El templete de Nasse-House (22 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

BOOK: El templete de Nasse-House
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—Estuve un poco dura con ella —dijo la señora Tucker, con los ojos húmedos de pronto— y luego se murió de aquel modo tan horrible. Después hubiera deseado no haberle hablado tan duramente. ¡Ay, señor, parece que últimamente sólo nos caen desgracias y funerales! Dicen que la desgracia nunca viene sola y es bien cierto.

—¿Han tenido ustedes otras pérdidas? —preguntó Poirot cortésmente.

—El padre de mi mujer —explicó el señor Tucker—. Venía con el bote de la taberna de los «Tres Perros», de noche, muy tarde, y debió de haber perdido el pie al saltar al embarcadero y se cayó al río. Claro que debía haberse quedado quieto en casa, a su edad. Pero con los viejos no se sabe. Siempre andaba por el embarcadero.

—Padre siempre había entendido mucho de botes —dijo la señora Tucker—. En otros tiempos se ocupaba de los botes del señor Folliat, hace muchísimos años. No es que lo de mi padre fuera una gran pérdida —añadió vivamente—. Tenía más de noventa años y en muchas cosas era una verdadera prueba. Siempre farfullando tonterías. Ya era hora de que se muriera. Pero, naturalmente, tuvimos que enterrarlo con decencia... y los funerales cuestan mucho dinero.

Poirot no prestó atención a estas reflexiones económicas... Estaba recordando vagamente algo.

—¿Un hombre viejo... en el embarcadero? Recuerdo haber hablado con él. ¿Se llamaba...?

—Merdell, señor. Ése era mi nombre de soltera.

—¿Su padre, si mal no recuerdo, había sido jardinero mayor en Nasse?

—No, ése era mi hermano mayor. Yo era la más joven de todos los hermanos..., once éramos. —y añadió con cierto orgullo—: Ha habido varios Merdell en Nasse durante mucho tiempo, pero ahora están todos desperdigados. Padre fue el último de nosotros.

Poirot dijo Suavemente:

—«Siempre habrá Folliat en Nasse House».

—¿Cómo dice, señor?

—Repito lo que me dijo su padre en cierta ocasión, en el embarcadero.

—Bueno, decía muchas tonterías. Tenía que mandarle callar muchas veces de mal modo.

—De modo que Marlene era nieta de Merdell... —dijo Poirot—. Sí, ya empiezo a ver claro.

Se quedó en silencio durante un momento, mientras en su interior iba surgiendo una excitación enorme.

—¿Dice usted que su padre se ahogó en el río?

—Sí, señor. Había bebido un poco de más. Y no sé de dónde sacaba el dinero. Claro que se ganaba propinas de cuando en cuanto en el embarcadero por ayudar a la gente de los botes y aparcar los coches. Era muy astuto para esconder de mí el dinero. Sí, creo que había bebido demasiado. Perdió el pie, supongo, al bajar del bote y saltar al embarcadero. Y cayó al agua y se ahogó. El cadáver apareció en Helmmouth al día siguiente. Lo extraño fue que no hubiera ocurrido antes, con noventa y dos años y medio ciego, además.

—Pero lo cierto es que no ocurrió antes...

—Bueno, los accidentes ocurren, sea más tarde o más temprano.

—¡Accidente! —murmuró Poirot—. Me pregunto si habrá sido un accidente.

Se levantó.

—Debí haberlo adivinado —murmuró—. Debí haberlo adivinado hace mucho tiempo. Si la niña casi me lo dijo...

—¿Cómo dice, señor?

—Nada —dijo Poirot—. De nuevo les expreso mi más sentido pésame por las dos muertes, la de su hija y la de su padre.

Les estrechó las manos a los dos y salió de la casa.

«He sido un tonto —se dijo—. Un verdadero tonto. Lo he contemplado todo desde un punto equivocado.»

—¡Eh, señor!

Era un susurro cauteloso. Poirot miró a su alrededor. Marilyn, la niña gorda, estaba de pie en la sombra que hacía la pared de su casa. Le hizo seña de que se acercara y le habló en un susurro.

—Mami no lo sabe todo —dijo—. A Marlene no le dio el pañuelo la señora de Mill Cottage.

—¿De dónde lo sacó?

—Lo compró en Torquay. También se compró unas barras de labios y un perfume, Nuit en Paris, un nombre muy raro. Y un bote de crema base, que habría visto en un anuncio —Marilyn se rió—. Mami no lo sabe. Marlene lo escondió todo en el fondo de su cajón, debajo de las camisetas de invierno. En la parada del autobús se iba al lavabo y se pintaba cuando iba al cine.

Marilyn se rió otra vez.

—Mami nunca supo nada.

—¿No encontró tu madre esas cosas después de la muerte de tu hermana?

Marilyn sacudió la cabeza de pelo rubio y sedoso.

—No —dijo—. Las tengo yo ahora... en mi cajón. Mami no lo sabe.

Poirot la contempló pensativo, y dijo:

—Pareces una chica muy lista, Marilyn.

Marilyn se rió, confusa.

—La señorita Bird dice que no sirvo para la escuela secundaria.

—Bueno, la escuela secundaria no lo es todo —dijo Poirot—. Dime, ¿cómo conseguía Marlene el dinero para comprar esas cosas?

Marilyn se puso a mirar con mucha atención una cañería.

—No sé —murmuró.

—Yo creo que sí sabes —dijo Poirot.

Sin él menor rubor, Poirot sacó de su bolsillo media corona y la juntó con otra media.

—Creo —dijo— que hay un nuevo tono de pintura de labios, muy bonito, que se llama Beso de Carmín.

—Debe ser bárbaro —dijo Marilyn, adelantando la mano hacia los cinco chelines. Y empezó a hablar en un rápido susurro—. Marlene espiaba a la gente. Veía cosas... ya me entiende. Marlene prometía no decirlo y entonces le hacían un regalo, ¿entiende?

Poirot entregó los cinco chelines.

—Entiendo —dijo.

Le hizo una seña de despedida a Marilyn y se fue. De nuevo murmuró en voz baja, pero esta vez de un modo más incisivo:

—Entiendo.

Muchas cosas estaban adquiriendo sentido. No todas. El asunto no estaba claro todavía ni mucho menos, pero había acertado por fin con el camino. Había una pista muy clara, pero no había tenido la inteligencia necesaria para verla. La primera conversación con la señora Oliver, unas palabras casuales con Michael Weyman, la significativa conversación con el viejo Merdell en el embarcadero, una frase de la señorita Brewis que aclaraba muchas cosas..., la llegada de Étienne de Sousa.

Junto a la oficina de Correos del pueblo había una cabina telefónica.

Entró en ella y marcó un número. Minutos más tarde hablaba con el inspector Bland.

—Bueno, Poirot, ¿dónde está usted?

—Estoy aquí, en Nasse House.

—Pero, ¿no estaba usted en Londres ayer por la tarde?

—Sólo se tarda tres horas y media en llegar aquí, en un buen tren —hizo notar Poirot—. Tengo que hacerle una pregunta.

—¿Sí?

—¿De qué clase era el yate de Étienne de Sousa?

—Me parece que sé lo que está pensando, monsieur Poirot, pero le aseguro que no había nada de eso. No era un barco preparado para contrabando, si eso es lo que quiere saber. No había tabiques disimulados ni trampas secretas. Los hubiéramos encontrado, de haberlos habido. No había ningún sitio donde pudiera esconderse un cadáver.

—Se equivoca usted,
mon cher
; no es eso lo que quería decir. Sólo le preguntaba qué clase de barco era. ¿Grande o pequeño?

—Ah, era un yate estupendo. Debió costar una fortuna. Todo muy elegante, recién pintado y equipado con mucho lujo.

—Exactamente —dijo Poirot.

Parecía tan sumamente complacido que el inspector se sorprendió.

—¿Qué anda usted tramando, monsieur Poirot? —preguntó,

—Étienne de Sousa —dijo Poirot— es un hombre rico. Esto, amigo mío, es un hecho muy significativo.

—¿Por qué? —preguntó el inspector Bland.

—Encaja con mi última teoría.

—¿Tiene usted una teoría, entonces?

—Sí. Por fin tengo una teoría. Hasta ahora he sido un estúpido.

—Querrá usted decir que todos hemos sido unos estúpidos.

—No —dijo Poirot—. Me refiero a mí especialmente. Tuve la buena suerte de que me obsequiaran con una pista perfectamente clara y no la vi.

—¿Pero ahora, tiene usted algo entre las manos?

—Sí, eso creo.

—Escuche, Poirot...

Pero Poirot había colgado. Después de buscar en sus bolsillos el dinero necesario, puso una conferencia a la señora Oliver a Londres.

—Pero —se apresuró a añadir una vez hubo solicitado el número— no molesten a la señora si se encuentra trabajando.

Recordaba lo amargamente que le había reprochado la señora Oliver una vez el haber interrumpido sus pensamientos creadores, privando al mundo, en consecuencia, de un misterio centrado en una anticuada camiseta de mangas largas. La telefonista, sin embargo, era incapaz de apreciar estos escrúpulos.

—Bueno —preguntó—, ¿quiere usted la conferencia o no?

—Sí —dijo Poirot, sacrificando el genio creador de la señora Oliver en el altar de su impaciencia. Se tranquilizó al oír decir a la señora Oliver:

—Es maravilloso que me haya llamado —dijo interrumpiendo sus excusas—. Ahora mismo iba a salir a dar una charla sobre «cómo escribo mis libros». Así le diré a mi secretaria que telefonee y diga que me han entretenido y no puedo salir.

—Pero, señora, no quiero privarla...

—No me priva usted de nada —dijo la señora Oliver muy alegre—. Hubiera hecho el ridículo más espantoso. Porque, ¿qué va una a decir del modo como escribe sus libros? Es decir, primero hay que pensar en algo, y cuando se ha pensado, se sienta uno y lo escribe. Eso es todo. Hubiera tardado exactamente tres minutos en explicarlo, y entonces se terminaría la charla y todo el mundo se quedaría allí fastidiado. No comprendo por qué todo el mundo tiene tanto interés en que los escritores
hablen
de su modo de escribir. Yo diría que la profesión de un escritor es escribir, no hablar.

—Y, sin embargo, yo quiero preguntarle a usted algo sobre su modo de escribir.

—Pregunte —dijo la señora Oliver—, pero probablemente no sabré contestarle. Quiero decir, todo lo que hace una es sentarse y escribir. Espere un segundo, me había puesto para la charla un sombrero completamente absurdo... y tengo que quitármelo ahora mismo. Me rasca la frente.

Se produjo una pausa momentánea, tras la cual continuó la voz de la señora Oliver, aliviada:

—En, realidad, los sombreros sólo son un símbolo en estos tiempos, ¿verdad? Quiero decir que ya no los lleva una por ningún motivo razonable, para abrigarse la cabeza o para defenderla del sol o para ocultar la cara de las personas a quienes no quiere uno saludar. Monsieur Poirot, ¿decía usted algo?

—Fue sólo una exclamación. Es extraordinario —dijo Poirot muy impresionado—. Siempre me da usted ideas. Igual que mi amigo Hastings, a quien no veo hace muchos, muchos años. Acaba de darme usted la clave de otra pieza de mi problema. Pero dejemos eso. Deje que le haga mi pregunta. ¿Conoce usted a algún investigador atómico, mi estimada señora?

—¿Si conozco a algún investigador atómico? —dijo la señora Oliver con voz sorprendida—. No sé. Me figuro que debo conocer alguno. Nunca sé con claridad lo que hacen realmente.

—Sin embargo, en su Persecución del Asesino figura como sospechoso un investigador atómico, ¿no es eso?

—¡Ah, bueno! Eso fue para andar con los tiempos. Quiero decir, cuando fui a comprar regalos para mis sobrinos, las últimas Navidades, todo se volvía novelas científicas y juguetes supersónicos y estratosféricos, y entonces, cuando empecé con eso de la Persecución del Asesino, pensé: «Será mejor estar a la moda y que el más sospechoso sea un investigador atómico.» Después de todo, si me hacía falta algo de jerga técnica, siempre podía preguntar a Alec Legge.

—¿Alec Legge..., el marido de Sally Legge? ¿Es investigador atómico?

—Sí, lo es. No está en Harwell, sino en algún lugar de Gales. Cardiff. ¿O Bristol? Es sólo una casa de campo que tiene en el río Helm. Sí, claro, entonces, después de todo, conozco a un investigador atómico.

—¿Y no sería por encontrarse con él en Nasse House por lo que se le ocurrió la idea de un investigador atómico? Pero su esposa no es yugoslava.

—¡Ah, no! —dijo la señora Oliver—. Sally no puede ser más que inglesa. Se habrá dado cuenta, ¿verdad?

—Entonces, ¿por qué se le ocurrió lo de la esposa yugoslava?

—No lo sé en realidad... ¿Sería por los refugiados? ¿Por los estudiantes? Todas esas chicas extranjeras del Albergue invadieron los bosques de Nasse House y hablando un inglés entrecortado...

—Ya veo... Sí; ahora veo muchas cosas.

—Ya era hora —dijo la señora Oliver.


Pardon?

—Digo que ya era hora —dijo la señora Oliver—. Que ya era hora de que viera usted cosas, quiero decir. Hasta este momento no parece que haya hecho usted absolutamente nada.

Su voz encerraba un reproche.

—No se puede llegar al fondo de las cosas en un momento —se defendió Poirot—. La policía ha andado completamente desconcertada.

—¡Ah, la policía! —dijo la señora Oliver—. Otra cosa sería si una mujer estuviera al frente de Scotland Yard...

Poirot se apresuró a interrumpir la tantas veces repetida frase.

—El asunto ha sido muy complejo —dijo—. Extraordinariamente complejo. Pero ahora, y se lo digo confidencialmente, ¡ahora estoy llegando al fin!

La señora Oliver no se dejó impresionar.

—Sí, lo creo —dijo—; pero entretanto se han cometido dos asesinatos.

—Tres —corrigió Poirot.

—¿Tres asesinatos? ¿Quién es la tercera víctima?

—Un hombre viejo llamado Merdell —dijo Hércules Poirot.

—No me he enterado de eso —dijo la señora Oliver—. ¿Saldrá en los periódicos?

—No —dijo Poirot—, hasta ahora nadie ha sospechado que no se tratara de un accidente.

—¿Y no fue un accidente?

—No —dijo Poirot—, no fue un accidente.

—Bueno, dígame quién lo hizo..., es decir, quién los hizo; ¿o no puede usted decirlo por teléfono?

—Esas cosas no se dicen por teléfono —dijo Poirot.

—Entonces, cuelgo —dijo la señora Oliver—. No puedo soportarlo.

—Espere un momento —dijo Poirot—. Quería preguntarle otra cosa. ¿Qué era?

—Eso es un síntoma de la edad —dijo la señora Oliver—. Me pasa a mí. Se me olvidan las cosas...

—Era algo, un pequeño detalle... que me preocupaba. En la caseta de los botes...

Hizo retroceder a su imaginación. El montón de tebeos. Las frases de Marlene garabateadas en el margen. «Alberto sale con Doreen.» Había tenido la impresión de que algo faltaba..., de que tenía que preguntar alguna cosa más a la señora Oliver.

—¿Sigue usted ahí, monsieur Poirot? —preguntó la señora Oliver. Al mismo tiempo, la telefonista solicitó más dinero para la prórroga.

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