El tercer gemelo (60 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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—No te preocupes —continuó Jeannie—. Ignora por completo que estemos ya encima de él. Pero no has oído lo mejor. ¿A quién más conocemos que se llame Jones?

«¿Digo "Berrington"? ¿Se le ocurriría a Steve decirlo?»

—Es un apellido muy corriente...

—¡Berrington, desde luego! ¡Creo que Harvey se ha criado como hijo de Berrington!

«Se supone que debo mostrarme sorprendido.»

—¡Increíble! —exclamó Harvey.

«¿Qué rayos he de hacer ahora? Tal vez papá tenga alguna idea. He de contarle todo esto. Necesito una excusa para llamarle por teléfono.

Jeannie le tocó la mano.

—¡Eh, mírate las uñas!

«Joder, ¿qué pasa ahora?»

—¿Qué tienen de malo?

—¡Te crecen rápido! Cuando saliste de la cárcel estaban rotas y como dientes de sierra. ¡Ahora las tienes largas!

—Todo se me cura enseguida. Jeannie le dio la vuelta a la mano y le lamió la palma.

—Hoy estás caliente —comentó Harvey.

—¡Oh, Dios! Me paso de insinuante, ¿verdad? —Otros hombres le habían dicho lo mismo. Desde que llegó, Steve estuvo frío y reservado, y ella comprendía ahora el motivo—. Sé por qué lo dices. Toda la semana pasada te estuve dando largas y ahora tienes la sensación de que trato de devorarte para cenar.

El asintió.

—Sí, más o menos.

—Simplemente es que soy así. Una vez me decido por un hombre, voy al grano y a por todas. —Dio un bote y saltó fuera del sofá—. De acuerdo, daré marcha atrás. —Se fue a la cocina y cogió una sartén. Era tan grande y pesada que necesitó las dos manos para levantarla—. Ayer compré comida para ti. ¿Estás hambriento? —La sartén tenía cierta cantidad de polvo, Jeannie no cocinaba mucho, y la limpió con un paño de cocina—. ¿Te apetecen unos huevos?

—En realidad, no. Pero, cuéntame, ¿fuiste punki?

Jeannie dejó la sartén.

—Sí, durante una temporadita. Ropa rota y deshilachada, pelo verde.

—¿Drogas?

—Solía darle a las anfetas en el colegio, cuando tenía dinero.

—¿Qué partes de tu cuerpo te perforaste?

Jeannie se estremeció al recordar de pronto el encarte que tenía Harvey Jones en la pared, el desnudo de mujer con el vello púbico afeitado y un aro atravesándole los labios de la vagina.

—Sólo la nariz —dijo—. Dejé lo punki por el tenis cuando tenía quince años.

—Conocí una chica que tenía un aro en el pezón.

Los celos picaron a Jeannie.

—¿Te acostaste con ella?

—Claro.

—Cabrito.

—Venga ya, ¿creías que era virgen?

—¡No me pidas que sea racional!

El muchacho alzó las manos en ademán defensivo.

—Vale, no te lo pediré.

—Aún no me has dicho que ha pasado con tu padre. ¿Lo pusieron en libertad?

—¿Porqué no llamo a casa y nos enteramos de las últimas noticias? Si le oía marcar un número de siete cifras, se daría cuenta de que estaba haciendo una llamada urbana, cuando su padre, Berrington, había mencionado que Steve Logan vivía en Washington, D.C. Mantuvo la horquilla baja, apretándola, en tanto marcaba tres cifras al azar, como si fueran las del prefijo, después soltó la horquilla y marcó el número de su padre.

Berrington contestó y Harvey dijo:

—Hola, mamá. Apretó con fuerza el auricular, mientras confiaba en que su padre no dijese: «¿Quién es? Se ha equivocado de número». Pero su padre se hizo cargo instantáneamente de la situación.

—¿Estás con Jeannie?

«Bien hecho, papá.»

—Sí, te llamo para saber si papá ha salido ya de la cárcel.

—El coronel Logan sigue arrestado, pero no está en la cárcel. Lo retiene la policía militar.

—Malo, esperaba que lo hubiesen liberado ya.

Vacilante, el padre preguntó:

—¿Puedes decirme... algo?

A Harvey no dejaba un segundo de atormentarle la tentación de mirar a Jeannie y comprobar si se estaba tragando su comedia. Pero comprendía que tal mirada le iba a revestir de un aire de culpabilidad que a ella no le pasaría inadvertido, de modo que se obligó a seguir con la vista fija en la pared.

—Jeannie ha hecho maravillas, mamá. Ha descubierto al verdadero violador. —Se esforzó con toda el alma en infundir a su voz un tono complacido—. Se llama Harvey Jones. En este momento estamos esperando que un detective la llame para darle la noticia.

—¡Jesús! ¡Eso es espantoso!

—Sí, lo que se dice formidable de verdad.

«¡No seas tan irónico, estúpido!»

—Al menos estamos prevenidos. ¿Puedes impedir que hable con la policía?

—Creo que tendré que hacerlo.

—¿Qué hay respecto a la Genético? ¿Tiene algún plan para hacer público lo que ha averiguado acerca de nosotros?

—Aún no lo sé. «Déjame colgar antes de que se me escape algo que me delate.»

—Has de enterarte como sea. Eso también es importante.

—¡Está bien! Vale. Bueno, confío en que papá salga pronto. Llámame si se produce alguna novedad.

—¿Es seguro?

—No tienes más que preguntar por Steve. Se echó a reír como si hubiera hecho un chiste.

—Jeannie podría reconocer mi voz. Pero puedo decirle a Preston que haga él la llamada.

—Exacto.

—Muy bien.

—Adiós.

Harvey colgó.

—Debo llamar otra vez a la policía —dijo Jeannie—. Quizá no se hayan percatado de lo urgente que es esto.

Cogió el teléfono.

Harvey comprendió que iba a tener que matarla.

—Pero antes dame un beso —pidió la muchacha.

Se deslizó entre sus brazos, apoyada la espalda en el mostrador de la cocina. Abrió la boca para acoger el beso de Steve. Él le acarició el costado.

—Bonito jersey —murmuró, y su enorme manaza se cerró sobre el seno de Jeannie.

La inmediata respuesta del pezón fue ponerse rígido, pero Jeannie no sintió todo el deleite que esperaba. Trató de relajarse y disfrutar de un momento con el que llevaba tiempo soñando. Steve introdujo las manos por debajo del jersey de Jeannie, que arqueó ligeramente la espalda mientras él tomaba ambos pechos. Como siempre, Jeannie se sintió incómoda durante unos segundos, temerosa de que decepcionaran al muchacho. A todos los hombres con los que se había acostado les encantaron sus pechos, pero Jeannie seguía albergando la idea de que eran demasiado pequeños. Al igual que los otros, Steve no manifestó el menor indicio de insatisfacción. Le levantó el jersey, agachó la cabeza sobre los pechos y empezó a chupar los pezones.

Jeannie bajó la mirada sobre él. La primera vez que un chico le hizo aquello, Jeannie pensó que era absurdo, una regresión a la infancia. Pero pronto empezó a encontrarle el gusto e incluso disfrutaba haciéndoselo al hombre. Ahora, sin embargo, no funcionaba. El cuerpo respondía al estímulo, pero una especie de duda incordiaba desde un punto recóndito del cerebro y le impedía concentrarse en el placer. Se sentía molesta consigo misma. «Ayer lo estropeé todo al portarme como una paranoica, ahora no voy a repetir el número otra vez.»

Steve percibió su desasosiego. Se enderezó y dijo:

—No estás cómoda. Vamos a sentarnos en el sofá.

Dando por supuesta la conformidad de Jeannie, se sentó. Ella le imitó. Steve se alisó las cejas con la yema del dedo índice y alargó la mano hacia Jeannie.

Ella retrocedió bruscamente.

—¿Qué pasa? —se extrañó Steve.

«¡No! ¡No es posible!»

—Tú... tú..., eso que has hecho... con la ceja.

—¿Qué hice?

Saltó fuera del sofá como impulsada por un resorte.

—¡Miserable! —gritó Jeannie—. ¿Cómo te atreves?...

—¿Qué coño está pasando? —protestó el muchacho, pero su simulación carecía de firmeza.

Por la expresión de su rostro, Jeannie comprendió que sabía perfectamente lo que pasaba.

—¡Fuera de mi casa! —chilló.

Él trató de mantener el tipo.

—¿Primero te deshaces en carantoñas y ahora te pones así?

—Sé quién eres, hijo de puta. ¡Eres Harvey!

Dejó de fingir.

—¿Cómo lo supiste?

—Te alisaste la ceja con la yema del dedo, exactamente igual que Berrington.

—Bueno, ¿qué importa? —dijo Harvey, y se puso en pie—. Puesto que somos idénticos, puedes imaginar que soy Steve.

—¡Fuera, vete de aquí a tomar por...!

Harvey se tocó la bragueta, para señalar la erección.

—Ahora que hemos llegado tan lejos, no me voy a largar con este calentón de huevos.

«¡Oh, santo Dios, estoy en un grave aprieto! Este tipo es un animal.

—¡No te acerques!

Harvey avanzó hacia ella, sonriente.

—Voy a arrancarte esos vaqueros tan ajustados que llevas y a echar un vistazo a lo que hay debajo.

Jeannie recordó a Mish diciendo que los violadores disfrutan con el miedo de las víctimas.

—No me asustas —afirmó, tratando de que su voz sonara tranquila. «Pero si me tocas, juro que te mataré.»

Harvey actuó con aterradora rapidez. La cogió como un rayo, la levantó en vilo y la arrojó contra el suelo.

Sonó el teléfono.

Jeannie gritó:

—¡Socorro! ¡Señor Oliver! ¡Socorro!

Harvey cogió el paño de encima del mostrador de la cocina y se lo metió sin contemplaciones en la boca, magullándole los labios. Amordazada, Jeannie empezó a toser. Harvey le sujetó las muñecas para impedirle quitarse el paño de la boca. Ella intentó expulsarlo con la lengua, pero no podía, era demasiado grande. ¿Habría oído el señor Oliver su grito? Era viejo y solía tener muy alto el volumen del televisor.

El teléfono seguía repicando.

Harvey enganchó la mano en la cintura del vaquero. Jeannie se retorció para zafarse. Él le sacudió un bofetón con tal violencia que le hizo ver las estrellas. Mientras Jeannie permanecía aturdida, Harvey le soltó las muñecas y le quitó los pantalones y las bragas.

—¡Joder, que peludo! —ponderó.

Jeannie se quitó el paño de cocina de la boca y chilló:

 —¡Socorro, ayúdenme, socorro!

Harvey le tapó la boca con su manaza, sofocando los gritos, y se dejó caer sobre ella. Jeannie se quedó sin aliento. Durante unos segundos estuvo impotente, bregando por aspirar algo de aire. Los nudillos de Harvey le hicieron daño en los muslos mientras la mano del violador forcejeaba torpemente con la bragueta. El empezó luego a removerse encima de ella, a la búsqueda de la vía de acceso. Jeannie se contorsionó a la desesperada, intentando zafarse, pero él pesaba demasiado.

El teléfono continuaba sonando. Y entonces se le unió también el timbre de la puerta de la calle. Harvey no se detuvo.

Jeannie abrió la boca. Los dedos de Harvey se deslizaron entre sus dientes. La muchacha mordió con fuerza, con toda la fuerza que pudo, mientras se decía que no le importaría romperse los dientes sobre los huesos del agresor. Una ráfaga de sangre cálida chorreó en su boca y oyó a Harvey soltar un alarido de dolor a la vez que retiraba la mano.

El timbre de la puerta volvió a sonar, prolongada e insistentemente.

Jeannie escupió la sangre de Harvey y gritó de nuevo:

—¡Socorro! —a pleno pulmón—. ¡Socorro, socorro, socorro! ¡Qué alguien me ayude!

Escaleras abajo resonó un golpe estruendoso, seguido de otro y, a continuación, el chasquido de madera que se astilla.

Harvey se puso en pie y se agarró la mano herida.

Jeannie rodó sobre sí misma, se levantó y retrocedió tres pasos, apartándose de él.

Se abrió de golpe la puerta del apartamento. Harvey giró en redondo, quedando de espaldas a Jeannie.

Steve irrumpió en la estancia.

Steve y Harvey se quedaron mirándose el uno al otro, durante un congelado instante de estupefacción. Eran exactamente iguales. ¿Qué ocurriría si se enzarzasen en una pelea? Tenían el mismo peso, estatura, fortaleza y perfección física. Un combate entre ellos podía durar eternamente.

Movida por un impulso instintivo, Jeannie cogió la sartén con ambas manos. Imaginó que se disponía a aplicar un pelotazo cruzado con su famoso revés a dos manos, apoyó todo el peso del cuerpo en la pierna adelantada, coordinó las muñecas y volteó en el aire, con todas sus fuerzas, la pesada sartén.

Alcanzó a Harvey en la parte posterior de la cabeza, en la coronilla.

El golpe produjo un ruido sordo, repulsivo. A Harvey parecieron reblandecérsele las piernas. Cayó de rodillas, balanceante. Como si se precipitara hacia la red para coronar la jugada con una volea, Jeannie levantó la sartén al máximo, enarbolada en la mano derecha, y la abatió violentamente sobre la cabeza de Harvey. Este puso los ojos en blanco, se desplomó de bruces y se estrelló contra el piso.

—Vaya —dijo Steve—, me alegro de que no te equivocaras de gemelo.

Jeannie empezó a temblar. Dejó caer la sartén y se sentó en un taburete de la cocina. Steve la rodeó con sus brazos.

—Se acabó —dijo.

—No, no se ha acabado —replicó ella—. No ha hecho más que empezar.

El teléfono aún seguía sonando.

57

—Lo dejaste fuera de combate «comentó Steve» ¿Quién es ese cabrón?

—Harvey Jones— respondió Jeannie —Hijo de Berrington Jones.

Steve se quedó de piedra.

—¿Berrington crió a uno de los ocho clones como hijo suyo? Vaya, que me aspen.

Jeannie contempló la inconsciente figura tendida en el suelo.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Para empezar, ¿por qué no contestas el teléfono?

Automáticamente, Jeannie descolgó. Era Lisa.

—Casi me ocurrió a mí también lo que a ti— dijo Jeannie sin preámbulos.

—¡Oh no!

—El mismo individuo.

—¡No puedo creerlo? ¿Me dejo caer por tu casa ahora?

—Gracias, me gustaría.

Jeannie colgó. Le dolía todo el cuerpo a causa del impacto cuando Harvey la lanzó contra el suelo y le escocía la boca en los puntos donde le había rozado el paño metido a la fuerza. Aún tenía el sabor de la sangre de Harvey. Llenó un vaso de agua, se enjuagó la boca y lo escupió en el fregadero.

—Estamos en un punto muy peligroso, Steve, La gente con la que nos enfrentamos tiene amigos muy influyentes.

—Ya lo sé.

—Es posible que intenten matarnos.

—A mí me lo dices.

La idea hizo que a Jeannie le costara trabajo pensar. Se dijo que no debía permitir que el miedo la paralizase.

—¿Crees que si prometo no contar a nadie lo que sé, tal vez me dejen en paz?

Steve reflexionó un instante y luego propuso:

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