Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
«Siempre que toco al piano esta pieza, me resulta muy difícil concluirla. Los recuerdos son a veces tan agresivos, tan sádicos... disculpa, Elena... soy de lágrima floja... y me da rabia, porque me hace sentir vulnerable, pero no puedo remediarlo.
»—Deberías descansar, Clarita. Ha sido para ti un día difícil.
»-—Prefiero seguir hablando, me hace bien... Verás, el libreto de
Tancredi
está basado en un drama de Voltaire, lo que regocijaba aún más si cabe a las señoras del club. Imagínate al beaterío de la platea y los palcos disfrutando de una obra escrita por el mayor de los herejes. La tía había elegido la pieza a modo de metáfora para expresar con ella el deseo de que, al igual que el héroe siciliano, alguien invadiera el país y derribara al gobierno de Cerna.
»Pero el aria, compuesta para dos voces femeninas y arreglada como contradanza, nunca se llegó a interpretar esa noche. De repente, la orquesta comenzó a hacer sonar la fanfarria que precede al
Ecco le trombe,
otra de las arias favoritas del público guatemalteco y que demandaba con mucha frecuencia.
»Alida y Elvira clamaban
¡al campo, al campo!,
a la lucha, al combate, con un ardor que contagiaba a todos. Nadie bostezaba, nadie tenía los ojos a medio cerrar. La mayoría había erguido el cuerpo y escuchaba al borde de la butaca la emotiva invocación guerrera.
»A mí, te juro, se me puso la carne de gallina. Y entre el paparapá de la fanfarria, las voces de las divas y el ritmo marcial del dueto, tuve la intuición de que allí estaba ocurriendo algo importante que yo no acababa de entender.
»Miré al palco de Cerna. A la escasa luz de las candilejas, el presidente y sus hombres parecían pájaros disecados. Pero entre las arrugas de los cortinajes pude ver al jefe de los servicios secretos, un militar de apellido Ortiz, quien susurraba unas palabras al oído del Mayor General del Ejército, el cual, a su vez, le pasó el mensaje al presidente, justo en el momento en que doña Soledad Moreno entraba en nuestro palco y le decía a doña Leona algo al oído.
»Doña Leona dio un pellizco a la tía y le contó el chisme. La tía Emilia se volvió a doña Anita Arce y le cuchicheó unas palabras. Y doña Anita, quien además de impulsiva era también muy mal hablada, se dejó decir en voz alta:
»—Ahora sí te jodiste,
Huevosanto.
»Cerna se había levantado del asiento y abandonaba precipitadamente el teatro, seguido por el jesuita, el ministro Echeverría y los escoltas.
»—Alégrate —le dijo la tía Emilia a doña Anita—. Poco tiempo le queda al infeliz de andar por estos trigos.
»Yo seguía sin entender y no habría de hacerlo hasta más tarde cuando supe que el reemplazo de un aria por otra tenía el propósito de anunciar en clave la invasión del mariscal Cruz por la frontera de México y el primer ataque contra el Gobierno en Nentón, una aldea de las montañas de San Marcos.
»Una ingenuidad, si tú quieres, pero así éramos de cándidas entonces. El aria confirmaba la noticia que doña Soledad Moreno se había guardado de decirnos antes de que empezara el recital, la que mi tía había cotorreado por la mañana en secreto con el licenciado Solís, la que muchos liberales, presentes en el teatro esa noche, esperaban impacientes, y la que, en fin, los conservadores temían mientras esperaban a Cerna en el vestíbulo.
»El suceso, excuso decirte, conmocionó al país hasta sus cimientos. Una revolución estaba en marcha. Y yo me contagié de aquel espíritu con el fervor de una novicia».
Néstor Espinosa salió del bufete poco después de que en el reloj de San Francisco dieran las cinco de la tarde. Caminó a grandes pasos por la Calle Real, torció en la de San Agustín, se abrió paso entre la gente que se aglomeraba ante el palenque de gallos y siguió hasta la del Cuño.
Cerca del teatrillo de aficionados donde cada viernes actuaba, reparó con extrañeza en la falta de público a la puerta del local. El portón estaba cerrado y sólo alcanzó a distinguir las figuras de Joaquín Larios y Arcadio Otero.
—Te estábamos esperando —dijo Arcadio, un joven de rostro afilado y mirada miope que hacía las veces de director de escena en
La vida es sueño
—. El teatro ha sido clausurado. No habrá función esta noche.
—Qué buena noticia. No tenía ánimo hoy para salir a escena. ¿Y puede saberse por qué lo han cerrado?
—Razones de seguridad —dijo Joaquín.
—¿Quién dice?
—Ahí lo dice —apuntó Arcadio a un edicto fijado en el portón—. Algo grave está sucediendo.
—Y ustedes no saben qué es.
—No, querido. Todo lo que sabemos es que debemos irnos de aquí enseguida.
—A dónde.
—La hermandad ha convocado una reunión urgente en
Las Acacias
—dijo Joaquín.
—Denme entonces un tiempito para dejar en casa el morral con los potingues y los trapos, y enseguida estoy con ustedes.
—No tenemos tiempo, Néstor —le apremió Joaquín—. Citaron a las cinco y media. La reunión debe de estar a punto de empezar.
Joaquín era amigo íntimo de Néstor. Tres años mayor que éste, buen bailarín, de voz campanuda y palabra precisa, muy católico, aunque también liberal. Tenía talante de líder y vestía como un dandi, lo que le había valido en el club el apodo de
Petronio.
Trabajaba con su padre, un próspero importador de vinos y licores, y era hombre retador, pero miraba de frente y tenía buenas maneras. La amistad de Néstor con él era más personal que comunitaria, más íntima de la que suele engendrar el compañerismo o la pertenencia a un grupo. No es lo mismo un amigo que un correligionario, cosa que Néstor y Joaquín sabían distinguir y priorizar.
Los tres jóvenes bajaron hasta la Pontificia Universidad de San Carlos y, en la calle de la Fortuna, enderezaron sus pasos hacia el establo de
Las Acacias.
—Supieron lo del toro, ¿verdad? —dijo Arcadio.
—Lo vi ante mis ojos cornear a un caballo, dos hombres y un chucho —dijo Néstor.
—¿Y supieron que lo ejecutaron?
—¿Al chucho? —preguntó Joaquín.
—No, hombre. Al toro.
Néstor se hizo el distraído. A esa hora de la tarde aún daba vueltas en su cabeza el pleito con su madre. No había sido capaz de desplazarlo de su mente. Sólo el recuerdo de Clara Valdés, desvaída en el sofá, el tacto de su cuerpo bajo la suavísima batista del vestido y la intensa fragancia de su piel a lima
y
a sándalo, le había permitido aliviar a ratos una desazón que volvía sin piedad a su memoria cuando recordaba la crispación de doña Genoveva.
—¿Puedes creer que cuatro soldados le dispararon con sus mosquetes y ninguno le tocó un pelo? —dijo Arcadio.
—A quién.
—¿No te digo, pues, que al toro?
—Ah, sí.
—Al oír los estampidos, el animal echó a correr hacia los puestos del mercado. Te puedes imaginar el desmadre, si llega a meterse allí.
—Me lo imagino.
—La gente huyó despavorida de los cajones. Pero, en eso, sale del palacio un soldadito, un pijuy de este alto, espinudo y pequeño, y le da cuatro gritos al toro. El animal se vuelve hacia el muchachito y ambos se quedan solos y quietos, frente a frente, como a veinte pasos de distancia.
Arcadio saltó por encima de un perro dormido y, haciendo equilibrios y eses, continuó parloteando a la par de Joaquín y Néstor. Los arrabales de la ciudad carecían de aceras y no era fácil caminar por sus calles, desiguales y sin empedrar. Aquí y allá crecía el kikuyú y, en los hoyos y las zanjas que se abrían con las aguas del invierno, la lechuguilla tupía grandes charcos de agua cenicienta y apestosa que sólo era posible atravesar caminando por tablas tendidas a modo de pontones. Los solares estaban sin nivelar y en los bordes de las calles se alzaban casas miserables y mal alineadas que se alternaban con ranchos de bajareque y techos de pajón ennegrecido por el humo. Las puertas eran tan bajas que la gente debía agacharse para entrar, y llamar ventanas a los minúsculos boquetes que daban a la calle habría sido una desmesura. Sólo alguna bacinica rota con geranios, alguna reja de madera pintada de cal, decoraban los chamizos que, al pasar cerca de ellos, exhalaban un asfixiante olor a hacinamiento y pobreza.
—El toro se puso a escarbar y a mugir —siguió Arca-dio— hasta que, de pronto, echó a correr hacia el soldadito. Lo primero que pensé fue que, si el animal se metía en el palacio, y tenía toda la pinta de querer hacerlo, allí iba a ocurrir una tragedia. Pero el muchachito, que no tendría más de dieciséis o diecisiete años, se llevó el rifle a la cara y esperó a la res. Y esperó.... y esperó... y esperó... A las regatonas les dio por chillar. También los hombres gritaban. No podían soportar lo que estaban viendo. Le decían al muchachito que se fuera de allí, que se refugiara en los soportales. Para zurrarse, te digo. Pero el soldadito no se movía ni a mentadas. Aquella cosita de nada aguantaba la embestida del toro con la tranquilidad de quien ve acercarse a un burro. El animal estaba ya como a diez pasos. Los alaridos de la gente eran horribles. Yo mismo me puse a gritar...
Arcadio, a quien Néstor sacaba una cabeza, se detuvo para tomar aliento frente a una tienda de la que salía un fuerte olor a leña quemada y a fruta podrida. Junto a la puerta, varios parroquianos sorbían chicha caliente y, bajo la ventana, una mujer escudriñaba los cabellos de una niña.
—... y adivinen qué pasó.
—¿Cómo puedo saberlo? —dijo Néstor.
—El toro se desplomó lo mismo que un costal de papas y quedó inmóvil ante el soldadito, con las patas abiertas y el morro besando las losas de la Plaza de Armas. Todavía me tiemblan las canillas al recordarlo.
—No me extraña.
—¿Y a que no saben por qué el pijuy aguantó tanto la embestida del toro?
—No, Arcadio, no lo sabemos —dijo, impaciente, Joaquín.
—Las carabinas que usan sólo atinan a dar en el blanco cuando lo tienen muy cerca.
Joaquín hizo una seña a Arcadio y éste redujo paulatinamente el paso a la par de aquél, mientras Néstor proseguía su marcha sin percatarse de que sus dos amigos habían quedado atrás.
—No estás escuchando —le dijo Arcadio—. ¿En qué piensas?
Néstor se detuvo.
—En nada importante, perdona.
—Mientes —dijo muy serio Joaquín.
—Pienso en mi madre —dijo Néstor, reemprendiendo la marcha—. Me es muy difícil vivir con ella.
—No te creo.
—Me quita mis libros, me vigila, me sigue. No hay día que no discutamos. Hoy tuvimos un agarrón a la hora de almuerzo y no sé si esta noche me toparé con las trancas de la casa puestas.
—Te vienes a dormir a la mía. Mañana se le habrá pasado.
—Es muy terca, Joaquín. Y a mí me cuesta contenerme cuando me habla en ese tono agresivo y regañón. Me empieza a subir de las entrañas una mezcla de impaciencia y de cólera que me cuesta dominar.
—Ya será menos.
—De veras. Tiene la virtud de sacar lo peor de mí. Si estallo, me siento mal todo el día. Si me lo trago, ocurre algo parecido. No sé qué hacer con ese aliento de ascuas que le brota contra mí. Me cuesta mucho dominarme. Ella lo sabe y, sin embargo, insiste en la provocación. Y lo peor es que no razona. Nadie entra aquí en razones. ¿De
qué sirve saber lo que sabes, si nadie escucha?
—La gente no entiende, Néstor -—dijo Arcadio.
—Eso creía yo, pero no es así. La gente no quiere entender.
Se acercaban a
Las Acacias.
En la puerta había un hombre de aspecto siniestro que sostenía una lanza de madera con un rejón en la punta.
—Deberías llevar una como ésta —susurró Joaquín, abriendo la levita y mostrando a Néstor el
Colt Dragoon
que portaba en una pistolera—. Estos barrios son peligrosos. Cualquier día te asalta un chicharronero de éstos y te deja como guacamol.
—Nunca me han gustado las armas.
—Pues más vale que te vayan gustando. Aquí no se puede vivir sin ellas.
—No soy un buscapleitos, Joaquín.
—Esa excusa no vale, hermano. Aquí la violencia no la buscas: es ella la que te encuentra.
El guardián, cuya misión era alejar del establo perros vagabundos, vendedores ambulantes y ganado suelto, se llevó una mano al sombrero de petate y saludó a los dos jóvenes. Néstor devolvió el gesto, pero Arcadio miró al tipo como quien mira a una res en canal.
Se adentraron en el patio del establo, sorteando el caos de carruajes, jamelgos de orejas gachas, mulas enflaquecidas y gentes de toda condición. Los viajeros que se amontonaban en el portaequipaje de las diligencias hacían equilibrismos para bajar. Empleados y mozos llevaban de acá para allá animales recién desensillados, arneses empapados de sudor animal, sacos de forraje, baúles y bolsones con encomiendas y cartas. Lloriqueaban los ejes de los vehículos, matraqueaban los resortes y las ruedas, crujían las carrocerías agobiadas por el peso de valijas y baúles.
Los tintineos de los estribos se confundían con los resoplidos de las acémilas, y un fuerte olor a cuadra y a estiércol emanaba del corralón por el que discurrían riachuelos de orines en cuyas orillas abrevaban las moscas.
«La sociedad de debates se reunía cada viernes en el establo de
Las Acacias,
al caer el sol, cuando las diligencias que volvían de La Antigua, Amatitlán y la Costa Sur se congregaban en el lugar. El establecimiento se encontraba a las afueras, al final de la calle del Administrador, en el Potrero de Rubio. La ciudad se avivaba a esa hora, debido a que coincidían actividades como el rosario, el teatro o las sesiones en la Cámara de Representantes, y esa animación vespertina permitía encubrir las actividades del club. Porque en realidad era un club, Elenita, una sociedad de ideas que imitaba ciertas reglas de la masonería, como, por ejemplo, la de ponerse apodos. Se asignaban sobrenombres de personajes y con ellos se reconocían, lo que daba a sus miembros esa sensación de pertenencia y hermetismo propios de las sociedades secretas.
»Al principio, cuando eran sólo unos pocos, se reunían en un reservado de la cervecería del señor Bertholin, pero cuando el grupo creció, decidieron moverse a
Las Acacias
para no despertar sospechas. El dueño del establo era don Jaime Segura, un mallorquín venido a Guatemala cuando contaba doce años. Don Jaime era también masón y le había puesto al negocio ese nombre cuando descubrió que, entre las cañas y matorrales del terreno donde planeaba construir el establo, crecía un par de acacias. Y le pareció una señal. Entre masones, la acacia y su perenne verdor simbolizaban la vida y la libertad que no mueren ni se dejan nunca vencer por adverso que sea el entorno donde