—¿Sabían al menos por qué no habían llegado las armas que esperaban? —murmuró Roger, al advertir que Alice se enfrascaba una vez más en un largo silencio.
—No sabían nada de nada. Entre ellos se decían las cosas más fantásticas. Nadie podía desmentirlas, porque nadie sabía cuál era la verdadera situación. Circulaban rumores extraordinarios a los que todos daban crédito, porque necesitaban creer que había una salida a la situación desesperada en que se encontraban. Que un Ejército alemán estaba acercándose a Dublín, por ejemplo. Que habían desembarcado compañías, batallones, en distintos puntos de la isla y avanzaban hacia la capital. Que, en el interior, en Cork, en Galway, en Wexford, en Meath, en Tralee, en todas partes, incluido el Ulster, los Voluntarios y el Citizen Army se habían alzado por millares, ocupado cuarteles y puestos policiales y avanzaban desde todas direcciones hacia Dublín, con refuerzos para los sitiados. Peleaban medio muertos de sed y de hambre, ya casi sin municiones, y tenían todas sus esperanzas puestas en la irrealidad.
—Yo sabía que iba a ocurrir eso —dijo Roger—. No llegué a tiempo para detener esa locura. Ahora, la libertad de Irlanda está más lejos que nunca, otra vez.
—Eoin MacNeill trató de atajarlos, cuando se enteró —dijo Alice—. El comando militar del IRB lo tuvo en tinieblas sobre los planes del Alzamiento, porque estaba en contra de una acción armada si no había apoyo alemán. Cuando supo que el mando militar de los Voluntarios, el IRB y el Irish Citizen Army habían convocado a la gente para maniobras militares el Domingo de Ramos, dio una contraorden prohibiendo aquella marcha y que las compañías de Voluntarios salieran a la calle si no recibían otras instrucciones firmadas por él. Esto sembró una gran confusión. Centenares, millares de Voluntarios se quedaron en sus casas. Muchos trataron de contactar a Pearse, a Connolly, a Clarke, pero no lo consiguieron. Después, los que obedecieron la contraorden de MacNeill tuvieron que cruzarse de brazos mientras los que la des obedecieron se hacían matar. Por eso, ahora, muchos Sinn Fein y Voluntarios odian a MacNeill y lo consideran un traidor.
Calló de nuevo y Roger se distrajo. ¡Eoin MacNeill un traidor! ¡Vaya estupidez! Imaginó al fundador de la Liga Gaélica, al editor del
Gaelic Journalt
, uno de los fundadores de los Irish Volunteers, que había dedicado su vida a luchar por la supervivencia de la lengua y la cultura irlandesas, acusado de traicionar a sus hermanos por querer impedir aquel levantamiento romántico condenado al fracaso. En la cárcel donde lo habían encerrado sería objeto de vejámenes, acaso de ese hielo despectivo con que los patriotas irlandeses castigaban a los tibios y a los cobardes. Cómo se sentiría de mal ese profesor universitario manso y culto, lleno de amor por la lengua, las costumbres y las tradiciones de su país. Se torturaría a sí mismo, preguntándose «¿Hice mal dando aquella contraorden? ¿Yo, que sólo quería salvar vidas, he contribuido más bien al fracaso de la rebelión sembrando el desorden y la división entre los revolucionarios?». Se sintió identificado con Eoin MacNeill. Ambos se parecían en las contradictorias posiciones en que la Historia y las circunstancias los habían colocado. ¿Qué habría ocurrido si, en vez de ser detenido en Tralee, hubiera llegado a hablar con Pearse, con Clarke y los otros dirigentes del man do militar? ¿Los habría convencido? Probablemente, no. Y, ahora, acaso, dirían también de él que era un traidor.
—Estoy haciendo algo que no debería, querido —dijo Alice, forzando una sonrisa—. Dándote sólo las malas noticias, la visión pesimista.
—¿Puede haber otra después de lo ocurrido?
—Sí, la hay —afirmó la historiadora, con voz animosa y ruborizándose—. Yo también estuve en contra de este Alzamiento, en estas condiciones. Y, sin embargo…
—¿Sin embargo qué, Alice?
—Por unas horas, por unos días, toda una semana, Irlanda file un país libre, querido —dijo ella, y a Roger le pareció que Alice temblaba, conmovida—. Una República independiente y soberana, con un presidente y un Gobierno Provisional. Austin no había llegado allí aún cuando Patrick Pearse salió de la Oficina de Correos y, desde las gradas de la explanada, leyó la Declaración de Independencia y la creación del Gobierno Constitucional de la República de Irlanda, firmada por los siete. No había mucha gente allí, parece. Los que estuvieron y lo oyeron, debieron sentir algo muy especial ¿no, querido? Yo estaba en contra, ya te lo he dicho. Pero cuando leí ese texto me eché a llorar a gritos, como no he llorado nunca. «En el nombre de Dios y de las generaciones muertas, de quienes recibe la vieja tradición de nacionalidad, Irlanda, por boca nuestra, convoca ahora a sus hijos bajo su bandera y proclama su libertad…». Ya lo ves, me la he aprendido de memoria, sí. Y he lamentado con todas mis fuerzas no haber estado ahí, con ellos. ¿Lo entiendes, no?
Roger cerró los ojos. Veía la escena, nítida, vibrante. En lo alto de las gradas de la Oficina General de Correos, bajo un cielo encapotado que amenazaba con vaciarse en lluvia, ante ¿cien, doscientas? personas armadas de escopetas, revólveres, cuchillos, picas, garrotes, la mayoría hombres, pero también un buen número de mujeres con pañuelos en las cabezas, se erguía la figura delgada, esbelta, enfermiza, de Patrick Pearse, con sus treinta y seis años y su mirada acerada, impregnada de esa nietzschiana «voluntad de poder» que le había permitido siempre, sobre todo desde que a sus diecisiete años ingresó a la Liga Gaélica de la que pronto sería líder indiscutible, sobreponerse a todos los percances, la enfermedad, las represiones, las luchas internas, y materializar el sueño místico de toda su vida —el alzamiento armado de los irlandeses contra el opresor, el martirio de los santos que redimiría a todo un pueblo— leyendo, con esa voz mesiánica a la que la emoción del instante magnificaba, las palabras cuidadosamente elegidas que clausuraban siglos de ocupación y servidumbre e instauraban una nueva era en la Historia de Irlanda. Escuchó el silencio religioso, sagrado, que las pa labras de Pearse deberían haber instalado en aquel rincón del centro de Dublín, todavía intacto porque aún no habían comenzado los tiros, y vio las caras de los Voluntarios que desde las ventanas del edificio de Correos y de los edificios vecinos de Sackville Street tomados por los rebeldes, se asomaban a contemplar la sencilla, solemne ceremonia. Escuchó la algarabía, los aplausos, vivas, hurras, con que, terminada la lectura de los siete nombres que firmaban la Declaración, fueron premiadas las palabras de Patrick Pearse por la gente de la calle, de las ventanas y los techos, y lo breve e intenso de aquel momento cuando el propio Pearse y los otros dirigentes lo clausuraron explicando que no había más tiempo que perder. Debían volver a sus puestos, cumplir con sus obligaciones, prepararse a pelear. Sintió que los ojos se le humedecían. El también se había puesto a temblar. Para no llorar, dijo con precipitación:
—Debió ser emocionante, desde luego.
—Es un símbolo y la Historia está hecha de símbolos —asintió Alice Stopford Green—. No importa que hayan fusilado a Pearse, a Connolly, a Clarke, a Plunkett y demás firmantes de la Declaración de Independencia. Al contrario. Esos fusilamientos han bautizado con sangre a ese símbolo, dándole una aureola de heroísmo y martirio.
—Exactamente lo que querían Pearse, Plunkett —dijo Roger—. Tienes razón, Alice. También me habría gustado estar allí, con ellos.
A Alice la conmovía casi tanto como aquel acto en las escaleras externas del Post Office que tantas mujeres de la organización femenina de los rebeldes, Cumannna mBan, hubieran participado en la rebelión. Eso sí lo había visto con sus propios ojos el monje capuchino. En todos los reductos rebeldes, las mujeres fueron encargadas por los dirigentes de cocinar para los combatientes, pero luego, a medida que se desataban las refriegas, el peso mismo de la acción fue ampliando el abanico de responsabilidades de esas militantes de la Cumannna mBan, a las que los tiros, las bombas y los incendios arrancaron de las improvisadas cocinas y convirtieron en enfermeras. Vendaban a los heridos y ayudaban a los cirujanos a extraer balas, su turar heridas y amputar los miembros amenazados de gangrena. Pero, acaso, el papel más importante de esas mujeres —adolescentes, adultas, orillando la vejez— había sido el de correos, cuando, por el creciente aislamiento de las barricadas y puestos rebeldes, fue indispensable recurrir a las cocineras y enfermeras y enviarlas, pedaleando en sus bicicletas y, cuando éstas escasearon, a la velocidad de sus pies, a llevar y traer mensajes, informaciones orales o escritas (con instrucciones de destruir, quemar o comerse esos papeles si eran heridas o capturadas). Fray Austin aseguró a Alice que los seis días de la rebelión, en medio de los bombardeos y los tiroteos, las explosiones que derrumbaban techos, muros, balcones e iban convirtiendo el centro de Dublín en un archipiélago de incendios y montones de escombros chamuscados y sanguinolentos, nunca dejó de ver, yendo y viniendo prendidas del volante como unas amazonas a sus cabalgaduras, y pedaleando furiosamente, a esos ángeles con faldas, serenas, heroicas, impertérritas, desafiando las balas, con los mensajes y las informaciones que rompían la cuarentena que la estrategia del Ejército británico quería imponer a los rebeldes aislándolos antes de aplastarlos.
—Cuando ya no pudieron servir de correos, por que las tropas ocupaban las calles y la circulación era imposible, muchas tomaron los revólveres y los fusiles de sus maridos, padres y hermanos y pelearon también —dijo Alice—. No sólo Constance Markievicz mostró que no todas las mujeres pertenecemos al sexo débil. Muchas pelearon como ella y murieron o fueron heridas con las armas en la mano.
—¿Se sabe cuántas?
Alice negó con la cabeza.
—No hay cifras oficiales. Las que se mencionan son pura fantasía. Pero una cosa sí es segura. Pelearon. Lo saben los militares británicos que las detuvieron y las arrastraron al cuartel de Richmond y a la cárcel de Kilmainham. Querían someterlas a cortes marciales y fusilarlas también a ellas. Lo sé de muy buena fuente: un ministro. El gabinete británico se aterrorizó pensando, con razón, que si empezaban a fusilar mujeres Irlanda entera se levantaría en armas esta vez. El propio primer ministro Asquith telegrafió al jefe militar en Dublín, sir
John
Maxwell, prohibiéndole de manera terminante que se fusilara a una sola mujer. Por eso salvó su vida la condesa Constance Markievicz. La condenó a muerte una corte marcial pero le han conmutado la pena por prisión perpetua debido a la presión del Gobierno.
Sin embargo, no todo había sido entusiasmo, solidaridad y heroísmo entre la población civil de Dublín durante la semana de combates. El monje capuchino fue testigo de pillajes en las tiendas y almacenes de Sackville Street y otras calles del centro, cometidos por vagabundos, picaros o simplemente miserables venidos de los barrios marginales vecinos, lo que puso en una situación difícil a los dirigentes del IRB, los Voluntarios y el Ejército del Pueblo que no habían previsto esta deriva delictuosa de la rebelión. En algunos casos, los rebeldes trataron de impedir los saqueos a los hoteles, incluso con disparos al aire para ahuyentar a los saqueadores que devastaban el Gresham Hotel, pero, en otros, los dejaron hacer, confundidos por la manera como esa gente humilde, hambrienta, por cuyos intereses creían estar luchando, se les enfrentaba con furia para que la dejaran desvalijar las tiendas elegantes de la ciudad.
No sólo los ladrones se enfrentaron a los rebeldes en las calles de Dublín. También muchas madres, esposas, hermanas e hijas de los policías y soldados a los que los alzados en armas habían atacado, herido o matado duran te el Alzamiento, grupos a veces numerosos de hembras intrépidas, exaltadas por el dolor, la desesperación y la rabia. En algunos casos esas mujeres llegaron a lanzarse contra los reductos rebeldes, insultando, apedreando y escupiendo a los combatientes, maldiciéndolos y llamándolos asesinos. Esa había sido la prueba más difícil para quienes creían tener de su parte la justicia, el bien y la verdad: des cubrir que quienes se les enfrentaban no eran los perros de presa del Imperio, los soldados del Ejército de ocupación, sino humildes irlandesas, cegadas por el sufrimiento, que no veían en ellos a los libertadores de la patria, sino a los asesinos de los seres queridos, de esos irlandeses como ellos cuyo único delito era ser humildes y hacer el oficio de soldado o policía con que se ganaban siempre la vida los pobres de este mundo.
—Nada es blanco y negro, querido —comentó Alice—. Ni siquiera en una causa tan justa. También aquí aparecen esos grises turbios que todo lo nublan.
Roger asintió. Lo que su amiga acababa de decir se aplicaba a él. Por más que uno fuera precavido y planeara sus acciones con la mayor lucidez, la vida, más compleja que todos los cálculos, hacía estallar los esquemas y los reemplazaba por situaciones inciertas y contradictorias. ¿No era él un ejemplo viviente de esas ambigüedades? Sus interrogadores Reginald Hall y Basil Thomson creían que él vino de Alemania a ponerse a la cabeza del Alzamiento cuyos dirigentes le ocultaron hasta el último momento porque sabían que se oponía a una rebelión que no con tara con las Fuerzas Armadas alemanas. ¿Se podía pedir más incongruencias?
¿Cundiría ahora la desmoralización entre los nacionalistas? Sus mejores cuadros estaban muertos, fusilados o en la cárcel. Reconstruir el movimiento independentista tardaría años. Los alemanes, en quienes tantos irlandeses, como él mismo, confiaban, les habían dado la espalda. Años de sacrificio y empeños dedicados a Irlanda, perdidos sin remedio. Y él aquí, en una cárcel inglesa, esperando el resultado de un pedido de clemencia que probablemente sería denegado. ¿No hubiera sido mejor morir allá, con esos poetas y místicos, pegando y recibiendo tiros? Su muerte habría tenido un sentido rotundo, en vez de lo equívoco que sería morir en la horca, como un delincuente común. «Poetas y místicos». Eso eran y así habían actuado, eligiendo, como foco de la rebelión, no un cuartel o el Dublin Castle, la ciudadela del poder colonial, sino un edificio civil, el de Correos, recién remodelado. Una elección de ciudadanos civilizados, no de políticos ni militares. Querían conquistar a la población antes que derrotar a los soldados ingleses. ¿No se lo había dicho tan claramente Joseph Plunkett en sus discusiones de Berlín? Una rebelión de poetas y místicos ansiosos de martirio para sacudir a esas masas adormecidas que creían, como
John
Redmond, en la vía pacífica y la buena voluntad del Imperio para conseguir la libertad de Irlanda. ¿Eran ingenuos o videntes?