recluidos allí: un estafador detenido por vender falsas reliquias y un ladrón de poca monta. Los ronquidos demostraban que los dos proscritos dormían. Un piquero que había de vigilar cabeceaba apoyado en una silla. Al fondo del pasillo se adivinaba luz bajo un pequeño pero recio portón. Arriaga y Toribio se acercaron y escucharon voces, como un murmullo. Luego comenzó a percibirse algo así como un canto monótono que resultaba ininteligible.
Se miraron el uno al otro, intrigados. ¿Qué sería aquello?
Esperaron un buen rato pero no sacaron nada en claro; sólo reconocieron la voz de Jean y de Gustavo, el hermano procurador. No se entendía lo que decían. ¿Qué harían allí reunidos aquellos cinco individuos?
—Vámonos, Toribio, pueden descubrirnos.
Por el camino de vuelta Arriaga recriminó a su sirviente y amigo sus salidas nocturnas. Le ordenó que no contara nada de aquella reunión secreta ni a Giovanno ni a Tomás. No se fiaba de ellos.
No quiso ser muy duro con Toribio, pues gracias a sus correrías nocturnas había descubierto algo. Se apresuró a llegar cuanto antes al dormitorio para ver qué camas se hallaban vacías. Éstas eran la de Jean, la de Gustavo, la del hermano Roger, la de Beltrán el sodomita y la de Robert Saint Claire, por supuesto.
¿Qué hacían esos cinco reunidos en secreto?
Las siguientes jornadas no fueron agradables para Rodrigo. La misteriosa reunión nocturna que había presenciado junto a Toribio hacía sospechar al novicio que Silvio de Agrigento podía tener razón. ¿Habría algo oscuro en todo aquello? No quiso decírselo a Toribio pero aquel murmullo que habían escuchado le había sonado a una de las lenguas que aprendiera de joven: el hebreo.
Silvio de Agrigento le había dicho que uno de los motivos que los había llevado a elegirlo para aquella misión era que de joven había estudiado la lengua de los judíos.
¿Qué podían estar haciendo unos templarios cantando en hebreo? No se le ocurría una respuesta lógica. ¿Qué hacían aquellos cinco caballeros en el subterráneo y a aquellas horas de la noche? Fuera lo que fuese no debía de ser algo bueno, porque era obvio que se ocultaban. ¿Qué asuntos se trataban allí que no podían ser vistos en las reuniones del capítulo de la encomienda?
Todo aquello dejó en Rodrigo una mala sensación que, para colmo, terminó con unos sucesos que tuvieron lugar una tarde de finales de julio. Robert y él salieron a recoger con unos peones el diezmo correspondiente a la vendimia de las tierras de una conocida familia del pueblo, los Regard. Aprovechando el tedioso proceso del pesaje de la parte que correspondía a la orden, Robert se ausentó para verse con su moza, Clara. Corría la hora sexta y hacía un calor horrible para aquellos lares. Un buen rato después de que se hubiese ausentado Robert, Amaga oyó gritos. Estaba tumbado en un ribazo y casi se había quedado dormido, así que se levantó y acudió al camino principal que cruzaba el pueblo. Vio a tres jóvenes con horquillas y hoces que caminaban hacia la posada. ¿Qué ocurría?
Montó en su caballo y se dirigió hacia allí al trote. Vio de reojo que Toribio y Giovanno le seguían caminando a paso vivo. Al llegar a la posada divisó a más de cuarenta personas aporreando la puerta que estaba cerrada. Al fondo, junto a la entrada de las caballerizas, vio a la moza de Robert, Clara. Llevaba un camisón por única vestimenta y tenía el rostro y las manos manchados de sangre. Alguien la había cubierto con una manta y dos mujeres la consolaban.
—¡Asesino! ¡Asesino! —gritaba la joven fuera de sí.
Los envites de aquellos campesinos fueron creciendo y los goznes de la puerta cedieron. Apareció tras ella Luis, el posadero, el padre de la bella Beatrice, un hombre de pelo canoso y largo y cuerpo orondo. Éste decía:
—¡No! ¡No!
—¡A por ese maldito templario! —gritó alguien haciendo entender a Rodrigo que aquella turba estaba allí para linchar a Robert. A pesar de que no llevaba cota de malla bajo la sobreveste y que no disponía de yelmo ni más arma que su espada, Arriaga embistió a los lugareños con su enorme caballo despejando al instante la puerta.
Alguien comenzó a tirar piedras, descabalgó y entró en la posada. Luis el posadero atravesó un banco en la puerta, atrancándola. Pese a ello, quedó entreabierta.
—¿Qué pasa aquí? —acertó a decir Rodrigo esquivando una piedra que casi le rozó la sien.
—¡Ay, señor Rodrigo! ¡Una desgracia! ¡Una desgracia! ¡En mi casa!
El aspirante a templario observó a Beatrice, que miraba asustada desde la cocina, y le dijo:
—Sal por atrás y vete donde la encomienda, avisa de que vengan a auxiliarnos, ¡rápido!
Mientras la chica se daba la vuelta, un inmenso estruendo hizo que Rodrigo se girase y comprobase que habían derribado la puerta y la bancada que la atrancaba. Espada en mano, se dirigió hacia allí y se encontró con un tipo enorme, barbudo, al que le parecía conocer de algo. Éste intentó golpearle con una tranca pero él, más ágil y entrenado, se agachó y le golpeó en la entrepierna con la guarda de su espada. Cayó como un peso muerto. Luego entraron dos paisanos en tromba. Arriaga frenó con la toledana una horquilla que quedó a apenas tres dedos de su cara, y entonces sacó el cuchillo del cinto con la zurda y largó un zarpazo que hirió en la cara al segundo campesino, que iba armado con un hacha. El pobre posadero lanzó un taburete e hizo retroceder a los nuevos agresores que intentaban entrar en su local. Rodrigo se deshizo del agresor de la horquilla partiendo el mango de ésta de un certero mandoble, y aquél huyó despavorido hacia la cocina.
Entonces se oyeron gritos fuera y aparecieron Toribio y Giovanno en la puerta, con las espadas desenvainadas.
—¡Loado sea Dios! —exclamó Rodrigo—. Esperad ahí y mantenedlos a raya. Beatrice ha ido por refuerzos.
Dicho esto, corrió escaleras arriba y se encaminó al cuarto donde Robert solía verse con su amada. El panorama era desolador. Un lugareño de mediana edad y bien entrado en carnes yacía despanzurrado boca arriba en el lecho. Todo estaba cubierto de sangre. Unos sollozos y una suerte de letanía incomprensible le hicieron asomarse al borde de la cama. Suspiró al ver que Robert estaba vivo. Parecía ido. Tenía las manos en la cara y estaba cubierto enteramente de sangre. En el suelo había un hacha; sin duda, del campesino. Dos pasos más allá estaba la espada de Saint Claire, cubierta de sangre hasta la empuñadura.
—Pero… —acertó a decir el aragonés— Robert, ¿qué has hecho?
El joven levantó la cabeza mirándolo como un loco, se incorporó y corrió hacia la ventana para lanzarse por ella. Rodrigo logró sujetarlo con fuerza, pero Robert comenzó a golpearse la cabeza contra las paredes. Entonces creyó escuchar el pesado trote de los caballos de guerra. ¡Los refuerzos!