El Terror (84 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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Pero no le ha servido de nada.

Debo Recordar que yo soy un simple Cirujano, no un Físico.

Recibí instrucción en Anatomía; soy experto en Cirugía. Los Físicos prescriben; los Cirujanos cortan. Pero estoy haciendo todo lo que puedo con los suministros que me dejaron mis Colegas Muertos.

Lo más Terrible de las últimas horas del Capitán James Fitzjames ha sido que estaba Plenamente Consciente hasta el final: los vómitos, los Calambres, la Pérdida de la Voz y de la capacidad de Tragar, la Parálisis que iba en aumento, y las Terribles Horas Finales en las que sus pulmones fallaban. Yo veía el pánico y el terror en sus ojos. Su Mente estaba Plenamente Viva. Su Cuerpo se estaba Muriendo. El no podía hacer Nada para evitar aquella Tortura, excepto Rogarme con los ojos. Y yo estaba impotente para ayudarle.

A veces, quería Administrarle una dosis letal de Coca pura sólo para poner Fin a sus Sufrimientos, pero mi Juramento Hipocrático y mis creencias Cristianas no me lo permitían.

Por el contrario, salía fuera y lloraba, procurando que ninguno de los Oficiales ni de los Hombres me viera.

El Capitán Fitzjames ha muerto 8 minutos después de las 3 de la tarde de hoy, Martes, Seis de Junio del Año de nuestro Señor Mil Ochocientos Cuarenta y Ocho.

Su tumba ya había sido Excavada. Las Rocas que debían Cubrirla estaban Preparadas y Apiladas. Todos los Hombres que podían estar de pie y vestirse han salido para asistir al Servicio. Muchos de aquellos que habían servido bajo el Capitán Fitzjames los últimos tres años lloraban. Aunque hacía calor hoy, de tres a seis grados por encima de la Congelación, un frío viento se ha levantado desde el Impacable Noroeste y ha congelado muchas lágrimas en las barbas o las mejillas o las pañoletas.

Los pocos marines que quedaban en nuestra Expedición han disparado una andanada al Aire.

Arriba en la colina, desde la Tumba, una perdiz blanca se ha elevado en el aire y ha volado hacia la Banquisa.

Un gran Quejido ha surgido de los hombres. No por el Capitán Fitzjames, sino por la pérdida de la Perdiz para el cocido de esta noche. Cuando los marines han vuelto a cargar sus mosquetes, el pájaro estaba ya a cien metros de distancia y muy lejos de su Alcance. (Y ninguno de aquellos marines podría haberle dado a un ave en el ala a cien metros, aunque estuviesen todos Bien y Calientes.)

Más tarde, hace sólo una hora, el Capitán Crozier se ha asomado a la Tienda de la Enfermería y me ha hecho señas de que saliera afuera al Frío.

—¿Ha sido el Escorbuto lo que ha matado al Capitán Fitzjames? —Ha sido su única pregunta.

Yo he admitido que no pensaba que fuera eso. Había sido algo mucho más Mortal.

—El Capitán Fitzjames pensaba que el mozo que les servía a él y a los otros oficiales desde la muerte de Hoar estaba envenenándole —ha susurrado el capitán—. ¿Es posible tal cosa?

—¿Bridgens? —Lo he dicho demasiado alto. Yo estaba terriblemente conmocionado. Siempre me había gustado aquel viejo Mozo tan Leído.

Crozier ha meneado la cabeza.

—Ha sido Richard Aylmore el que ha servido a los oficiales del
Erebus
las dos últimas semanas. ¿Puede haber sido veneno, doctor Goodsir?

Yo dudaba. Decir que sí significaría, ciertamente, que Aylmore sería fusilado al amanecer. El Mozo de la santabárbara era el hombre que había recibido Cincuenta Latigazos en Enero por su Imprevista participación en el Gran Carnaval Veneciano. Aylmore era también Amigo y Frecuente Confidente del Diminuto y Taimado ayudante del calafatero del
Terror.
Aylmore, todos lo sabíamos, tenía un alma mezquina y resentida.

—Puede haber sido veneno —le he dicho a Crozier, no hace ni media hora—. Pero no necesariamente un veneno Administrado Deliberadamente.

—¿Y qué significa eso? —ha preguntado Crozier. El único capitán que nos queda parecía esta noche tan cansado que su piel blanca resplandecía a la luz de las estrellas.

Yo he dicho entonces:

—Quiero decir que los Oficiales han estado tomando las Raciones Más Grandes de las últimas Comidas Enlatadas Goldner que nos hemos traído. A veces hay un veneno paralizante Inexplicable pero Mortal en las comidas que se han puesto malas. Nadie lo comprende. Quizá sea algún Animalículo microscópico que no podemos Percibir con nuestras Lentes.

Crozier ha suspirado.

—¿No habrían olido mal las comidas enlatadas, si hubieran estado podridas?

Yo he negado con la cabeza y he cogido la manga del abrigo del capitán para recalcar más mi idea.

—No. Eso es lo más Terrible de ese Veneno que Paraliza primero la voz y luego el cuerpo entero. No se puede Ver ni Gustar. Es la Muerte invisible en sí misma.

Crozier se ha quedado pensando un largo rato.

—Ordenaré que todo el mundo deje de comer comidas enlatadas durante tres semanas —dijo al fin—. Con lo que queda de buey salado podrido y las escuálidas galletas debemos tener para todos, de momento. Lo comeremos frío.

—A los Hombres y oficiales no les gustará nada esto —he susurrado—. Las sopas y verduras en lata están más cerca que Nada de una Comida Caliente, en esta Marcha. Pueden Amotinarse si hay Más Privaciones con estas condiciones tan Duras.

Crozier ha sonreído, entonces. Era una imagen extrañamente escalofriante.

—Entonces no haré que todos dejen la comida enlatada —ha susurrado—. El Mozo de la santabárbara Aylmore continuará comiendo... de las mismas latas que ha servido a James Fitzjames. Buenas noches, Doctor Goodsir.

Yo he vuelto entonces a la Tienda de Enfermería, a atender a los enfermos que dormían, y me he metido en el Saco de Dormir con mi Escritorio Portátil de caoba en las rodillas.

Mi escritura es Difícil de leer en esta Página porque estoy Temblando. Y no sólo de Frío.

Cada vez que creo que Conozco a uno de estos hombres u Oficiales, averiguo que estoy equivocado. Un Millón de años de Progreso Medicinal en el Hombre nunca revelarán la Condición secreta y los Compartimentos sellados del Alma Humana.

Partiremos antes del Amanecer, mañana. Sospecho que no habrá más paradas como el lujo de estos Dos Días en la Cala del Consuelo.

45

Blanky

Lat. desconocida — Long. desconocida

18 de junio de 1848

Cuando la tercera y última pierna de Tom Blanky acabó por romperse, supo que aquello significaba el final.

Su primera pierna nueva daba gusto verla. Moldeada y tallada por el señor Honey, el competente carpintero del
Terror,
estaba formada de una sola pieza de sólido roble inglés. Era una obra de arte, y Blanky disfrutaba enseñándola. El patrón del hielo iba andando por alrededor del barco con su pata de palo como un jovial pirata, pero cuando Blanky tenía que salir al hielo, unía a la punta de la pata de palo un pie de madera perfectamente formado que se introducía en un hueco. El pie tenía mil clavos y tornillos en la suela, mejor para la tracción en el hielo que las tachuelas de las botas de invierno de los hombres, y el hombre con una sola pierna, aunque no podía tirar de los arneses, había sido capaz de mantener el paso durante su transferencia al campamento
Terror
desde el buque abandonado, y luego en el largo recorrido hacia el sur y ahora al este.

Pero ya no.

La primera pierna se había roto justo por debajo de la rodilla diecinueve días después de abandonar el campamento
Terror
, no mucho después de enterrar al pobre Pilkington y a Harry Le Vesconte.

Aquel día, Tom Blanky y el señor Honey, al cual se excusó de tirar del arnés, se subieron en una pinaza atada con correas a un trineo del que tiraban veinte hombres, mientras el carpintero le tallaba una nueva pierna y un pie al patrón del hielo con la madera de un remo sobrante.

Blanky no estaba seguro de si debía llevar o no el pie cuando iba avanzando con la procesión de botes y los hombres que juraban y juraban. Cuando finalmente se aventuraron a salir fuera, al mar de hielo, como hicieron los primeros días al cruzar la ensenada congelada, al sur del campamento
Terror
y de nuevo en la bahía de la Foca, y una vez más en la ancha bahía al norte del punto donde enterraron a Le Vesconte, el pie con sus tornillos y clavos hacía maravillas sobre el hielo. Pero la mayor parte de su marcha hacia el sur y luego al oeste y luego en torno al amplio cabo y ahora de vuelta al este de nuevo la hacían por tierra.

Cuando la nieve y el hielo de las rocas empezaba a fundirse, y se estaba fundiendo con rapidez aquel verano, que era mucho más cálido que el verano perdido de 1847, la forma ovoide del pie de madera de Tom Blanky resbalaba en las rocas, se metía en las grietas del hielo o se salía de su hueco con cualquier torsión inoportuna.

Cuando salieron al hielo, Blanky intentó mostrar solidaridad con sus compañeros yendo todo el rato con los que tiraban de los arneses, y haciendo ambos viajes de ida y vuelta con los hombres esforzados y sudorosos, llevando los pequeños artículos que podía, y ocasionalmente ofreciéndose voluntario para meterse en el arnés de algún hombre exhausto. Pero todo el mundo sabía que no podía ni siquiera con su propio peso.

Hacia la sexta semana y unos setenta y cinco kilómetros más allá, en la cala del Consuelo donde había muerto tan terriblemente el pobre capitán Fitzjames, Blanky ya iba por la tercera pierna, una sustituta mucho más pobre y débil que la segunda, e intentaba virilmente cojear sobre su pata de palo por las rocas, las corrientes y el agua, aunque ya no hacía el viaje de vuelta para la odiosa segunda etapa, por las tardes.

Tom Blanky se dio cuenta de que se había convertido en un peso muerto para los exhaustos y enfermos supervivientes, —ahora ya sólo noventa y cinco, sin incluir a Blanky—, que debían arrastrar con ellos hacia el sur.

Lo que mantenía en marcha a Blanky, aun cuando su tercera pierna empezó a astillarse, y sabiendo que no quedaban ya remos extra para improvisar una cuarta, era su creciente esperanza de que sus habilidades como patrón del hielo fueran necesarias cuando cogiesen los botes.

Pero mientras la capa de hielo encima de las rocas y la costa yerma se fundían durante el día, a veces incluso llegando a una temperatura de cuatro grados, según el teniente Little, la banquisa más allá de los icebergs costeros no mostraba señal alguna de ruptura. Blanky intentó tener paciencia. Sabía mejor que cualquier otro hombre de la expedición que el mar de hielo en aquellas latitudes quizá no mostrase canales abiertos, incluso en un verano «más normal» que aquél, hasta mediados de julio o más tarde incluso.

Sin embargo, no era sólo su utilidad lo que estaba decidiendo el hielo, sino su propia supervivencia. Si cogían los botes pronto, puede que viviera. No necesitaba la pierna para viajar en bote. Crozier había designado hacía tiempo a Thomas Blanky como patrón de su propia pinaza, al mando de ocho hombres, y una vez el patrón del hielo estuviera de nuevo en el mar, sobreviviría. Con mucha suerte, podían navegar con su flota de diez pequeños botes astillados y llenos de boquetes justo hasta la boca del río del Gran Pez de Back, hacer una pausa en la boca para aparejar de nuevo las embarcaciones para la navegación fluvial y, sólo con una ligera ayuda de los vientos del noroeste y los hombres a los remos, subir rápidamente corriente arriba. El transporte por tierra, como sabía muy bien Blanky, sería duro, especialmente para él, porque no podía apoyar apenas peso en su frágil tercera pierna, pero aquello sería un verdadero caramelo, después de la pesadilla de los arneses de las últimas ocho semanas.

Si duraba hasta que cogieran los botes, Thomas Blanky viviría.

Pero Blanky tenía un secreto que hacía que hasta su personalidad optimista vacilara: la criatura del hielo, el
Terror
mismo, iba tras él.

Lo habían avistado cada día o cada dos días, más o menos, a medida que la extenuante procesión de hombres iba rodeando el gran cabo y daba la vuelta hacia el este de nuevo, a lo largo de la costa, todos los días a primera hora de la tarde, cuando volvían a arrastrar los cinco botes que habían dejado atrás, cada anochecer, más o menos hacia las once de la noche, al derrumbarse en sus húmedas tiendas Holland para dormir unas cuantas horas.

La cosa todavía los acechaba. A veces, los oficiales la veían por sus catalejos al mirar hacia el mar. Ni Crozier, ni Little, ni Hodgson ni ninguno de los pocos oficiales que quedaban decía nunca a los hombres que tiraban de los arneses que habían visto a la bestia, pero Blanky, que tenía más tiempo que la mayoría para observar y pensar, los veía hablar en voz baja y lo sabía.

Otras veces, los que arrastraban los últimos botes podían ver claramente a la bestia, a simple vista y sin aparato alguno. A veces estaba detrás de ellos, a kilómetro y medio o menos, como una manchita negra ante el hielo blanco o una manchita blanca ante la roca negra.

«Es sólo uno de esos osos polares», le había dicho James Reid, el patrón del hielo del
Erebus,
de barba pelirroja, uno de los mejores amigos de Blanky ahora mismo. «Te comen si pueden, pero en general son bastante inofensivos. Las balas los matan. Esperemos que se acerque. Necesitamos algo de carne fresca.»

Pero Blanky sabía en aquel momento que no era uno de esos osos blancos que mataban para tener carne fresca de vez en cuando. Era «aquello», y aunque todos los hombres de la llamada Larga Marcha lo temían, especialmente de noche o, más bien, durante las dos horas de penumbra que pasaban ahora por noche, sólo Thomas Blanky sabía que primero vendría a por él.

La marcha se había cobrado su peaje para todo el mundo, pero para Blanky era una agonía constante: no por el escorbuto, que parecía afectarle menos que a la mayoría, sino por el dolor en el muñón de la pierna que le había arrancado la cosa. Caminar sobre el hielo y las rocas de la costa era tan difícil para él que a media mañana de cada día de dieciséis o dieciocho horas de marcha el muñón empezaba a chorrear sangre por la prótesis de madera y el arnés de cuero que la mantenía sujeta. La sangre empapaba sus gruesos pantalones de lona y corría por su pierna de madera hasta abajo, dejando un rastro oscuro tras él. También empapaba sus ropas hacia arriba, la ropa interior, los pantalones y la camisa.

Durante las primeras semanas de marcha, mientras todavía hacía frío, era una bendición que la sangre se congelase. Pero ahora, con ese calor tropical de los días de temperaturas más altas, algunas incluso por encima de la congelación, Blanky sangraba como un cerdo en el matadero.

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