Authors: Ken Follett
—Es un gran problema —dijo evasivamente—. A todo el mundo le interesa el crimen.
A su espalda se abrió la puerta y la joven funcionaria de policía miró al interior del cuarto.
—Se ha acabado el tiempo, doctora Ferrami.
—Muy bien —repuso Jeannie por encima del hombro—. Steve, ¿sabías que Lisa Hoxton es la mejor amiga que tengo en Baltimore?
—No, no lo sabía.
—Trabajamos juntas; es una experta.
—¿Cómo es?
—No es la clase de persona que formularía una acusación al buen tuntún.
Steve asintió con la cabeza.
—Pese a todo, quiero que sepas que no creo que lo hicieras tú.
Durante unos segundos Jeannie pensó que iban a saltársele las lágrimas a Steve.
—Gracias —articuló el muchacho bruscamente—. No tengo palabras para decirte lo mucho que eso significa para mí.
—Llámame cuando salgas. —Le dio su número de teléfono—. ¿Te acordarás?
—No hay problema.
A Jeannie le costaba trabajo retirarse. Dedicó a Steve lo que confió fuese una sonrisa de ánimo.
—Buena suerte.
—Gracias, aquí dentro la necesito.
Jeannie dio media vuelta y abandono el minúsculo locutorio.
La mujer policía la acompañó hasta el vestíbulo. Caía la noche cuando Jeannie regresaba al garaje donde tenía el coche aparcado. Al desembocar en la autopista Jones Falls encendió los faros del viejo Mercedes. Aceleró rumbo al norte, deseosa de llegar cuanto antes a la universidad. Siempre conducía demasiado deprisa. Era hábil al volante, pero un tanto imprudente. Aunque se daba cuenta de ello, carecía de paciencia para ir sólo a noventa por hora.
El Honda Accord de Lisa ya estaba aparcado delante de la Loquería. Jeannie estacionó su vehículo junto a él y entró en el edificio. Lisa encendía en aquel momento las luces del laboratorio. El estuche frigorífico que contenía la muestra de sangre de Dennis Pinker estaba encima del banco.
El despacho de Jeannie se abría justo enfrente, al otro lado del pasillo. Abrió la puerta por el procedimiento de pasar su tarjeta por la ranura del lector de identificaciones y entró. Sentada ante el escritorio, llamó al domicilio de los Pinker, en Richmond.
—¡Por fin! —exclamó al oír la señal de tono al otro extremo de la línea.
Contestó Charlotte. —¿Cómo está mi hijo? —quiso saber.
—De salud, muy bien —repuso Jeannie. Pensó que a duras penas le hubiera parecido un psicópata, hasta que sacó el cuchillo y me robó las bragas. Hizo un esfuerzo para pensar algo positivo y dijo—: Se mostró dispuesto a colaborar.
—Siempre ha tenido unos modales exquisitos —repuso Charlotte con el deje sureño que usaba en sus manifestaciones mas ofensivas.
—Señora Pinker, ¿puede usted confirmarme la fecha de nacimiento de Dennis?
—Nació el día siete de septiembre —lo dijo como si debiera ser una fiesta nacional.
No era la respuesta que le hubiera gustado a Jeannie.
—¿En qué hospital?
—En aquella época estábamos en Fort Bragg, Carolina del Norte.
Jeannie contuvo una decepcionada maldición.
—El comandante estaba entrenando reclutas para Vietnam —declaró Charlotte orgullosamente—. La Comandancia Médica Militar tiene un hospital en Bragg. En el vino Dennis al mundo.
A Jeannie no se le ocurrió nada más que decir. El misterio seguía tan insondable como siempre.
—Señora Pinker, quiero repetirle mi agradecimiento por su amable colaboración.
—Ya sabe donde me tiene, para lo que guste.
Jeannie volvió al laboratorio.
—Aparentemente —dijo a Lisa—, Steve y Dennis nacieron con trece días de diferencia, en distintos estados. La verdad, no lo entiendo.
Lisa abrió una caja nueva de probetas.
—Bueno, hay una prueba incontrovertible. Si tienen el mismo ADN, son gemelos idénticos, digan lo que digan los demás respecto a su nacimiento.
Sacó dos tubitos de cristal de dentro de la caja. Tenían una longitud de poco más de cinco centímetros. Su fondo era cónico y una tapa cubría la boca de los tubos. Abrió un paquete de etiquetas, escribió «Dennis Pinker» en una y «Steve Logan» en otra, las pegó en los tubos y los colocó en un estante.
Rompió el sello del recipiente de la sangre de Dennis y vertió una gota en una de las probetas. Después cogió del refrigerador un frasquito de sangre de Steve e hizo lo propio. Mediante una graduada pipeta de precisión —un tubo con ampolleta en un extremo— añadió una ínfima cantidad de cloroformo a cada probeta. Después tomó una nueva pipeta y añadió una similar cantidad exacta de fenol.
Cerró las dos probetas y las puso en la batidora, donde se agitaron durante unos segundos. El cloroformo disolvería la grasa y el fenol facturaría las proteínas, pero las largas moléculas en doble hélice del ácido desoxirribonucleico se mantendrían intactas.
Lisa volvió a poner los tubos en el estante.
—Es todo lo que podemos hacer de momento, hasta dentro de unas horas —dijo.
El fenol disuelto en agua se disgregaría del cloroformo despacio. Se formaría un menisco dentro del tubo, en el límite. El ADN sería la parte acuosa, que se podría retirar de la pipeta para la siguiente fase de la prueba. Pero habría que esperar hasta la mañana.
Sonó un teléfono en alguna parte. Jeannie frunció el entrecejo; parecía repicar en su despacho. Cruzó el pasillo y descolgó el auricular.
—¿Sí?
—¿Doctora Ferrami?
Jeannie odiaba a las personas que lo primero que hacían al llamar por teléfono era enterarse de quién estaba al aparato, antes de presentarse. Era como llamar a la puerta de una casa y preguntar al que la abre: «¿Quién diablos es usted?». Hizo retroceder garganta abajo las ganas de soltar una respuesta sarcástica y dijo:
—Soy Jeannie Ferrami. ¿Quién llama, por favor?
—Naomi Freelander, del New York Times. —Sonaba como una fumadora empedernida, entrada ya en la cincuentena—. Tengo unas preguntas que formularle.
—¿A estas horas de la noche?
—Trabajo las veinticuatro horas del día. Y parece que usted también.
—¿Cuál es el motivo de su llamada?
—Investigo con vistas a un artículo sobre ética científica.
—¡Ah! —Jeannie pensó de inmediato en la circunstancia de que Steve ignorase que pudiera ser un hijo adoptivo. Era un problema ético, aunque no insoluble... pero seguramente el Times no sabría nada del asunto—. ¿Qué es lo que le interesa?
—Tengo entendido que ha explorado usted bases de datos clínicas en busca de sujetos apropiados para su estudio.
—Oh, sí, vale —Jeannie se tranquilizó. Por aquel lado no tenía motivo alguno de preocupación—. Bueno, he ideado un mecanismo de búsqueda que explora los datos informáticos y localiza parejas cuyos miembros se corresponden. Mi propósito es encontrar gemelos idénticos. Mi programa informático puede utilizarse en cualquier clase de banco de datos.
—Pero usted ha tenido acceso a archivos médicos con el fin de utilizar ese programa.
—Es importante definir qué entiende usted por acceso. He puesto un cuidado especial en no invadir la intimidad de nadie. Jamás he llegado a ver los detalles médicos de ninguna persona. El programa no imprime los historiales.
—¿Qué imprime?
—Los nombres de los dos individuos, su dirección y número de teléfono.
—Pero imprime los nombres por parejas.
—Naturalmente, ese es el quid.
—De modo que si usted usara, digamos, una base de datos de electroencefalogramas, ésta le informaría de que las ondas cerebrales de John Smith son las mismas que las de Jim Fitz.
—Las mismas o similares. Pero no me daría ningún otro dato relativo a la salud del hombre.
—Sin embargo, en el caso de que usted supiese previamente que John Smith era un esquizofrénico paranoide, llegaría a la conclusión de que Jim Fitz también lo era.
—Jamás sabríamos una cosa así.
—Puede que conozcan a John Smith.
—¿Cómo?
—Podría ser su conserje o algo por el estilo.
—¡Oh, venga ya!
—Cabe esa posibilidad.
—¿Por ahí van a ir los tiros de su reportaje?
—Quizás.
—Muy bien, eso es teóricamente posible, pero las probabilidades son tan ínfimas que cualquier persona razonable lo podría descartar.
—Eso es discutible.
Jeannie pensó que la periodista estaba firmemente decidida a ver un atropello, a pesar de los hechos; empezó a preocuparse. Ya tenía suficientes problemas sin que los malditos profesionales de la noticia se le echaran encima.
—¿Hasta qué punto es real todo esto? —dijo—. ¿Ha tropezado usted con alguien que considere que se ha violado su intimidad?
—Me interesa la potencialidad.
Una sospecha asaltó a Jeannie.
—De todas formas, ¿quién le ha indicado que me llame?
—¿Por qué lo pregunta?
—Tiene que haber alguna razón para que me formule esas preguntas. Me gustaría saber la verdad.
—No puedo decírselo.
—Eso es muy interesante —repuso Jeannie—. Le he hablado con cierta amplitud de mi investigación y de mis métodos. No tengo nada que ocultar. Pero usted no puede decir lo mismo. Parece sentirse, bueno, avergonzada, sospecho. ¿Se avergüenza del procedimiento que ha empleado para enterarse de lo referente a mi proyecto?
—No me avergüenzo de nada —replicó, brusca, la periodista.
Jeannie se dio cuenta de que empezaba a enojarse. ¿Quién se creía que era aquella mujer?
—Bueno, pues alguien está avergonzado. De no ser así, ¿por qué no quiere decirme quién es ese hombre? O esa mujer.
—Debo proteger mis fuentes.
—¿De qué? —Jeannie comprendía que lo mejor era dejarlo correr. Nada se ganaba enemistándose con la prensa. Pero la actitud de aquella mujer era insufrible—. Como ya le he dicho, mis métodos no tienen nada de incorrecto y no amenazan la intimidad de nadie. ¿Porqué, pues, ha de mantenerse en secreto la identidad de su informante?
—La gente tiene motivos...
—Da la impresión de que las intenciones de su informador eran perversas, ¿no le parece?
Al tiempo que lo decía, Jeannie estaba pensando: ¿por qué iba a querer alguien hacerme esta jugada?
—Sobre eso no puedo hacer ningún comentario.
—Nada de comentarios, ¿eh? —la voz de Jeannie rezumaba sarcasmo—. Recordaré esa frase.
—Doctora Ferrami, quisiera darle las gracias por su colaboración.
—De nada —replicó Jeannie, y colgó.
Permaneció un buen rato contemplando el teléfono.
—Y ahora, ¿a qué infiernos viene todo esto? —articuló.
Berrington durmió mal.
Pasó la noche con Pippa Harpenden. Pippa era una secretaria del departamento de Física. Un sinfín de profesores, incluidos varios casados, le habían propuesto salir, pero Berrington fue el único al que no dio calabazas. Berrington se había vestido de punta en blanco, la llevó a un restaurante discreto y pidió un vino de calidad exquisita. Disfrutó de las envidiosas miradas de hombres de su edad que cenaban allí acompañados de sus viejas y nada agraciadas esposas. Se la llevó después a casa, encendió unas velas, se puso un pijama de seda y le hizo el amor despacio, hasta que Pippa jadeó de placer.
Pero Berrington se despertó a las cuatro de la madrugada y empezó a pensar en todas las cosas que podían torcerse y hundir su plan. Hank Stone se había pasado la tarde anterior trasegando copa tras copa del vino barato que ofrecía el editor; lo mismo podía haberse olvidado por completo de la conversación mantenida con Berrington. Si la recordaba, era posible que los jefes de redacción del New York Times decidiesen que no valía la pena cubrir la historia. Acaso efectuaran algunas indagaciones y llegaran a la conclusión de que no había nada malo en lo que Jeannie estaba haciendo. O simplemente podían actuar con excesiva lentitud y echar una mirada al asunto al cabo de una semana, cuando ya fuese demasiado tarde.
Cuando Berrington llevaba un buen rato dando vueltas en la cama, agitándose y removiéndose, Pippa murmuró:
—¿Te encuentras bien, Berry?
Acarició la larga cabellera rubia de la joven y emitió unos alentadores y soñolientos ruidillos. Hacer el amor a una mujer hermosa constituía normalmente un consuelo para cualquier cantidad de preocupaciones, pero adivinaba que aquella noche no iba a funcionar. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Hubiera sido un alivio contar a Pippa sus problemas —era una chica inteligente, se mostraría tierna y comprensiva—, pero él no podía revelar a nadie tales secretos.
Al cabo de unos minutos, se levantó y fue a correr un poco. A su regreso, Pippa se había ido, no sin dejarle una nota de agradecimiento, envuelta en una media negra de nailon.
El ama de llaves llegó unos minutos antes de las ocho de la mañana y le preparó una tortilla a la francesa. Marianne era una joven delgada y nerviosa, oriunda de la francesa isla caribeña de Martinica. Apenas hablaba inglés y le aterraba la posibilidad de que la repatriasen, temor que la hacía extraordinariamente sumisa. Era bonita y Berrington suponía que, en el caso de que le dijera que se la chupara, la chica creería que aquello formaba parte de sus obligaciones de criada para todo. Berrington no haría tal cosa, naturalmente; acostarse con el servicio no era su estilo.
Tomó una ducha, se afeitó y eligió para su representación de alta autoridad un traje gris marengo con rayas casi inapreciables, camisa blanca y corbata negra con pintitas rojas. Se puso en los puños de la camisa unos gemelos de oro con monograma, adornó el bolsillo de la pechera con un pañuelo blanco, de hilo, adecuadamente doblado, y se cepilló las punteras de los zapatos hasta dejarlas rutilantes.
Condujo hasta el campus, fue a su despacho y encendió el ordenador. Como la mayoría de las superestrellas académicas, daba pocas clases. Allí, en la Jones Falls, una lección magistral al año. Su tarea consistía en dirigir y supervisar la labor investigadora de los científicos del departamento y aportar el prestigio de su nombre a los artículos que escribían. Pero aquella mañana le era imposible concentrarse en nada, así que, mientras aguardaba a que sonase el teléfono, se dedicó a mirar por la ventana y ser simple espectador del reñido partido de dobles que cuatro jóvenes disputaban en la pista de tenis.
No tuvo que esperar mucho. A las nueve y media llamó el presidente de la Universidad Jones Falls, Maurice Obell.
—Tenemos un problema —anunció.