El tercer gemelo (45 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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Pero esa no era la verdad. Eso era todo lo que tenía para él. Jeannie estaba en lo cierto. Era cuestión de demostrarlo.

—¿Tiene alguna pregunta, señor Logan? —dijo Jack Budgen.

—Desde luego —repuso Steve. Hizo una pausa para ordenar sus ideas.

Aquella era su fantasía. No estaba en una sala de tribunal, ni siquiera era abogado, pero estaba defendiendo a una persona desvalida frente a la injusticia de una institución poderosa. Lo tenía todo en contra, pero la verdad estaba de su parte. Era lo que había soñado.

Se puso en pie y miró a Berrington con dureza. Si la teoría de Jeannie era cierta, el hombre tenía que sentirse extraño en aquella situación. Debía de ser como el doctor Frankenstein interrogado por su propio monstruo. Steve deseaba jugar un poco con eso, sacudir la compostura de Berrington, antes de empezar a hacerle las preguntas materiales.

—Usted me conoce, ¿verdad, profesor? —dijo Steve.

Berrington pareció alarmarse un poco.

—Ah... creo que nos vimos el lunes, sí.

—Y lo sabe todo acerca de mí.

—No..., no acabo de entenderle.

—En el laboratorio me sometieron durante un día completo a toda clase de pruebas, así que posee usted una gran cantidad de información sobre mí.

—Ahora sé adónde quiere ir a parar, sí. El desconcierto había tomado carta de naturaleza en Berrington.

Steve se situó detrás de la silla de Jeannie, para que todos pudieran verla. Era mucho más difícil pensar mal de alguien que le devuelve a uno la mirada con expresión abierta y sin miedo.

—Profesor, permítame empezar con la primera declaración que ha hecho, según la cual acudió en busca de consejo jurídico tras su conversación el lunes con la doctora Ferrami.

—Sí.

—¿De veras no había visto a ningún abogado?

—No, los acontecimientos me rebasaron.

—¿No concertó ninguna cita con un abogado?

—No tuve tiempo...

—En los dos días que transcurrieron entre su conversación con la doctora Ferrami y el doctor Obell referente al New York Times, ¿ni siquiera indicó a su secretaria que concertase una cita con un abogado?

—No.

—¿Ni preguntó a nadie o habló con sus colegas, para que le sugiriesen el nombre de un jurisconsulto apropiado?

—No.

—En realidad, esta afirmación no está usted en condiciones de autentificarla.

Berrington sonrió pleno de confianza.

—Sin embargo, tengo fama de hombre honesto.

—La doctora Ferrami recuerda la conversación con toda claridad.

—Bueno.

—Dice que usted no hizo mención alguna a problemas legales ni a cuestiones de privacidad; lo único que a usted le preocupaba era el funcionamiento del programa de búsqueda.

—Quizá se le ha olvidado.

—O quizás es la memoria de usted la que se equivoca. —Steve se dio cuenta de que se había apuntado aquel tanto y cambio súbitamente de rumbo—. La reportera del New York Times, la señora Freelander, ¿dijo cómo llegó a su conocimiento el trabajo de la doctora Ferrami?

—Si lo hizo, el doctor Obell no me lo mencionó.

—De modo que usted no lo preguntó.

—No.

—¿No se le ocurrió preguntarse cómo pudo enterarse la periodista del asunto?

—Supongo que di por supuesto que los reporteros tienen sus fuentes.

—Puesto que la doctora Ferrami no ha publicado nada acerca de este proyecto, la fuente tiene que haber sido algún particular.

Berrington vaciló y lanzó una mirada a Quinn, en petición de ayuda. Quinn se puso en pie.

—Señor —se dirigió a Jack Budgen—, al testigo no se le puede pedir que haga especulaciones.

Budgen asintió.

—Pero esta es una audiencia no oficial... —dijo Steve—, no tenemos por qué ceñirnos estrictamente a los rígidos procedimientos de una sala de Justicia.

Jane Edelsborough habló por primera vez:

—A mí me parecen interesantes y pertinentes esas preguntas Jack.

Berrington la obsequió con una mirada siniestra y la mujer ejecutó un leve encogimiento de hombros en plan de excusa. Fue un intercambio íntimo y Steve se preguntó qué relación existiría entre ellos.

Budgen aguardó, tal vez con la esperanza de que algún otro miembro de la comisión manifestase un punto de vista contrario y le facilitara una toma de decisión como presidente; pero nadie pronunció palabra.

—Muy bien —articuló tras la pausa—. Continúe, señor Logan.

A duras penas podía creer Steve que estaba ganando su primera querella jurídica. A los profesores no les hacía ninguna gracia que un aspirante a abogado les dijese que sistema de interrogatorio era o no era legítimo. La tensión le había secado la garganta. Con mano temblorosa, se sirvió un vaso de agua de la jarra de cristal a su disposición.

Bebió un sorbo, se encaró de nuevo con Berrington y dijo: —La señora Freelander tenía un conocimiento algo más que general del trabajo de la doctora Ferrami, ¿no es cierto?

—Sí.

—Sabía exactamente cómo, mediante la exploración de bases de datos, localizaba la doctora Ferrami gemelos que se hubiesen criado por separado. Se trata de una técnica nueva, ideada y desarrollada por la doctora Ferrami y que sólo conoce usted y unos pocos colegas más del departamento de Psicología.

—Si usted lo dice...

—Por ello, todo parece indicar que la información procedió del departamento, ¿no?

—Es posible.

—¿Qué motivo podría tener un colega suyo para crear publicidad negativa para la doctora Ferrami y su tarea?

—Realmente no podría decírselo.

—Pero parece que es obra de un rival innoble y tal vez envidioso ¿no cree?

—Quizás.

Steve asintió, satisfecho. Se daba cuenta de que estaba entrando a buen ritmo en el meollo del asunto. Empezó a tener la sensación de que podía ganar el caso, a pesar de todo.

No empieces a regalarte el ego, se aconsejó. Ganar algún punto que otro no es ganar el caso.

—Vayamos a la segunda aseveración que hizo usted. Cuando el señor Quinn le preguntó si personas ajenas a la universidad le hicieron comentarios sobre la historia publicada en el periódico, usted respondió: «Ciertamente» ¿Se mantiene usted en esa declaración?

—Sí.

—Exactamente, ¿cuántas llamadas telefónicas recibió usted de donantes, aparte de la de Preston Barck?

—Bien, hablé con Herb Abrahams...

Steve adivinó que no sabía por dónde iba. Trataba de disimular.

—Perdone que le interrumpa, profesor. —Berrington pareció sorprendido, pero dejó de hablar—. ¿Le llamó el señor Abrahams o viceversa?

—Ejem, creo que fui yo quien le llamó a él.

—Volveremos sobre eso dentro de un momento. Primero, díganos cuántos benefactores importantes le llamaron a usted para manifestarle su preocupación por las alegaciones del New York Times.

Fue evidente que Berrington empezaba a ponerse nervioso.

—No estoy seguro de que me llamara nadie para hablarme específicamente de eso.

—¿Cuántas llamadas recibió de estudiantes potenciales?

—Ninguna.

—¿Le llamó alguien para hablarle del artículo?

—Me parece que no.

—¿Recibió usted correspondencia tratando del tema?

—Aún no.

—No parece que se haya armado mucho escándalo, pues.

—No creo que pueda usted sacar esa conclusión.

Era una respuesta muy poco convincente y Steve hizo una pausa para que calase bien. Berrington parecía incómodo. La comisión se mantenía alerta, pendiente de cada detalle de aquella contienda dialéctica. Steve miró a Jeannie. La esperanza había iluminado el rostro de la muchacha.

Steve continuó:

—Hablemos de la única llamada telefónica que recibió usted, de Preston Barck, presidente de la Genético. La presentó usted como si se tratara de la llamada de un donante preocupado por el modo en que se empleaba su dinero, pero el señor Preston Barck es algo más que eso, ¿no es cierto? ¿Cuándo lo conoció usted?

—Durante mi estancia en Harvard, hace cuarenta años.

—Debe de ser uno de sus amigos más antiguos.

—Sí.

—Y es también su socio comercial.

—Sí.

—La compañía está en proceso de traspaso a la Landsmann, una corporación farmacéutica alemana que va a tomar posesión de ella.

—Sí.

—Sin duda, el señor Barck obtendrá un montón de dinero como resultado de esa venta.

—Sin duda.

—¿Cuánto?

—Creo que eso es confidencial.

Steve optó por no presionar más respecto a la suma. La resistencia a dar la cifra ya le resultaba bastante perjudicial a Berrington.

—Otro amigo suyo también va a hacer su agosto: el senador Proust. Según la noticia publicada hoy, va a utilizar su parte para financiarse una campaña presidencial en las próximas elecciones.

—No he visto las noticias de la mañana.

—Pero Jim Proust es amigo suyo, ¿verdad? Debe de estar enterado de que se presenta como candidato a la presidencia.

—Creo que todo el mundo sabía que estaba pensando en ello.

—¿Usted también va a obtener dinero de esa venta?

—Sí.

Steve se apartó de Jeannie y fue hacia Berrington, de forma que todos los ojos se clavasen en él.

—Así que es usted accionista, no sólo consejero.

—Es bastante corriente ser ambas cosas.

—Profesor, ¿cuánto sacará usted de esa operación?

—Opino que eso es privado.

Steve no estaba dispuesto a dejar que esa vez se saliera con la suya.

—Sea como fuere, la cantidad que se va a pagar por la compañía es de ciento ochenta millones de dólares, según el The Wall Street Journal.

—Sí.

—Ciento ochenta millones de dólares —repitió Steve la cifra. Dejó pasar unos segundos, el tiempo suficiente para que se creara un silencio preñado de sugerencias. Era una cantidad que los profesores jamás verían, y deseaba dar a los miembros de la comisión la idea de que Berrington no era uno de ellos, sino un ser de un género completamente distinto—. Usted es una de las tres personas que se repartirán ciento ochenta millones de dólares.

Berrington asintió con la cabeza.

—De forma que tenía usted un motivo inmenso para ponerse nervioso al enterarse de lo que decía el artículo del New York Times. Su amigo Preston vende la empresa, su amigo Jim se presenta para presidente y usted está a punto de hacer una fortuna. ¿Está seguro de que la reputación de la Jones Falls era lo que tenía en la cabeza cuando despidió a la doctora Ferrami? ¿O eran las otras preocupaciones? Sea franco, profesor... se dejó dominar por el pánico.

—Desde luego yo...

—Leyó un artículo periodístico hostil, imaginó que la operación de venta se desvanecía en el aire y reaccionó precipitadamente. Dejó que el New York Times le asustara y reaccionó precipitadamente.

—Hace falta algo más que el New York Times para asustarme a mí, joven. Actué rápida y decididamente, pero no precipitadamente.

—No hizo el menor intento de descubrir la fuente de información del periódico.

—No.

—¿Cuántos días dedicó usted a investigar la verdad o, por otra parte, las alegaciones del reportaje?

—No llevó mucho tiempo...

—¿Horas más que días?

—Sí...

—¿O realmente transcurrió menos de una hora antes de que tuviese aprobada la nota de prensa comunicando que se había cancelado el programa de la doctora Ferrami?

—Estoy completamente seguro de que se tardó más de una hora.

Steve se encogió de hombros enfáticamente.

—Seamos generosos y pongamos dos horas. ¿Ese espacio de tiempo era suficiente? —Se volvió y señaló a Jeannie con un ademán, a fin de que todos la miraran—. ¿Tras dos horas decidió usted arrojar por la borda el programa de investigación de una joven científica?

—El dolor era visible en el rostro de Jeannie.

Steve sintió un angustioso ramalazo de compasión por ella. Pero tenía que jugar con los sentimientos y las emociones de la muchacha, por el bien de Jeannie. Hurgó en la herida con el cuchillo—. ¿En dos horas averiguó usted lo suficiente para adoptar la decisión de destruir el trabajo de años? ¿Lo suficiente como para poner fin a una carrera prometedora? ¿Lo suficiente como para arruinar la vida de una mujer?

—Le pedí que se defendiera —dijo Berrington en tono indignado—. ¡Perdió los estribos y salió de la habitación!

Steve vaciló levemente, y luego optó por adoptar un riesgo teatral.

—¡Salió de la habitación! —remedó con burlón asombro—. ¡Salió de la habitación! Usted le enseñó un comunicado de prensa que anunciaba la cancelación del programa. Nada de investigar la fuente de donde procedía el reportaje periodístico ni de evaluar la validez de las alegaciones, no se dedicó ningún tiempo a debatir el asunto, el oportuno proceso brilló por su ausencia. Usted simplemente le manifestó a esta joven científica que acababa de arruinar su vida, ¿y todo lo que ella hizo fue salir de la habitación? —Berrington abrió la boca con ánimo de decir algo, pero Steve lo pasó por alto—. Cuando pienso en la injusticia, en la ilegalidad, en la pura insensatez de lo que hizo usted el miércoles por la mañana, profesor, no consigo imaginar cómo pudo la doctora Ferrami contenerse y autodisciplinarse para limitar su reacción a esa simple, aunque elocuente protesta. —Regresó en silencio a su asiento y luego dio media vuelta, se encaró con la comisión y remató—: No haré más preguntas.

Jeannie tenía baja la mirada, pero Steve le dio un apretón en el brazo. Se inclinó hacia ella para preguntarle:

—¿Cómo estás?

—Bien.

Steve le palmeó la mano. Le entraron ganas de decir: «Creo que hemos ganado», pero eso hubiera sido tentar al destino.

Quinn se levantó. Parecía impertérrito. Debería mostrarse un poco más preocupado, después de presenciar como Steve hacia picadillo a su cliente. Pero sin duda formaba parte de su competencia profesional mantenerse imperturbable por mal que marchara su caso.

Tomó la palabra:

—Profesor, si la universidad no hubiera suspendido el programa de investigación de la doctora Ferrami y no la hubiese despedido, ¿habría supuesto eso alguna diferencia en cuanto a la compra de la Genético por parte de la Landsmann?

—Absolutamente ninguna.

—Gracias. No hay más preguntas.

Una intervención bastante eficaz, pensó Steve acerbamente. Le había pegado un buen pinchazo a su contrainterrogatorio. Se esforzó en evitar que Jeannie viera la decepción en su rostro.

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