El tambor de hojalata (13 page)

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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: El tambor de hojalata
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La autoridad escolar puso algún reparo y exigió un certificado médico. Hollatz dijo de mí que era un niño sano, que en cuanto al crecimiento parecía de tres años, pero que en cuanto al desarrollo intelectual, aunque no hablara bien, no les iba en nada a la zaga a los de cinco o seis. Dijo algo también de mi tiroides.

En el curso de todos los exámenes y pruebas, a los que ya me había acostumbrado, me mantuve tranquilo, indiferente y aun condescendiente, sobre todo porque nadie trataba de quitarme mi tambor. La destrucción de la colección de serpientes y embriones de Hollatz estaba todavía presente en la memoria de todos los que me examinaban y les infundía respeto.

Sólo en casa, y ello el primer día de escuela, me vi obligado a hacer actuar los diamantes de mi voz, ya que Matzerath, fuera de razón, pretendía que hiciera sin mi tambor el camino hasta la Escuela Pestalozzi, frente al Prado Fróbel, y que tampoco me lo dejaran meter dentro de la escuela.

Cuando recurrió a la violencia y trató de quitarme lo que no le pertenecía y no sabía usar, pues le faltaba fibra para ello, rompí por la mitad un florero del que se decía que era auténtico. Viendo el florero auténtico roto en auténticos pedazos sobre el suelo, Matzerath, que lo estimaba mucho, quiso soltarme un bofetón. Pero aquí saltó mamá, y Jan, que con Esteban y su clásico cucurucho de papel acertaba a pasar por allí, de prisa y como casualmente, se interpuso.

—Por favor, Alfredo —dijo con su manera tranquila y untuosa, y Matzerath, acosado por la mirada azul de Jan y la gris de mamá, bajó la mano y se la metió en el bolsillo del pantalón.

La Escuela Pestalozzi era una especie de caja nueva, de color rojo ladrillo, de tres pisos, rectangular y de techo plano decorada a la moderna con esgrafitos y frescos, que había sido construida por el Senado para aquel suburbio de población escolar numerosa bajo presión de los socialdemócratas, que en aquella época desplegaban todavía una gran actividad. Salvo por el olor y los muchachos estilo juventud moderna que en los esgrafitos y frescos aparecían practicando deportes, a mí la caja no me desagradaba.

De la gravilla frente al portal surgían unos arbolitos desmesuradamente pequeños, que además empezaban a verdear, protegidos por unas varillas de hierro en forma de báculos. Por todos los lados avanzaban madres llevando cucuruchos de diversos colores y arrastrando tras sí a niños chillones o de buen comportamiento. Nunca hasta entonces había visto Óscar a tantas madres avanzando en la misma dirección. Parecía como si se dirigieran en peregrinación a un mercado para ofrecer allí en venta a sus primogénitos y a sus benjamines.

Ya en el vestíbulo dominaba ese olor escolar que ha sido descrito con tanta frecuencia y sobrepasa en intimidad a cualquier perfume conocido de este mundo. Sobre las losas del vestíbulo se levantaban, sin orden ni concierto, cuatro o cinco tazas de granito de cuyas cavidades saltaba el agua en un surtidor de varios chorros. Rodeadas de niños, inclusive de algunos de mi edad, me recordaban la marrana de mi tío Vicente, en Bissau, que a veces, tumbada sobre un costado, toleraba un brutal apretujamiento parecido por parte de sus ansiosos lechones.

Los muchachos se inclinaban sobre las tazas y las torrecillas verticales de agua en desplome constante y, con el pelo colgándoles por delante, dejaban que los chorros se les metieran por la boca, a manera de otros tantos dedos. Ignoro si bebían o jugaban. A veces dos de ellos echaban la cabeza para atrás casi a un mismo tiempo y, con los carrillos hinchados, se escupían a la cara, en emisión simultánea de ruidos indecentes, el agua todavía tibia de sus respectivas bocas, mezclada sin duda con saliva y migajas de pan. Y yo, que al entrar en el vestíbulo había cometido la imprudencia de echar una ojeada a la sala de gimnasia que se veía allí junto y que estaba abierta, sentí a la vista del caballo de cuero, de las barras y de las cuerdas de trepar y de la barra fija, que parece exigir siempre una vuelta completa, una sed tan irresistible que de buena gana me hubiera tomado, al igual que los otros muchachos, mi sorbo de agua. Sin embargo, se me hacía imposible pedirle a mamá, que me tenía cogido de la mano, que levantara a Óscar el pequeñín a la altura de una de aquellas tazas. Ni aun subiéndome sobre mi tambor hubiera alcanzado yo el surtidor. Pero además, habiendo podido ver, de un brinco, cómo una de aquellas tazas estaba llena de desperdicios y restos de pan que obstruían considerablemente el desagüe, y que también el agua estaba hecha un caldo inmundo, se me pasó aquella sed que se me había acumulado de pensamiento, sin duda, aunque no por ello fuera menos real, al extraviarme entre todos aquellos aparatos gimnásticos.

Por una escalinata monumental, hecha a la medida de gigantes, y a lo largo de corredores resonantes, me llevó mamá hasta una sala en el dintel de cuya puerta había un letrerito que decía: Ia. La sala estaba llena de niños de mi edad. Sus mamas se amontonaban contra la pared opuesta a la de las ventanas, apretujando entre los brazos cruzados los cucuruchos multicolores, más altos que yo y cerrados por arriba con papel de seda, que señala la tradición para el primer día de clases. También mamá llevaba uno de esos cucuruchos.

Al entrar yo, cogido de su mano, hubo risas entre el pueblo y entre las mamas del pueblo. A un muchacho gordito, que quería darle a mi tambor, tuve que propinarle, para no tener que romper vidrios, varias patadas en la espinilla, lo que le hizo caer y darse de cabeza, con todo y su peinado, contra uno de los bancos, y me valió a mí un manotazo de mamá en el cogote. El pobre rompió a chillar: yo no, por supuesto, porque yo sólo chillaba cuando me querían quitar mi tambor. Mamá, a la que esta escena en presencia de las demás madres llenaba de vergüenza, me empujó hacia el primer banco de la sección del lado de las ventanas. Naturalmente, el banco era demasiado alto. Pero hacia atrás, donde el pueblo se iba haciendo cada vez más grosero y más pecoso, los bancos eran más altos todavía.

Me di por satisfecho y me quedé sentado y quietecito en mi sitio, porque no tenía motivo de inquietud alguno. Mamá, que parecía estar algo confusa todavía, se escabulló entre las otras mamas. Se avergonzaba probablemente, frente a sus congéneres, de mi supuesto atraso. Y las otras hacían como si tuvieran motivo para estar orgullosas de sus hijos que, en mi sentir, habían crecido con indebida rapidez.

No alcanzaba a mirar por la ventana el Prado Fróbel, porque la altura del antepecho era tan poco adecuada a mi talla como la de los bancos. Y bien que me hubiera gustado poder echar una mirada al Prado Fróbel, pues sabía que bajo la dirección del verdulero Grefflos exploradores armaban allí sus tiendas de campaña, jugaban a los lansquenetes y, como corresponde a los exploradores, realizaban toda clase de acciones meritorias. No es que me interesara particularmente por esta glorificación exagerada de la vida de campamento, no: lo único que me llamaba la atención era ver a Greff de pantalón corto. Tal era su amor por los muchachos delgados y, hasta donde cupiera, de ojos grandes, aunque pálidos, que le había consagrado el uniforme del inventor de los exploradores Baden-Powell.

Privado por una arquitectura infame de un espectáculo digno de verse, sólo podía mirar al cielo, y acabé por hallarle gusto. Nubes siempre nuevas iban pasando sin cesar de noroeste a sureste, como si esta dirección tuviera para las nubes algún atractivo especial. Apreté mi tambor, que hasta entonces nunca había soñado un solo instante en nada relacionado con la emigración, entre mis rodillas y el cajón del pupitre, cuyo respaldo, previsto para la espalda, protegía la nuca de Óscar. Detrás de mí graznaban, vociferaban, reían, lloraban y armaban escándalo mis llamados condiscípulos. Me tiraban bolitas de papel, pero yo ni volvía la cabeza, considerando mucho más estético el espectáculo de las nubes que seguían su curso sin desviarse que la vista de aquella horda de mocosos mal educados que no paraban de hacer muecas.

Calmóse algo la clase la al entrar una señora que resultó luego llamarse señorita Spollenhauer. Yo no necesité calmarme, porque ya antes me habían mantenido quieto en espera de los acontecimientos. Para ser totalmente sincero, la verdad es que Óscar ni se había tomado la molestia de esperar los acontecimientos, ya que no necesitaba distracción alguna y, por consiguiente, no la esperaba, sino que sólo se mantenía quieto en su banco, cerciorándose de la presencia de su tambor y divirtiéndose con el desfile de las nubes detrás o, mejor dicho, delante de los cristales de la ventana, que habían sido lavados en ocasión de la Pascua.

La señorita Spollenhauer llevaba un traje sastre de corte rectilíneo que le confería un adusto aspecto masculino, aspecto que reforzaban además una pechera plisada y un cuello semiduro, cerrado a la garganta y, según me pareció, postizo. Apenas hubo entrado en la clase con sus zapatos planos de campo, quiso congraciarse inmediatamente con los niños: —A ver, hijitos, ¿no me vais a cantar alguna cancioncita?

A manera de respuesta se oyó un rugido colectivo, que ella interpretó sin más como una afirmación, porque acto seguido entonó con voz afectadamente impostada la canción primaveral «Ha llegado el mes de mayo», aunque sólo estábamos a la mitad de abril. Anunciar ella mayo y desencadenarse el infierno fue todo uno, porque sin esperar la señal de entrada, sin saberse la letra y sin el menor sentido del ritmo elemental de la cancioncita en cuestión, la banda que tenía tras de mí se puso a bramar más que a cantar, en espantosa confusión y como para provocar el desprendimiento del revoque de las paredes.

A pesar de su tez amarillenta, de su melena recortada y del corbatín masculino que le asomaba bajo el cuello, la Spollenhauer me dio lástima. Arrancándome de las nubes, que manifiestamente estaban de vacaciones, me concentré, saqué con gesto decidido los palillos de entre mis tirantes y, en forma sonora e insistente, empecé a marcar con mi tambor el compás de la canción. Pero la banda que estaba tras de mí no tenía para ello ni sentido ni oído. Sólo la señorita Spollenhauer me animaba con sus movimientos de cabeza, dirigió una sonrisa al grupo de madres pegado a la pared y le guiñó especialmente el ojo a mamá, lo que yo interpreté como una señal para seguir tocando, primero tranquilamente y luego en forma más complicada, hasta acabar en una exhibición completa de mis facultades tamborísticas. Hacía ya rato que la banda tras de mí había dejado de mezclar sus voces bárbaras a mi tamboreo. Imaginábame ya que mi tambor daba la clase, enseñaba y convertía a mis condiscípulos en mis discípulos; la señorita Spollenhauer vino frente a mi banco, se puso a observar mis manos y mi tambor, atentamente y aun como entendida, y, olvidándose de sí misma, trató sonriendo de marcar el compás conmigo; por espacio de un minuto se dejó ver como una señorita de cierta edad, no exenta de simpatía, la cual, olvidando su carrera de maestra y desembarazándose de la caricatura de existencia que le estaba prescrita, se humaniza, es decir: se hace niña, curiosa, intuitiva, inmoral.

Sin embargo, comoquiera que no logró captar en seguida el ritmo de mi tambor en forma correcta, volvió a caer en su papel anterior, rectilíneo, insulso y por añadidura mal pagado, se sacudió como las maestras han de sacudirse de vez en cuando, y dijo: —Tú eres sin duda el pequeño Óscar, ¿verdad? De ti hemos oído ya hablar mucho. ¡Qué bien tocas! ¿No es cierto, niños, que nuestro Óscar es un buen tambor?

Los niños bramaron, las mamas se apretujaron más: ya la Spollenhauer había recobrado el dominio de sí misma. —Pero ahora —dijo con su voz de falsete— vamos a guardar el tambor en el armario, pues debe estar cansado y tendrá sueño. Después, al terminar la clase, te lo podrás llevar.

Y mientras iba desovillando estos propósitos hipócritas, mostróme sus largas uñas recortadas de maestra e intentó acercar sus manos, diez veces recortadas, a mi tambor que, Dios me valga, ni estaba cansado ni tenía sueño. Primero aguanté firme y puse mis brazos con las mangas del suéter alrededor del cilindro llameante rojo y blanco; la miré, y luego, viendo que conservaba impertérrita su rutinaria mirada inmemorial de maestra de escuela pública, la traspasé con los ojos y encontré en el interior de la señorita Spollenhauer materia suficiente como para llenar tres capítulos de escándalo; pero, como de lo que se trataba era de defender mi tambor, me arranqué de su vida interior, y anoté, al pasar mi mirada por entre sus omóplatos, sobre una piel relativamente bien conservada, una peca del tamaño de un florín recubierta de largos pelos.

Sea que se sintiera penetrada en sus intenciones por mi mirada o a causa tal vez de mi voz, con la que a guisa de advertencia y sin causarle daño rascaba yo el lente derecho de sus anteojos, es el caso que renunció a la pura violencia que le pintaba ya de blanco las muñecas —tal vez no soportara sin escalofríos el rascado del vidrio—, retiró con un respingo las manos de mi tambor y dijo: —Eres un Óscar malo —y lanzando a mamá, que ya no sabía dónde esconderse, una mirada llena de reproche, me dejó mi tambor, que no dormía en absoluto, dio media vuelta, y con el paso marcial de sus tacones planos se fue hasta su pupitre. Aquí, hurgando en su cartera, extrajo de ella otro par de anteojos, probablemente los de leer, quitóse de la nariz con ademán resuelto aquellos cuyo cristal mi voz había rascado —como se rascan con las uñas los vidrios de las ventanas—, hizo como si yo hubiera violado sus anteojos, asentóse sobre la nariz, alzando el meñique, la segunda montura, se irguió haciendo crujir sus huesos y, volviendo a hurgar en su cartera, indicó: —Ahora voy a leeros el horario.

Extrajo de la cartera de piel de cerdo un manojo de hojitas de papel, guardóse una para sí, repartió las demás entre las madres, dándole también una a mamá, y reveló finalmente a los niños de seis años, que empezaban ya a agitarse: «Lunes: Religión, Escritura, Cálculo, Juegos; Martes: Cálculo, Caligrafía, Canto, Historia natural; Miércoles: Cálculo, Escritura, Dibujo, Dibujo; Jueves: Historia patria, Cálculo, Escritura, Religión; Viernes: Cálculo, Escritura, Juegos, Caligrafía; Sábado: Cálculo, Canto, Juegos, Juegos».

Todo eso lo anunciaba la señorita Spollenhauer como un destino irrevocable, prestando a aquel producto de un comité pedagógico su voz severa, sin omitir una sola letra; luego, recordando sus tiempos de normalista, se fue dulcificando progresivamente para prorrumpir finalmente en un tono de jovialidad pedagógica: —Y ahora, hijitos míos, vamos a repetirlo todos juntos. A ver: ¿Lunes?

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