Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
«La tía Emilia había muerto en vida. No sólo no me reconocía, sino que mostraba hacia mí una dolorosa indiferencia. Pobrecita. Tuve que imponerme de asuntos que ignoraba por completo, como rentas, gastos y esas cosas. La tía había previsto mi futuro, pero yo estaba en gallo de lo que siempre pensé eran sólo menudencias. Y encontrarte de golpe con que debes ocuparte de cosas que no entiendes, y además que no te gustan, me tenía sin dormir.
»Joaquín me ayudó muchísimo. Y el apoyo que recibí de él fue impagable. Un abogado como don Ernesto es útil, pero una confía siempre más en los amigos. Se portó como un hermano mayor. Venía a diario a la casa para interesarse por la tía, me acompañaba al bufete o teníamos largas pláticas sobre cómo solventar el asunto de la herencia.
»Mi vida había sufrido un cambio inesperado. Era totalmente libre, podía hacer lo que quería. Podía usar mi albedrío sin límites ni censuras. Y Joaquín me hacía sentir deseada, algo que no me ocurría desde que Néstor me dejó de escribir. Pero, en eso, sucedió lo de Tacaná. Y mi vida volvió a complicarse. Todo el mundo se alebrestó: liberales y conservadores, pirujos y cachurecos, curas y laicos, ricos y pobres. En Jericó habían sonado las trompetas y Tancredi volvía a la patria. Tancredi el bueno, el genuino.
Y como era de esperar, se multiplicaron los entusiasmos, de un lado, y de otro, se desataron las cóleras. Para la aristocracia y el clero, los bárbaros se acercaban a las puertas de la ciudad. Para nosotros, en cambio, la libertad había entonado en Tacaná un emocionado canto de esperanza».
Tacaná, 3 de abril de 1871,
Lunes Santo
La columna del coronel Antonio Búrbano, corregidor de San Marcos, alcanzó la cumbre de la sierra que separaba Ixchiguán de Tacaná a hora temprana. Habían salido seis horas antes de la hacienda
San Sebastián
y marchado entre nieblas y lloviznas por un camino de herradura tallado a pico sobre la ladera de un profundo precipicio. La grava y los guijarros crujían bajo los cascos de las cabalgaduras, y los soldados, alrededor de trescientos, resollaban ateridos bajo el frío de la madrugada.
Búrbano detuvo su montura en la cumbre y contempló el valle que tenía ante sí y el volcán que lo vigilaba. La mañana prometía ser clara y limpia. Sólo enfrente y a lo lejos, sobre la Sierra Madre, por cuyas azuladas crestas corría la aún imprecisa frontera que separaba México de Guatemala, una corona de nubes pintaba de plomo el cielo.
El coronel desabotonó la funda de cuero que llevaba al cinto, extrajo unos binoculares y, llevándoselos a los ojos, barrió aquella orografía estremecida y rota cuyas profundas quebradas e inesperados relieves semejaban el costillar de un coloso. Quizás no hubiese un lugar más inhóspito en el mundo y, siempre que lo observaba, solía concluir que asomarse a aquel valle era como hacer un viaje al génesis del planeta.
A Búrbano se le había asignado la tarea de impedir que contrabandistas e insurgentes entraran al país por aquel lugar, pero lo escarpado de la sierra hacía prácticamente imposible, si no estéril, el esfuerzo. Aquella pétrea cornisa tenía más pasos que una mazurca y más agujeros que un canasto.
Tal y como esperaba, el corregidor no alcanzó a descubrir movimiento humano alguno. Sólo las pedregosas laderas donde humeaba la niebla matutina, extensas manchas de bosques centenarios, unos pocos ranchos dispersos y una tierra miserable de la que apenas podía extraerse lo justo para vivir.
A los pies de la imponente serranía, dormitaba Tacaná, una aldea de pastores donde concluían el país y los caminos, o quizá donde empezaban, cuando menos para los veintiocho o treinta rebeldes que habían cruzado la frontera cinco días antes con el decidido propósito de derrocar al gobierno de Cerna.
—Mi coronel.
Búrbano contuvo un respingo al oír la voz áspera y gritona de Mariano Guillén, quien con otros dos capitanes conformaban la terna que comandaba la tropa. Guillén tenía la perra costumbre de acercarse a Búrbano sin hacer ruido y sorprenderlo con aquella voz rasposa capaz de despertar a un muerto.
—Qué sucede, capitán.
—Tengo información fidedigna. Uno de nuestros exploradores la acaba de traer. Parece ser que los facciosos se han refugiado en la loma que se alza a la entrada de la aldea.
—Baje la voz, Guillén. Le oigo perfectamente. Cuál loma.
—Esa de ahí abajo, mi coronel.
Búrbano enfocó los binoculares hacia el altozano que se interponía entre el camino y la aldea.
—No veo nada ahí, Guillén.
—Están escondidos detrás de los árboles, en la cima.
—Guillén —suspiró Búrbano—, no es la primera vez que me mete en un lío por culpa de la «fidedigna» información que obtiene. ¿Está seguro de que están ahí?
—Nadie puede estar seguro de esta gente, mi coronel. Ya sabe cómo son los indios, pero el que nos informó es de fiar.
—¿Lo conoce?
—Es uno de los pastores a quienes pagamos para que vigilen los movimientos de la frontera.
—Ajá.
—Los facciosos llegaron ayer al pueblo, tomaron el cuartelillo y andan reclutando gente. Deben de haberles dicho que veníamos por ellos y se han hecho fuertes ahí, en esa loma. Todo coincide, mi coronel. Es la misma información que nos había dado el espía que el Gobierno tiene en Comitán de las Flores.
—No me fío de ese tipo, Guillén. ¿Cómo puede llamar invasión a una fuerza de treinta desharrapados?
—El pastor dice que llevan uniformes.
—¿Uniformes? ¿Esos pelados? No diga tonterías, Guillén.
—De veras, mi coronel. Llevan uniformes del ejército de la Unión. Todos nuevecitos.
—Entonces no son rebeldes, capitán, son gringos que nos vienen a invadir.
Guillén se sonrojó con la broma.
—No, mi coronel. Todos hablan
la Castilla.
Búrbano asintió, aunque no muy convencido, y señaló al capitán el sendero que descendía a la aldea.
La columna echó de nuevo a andar y, mientras observaba con mirada perdida el paso de sus soldados, Búrbano se preguntó qué clase de ejército era aquél cuyos uniformes podían llamarse cualquier cosa menos eso, uniformes. Botas desiguales, chamarras de colores desvaídos, sombreros de petate. Unos aventureros, en cambio, invadían el país y lo hacían vestidos con uniformes del ejército de Estados Unidos. No, aquél no era un ejército serio. Por Dios que no lo era. Pero eso le preocupaba ya poco. Unos meses más, sólo unos meses, y pediría el retiro. Odiaba el frío, las nieblas matutinas, las nieblas vespertinas y el olor a oveja. Sobre todo el olor a oveja. Se iría a Mazatenango a vivir el resto de sus días. Allí tenía unas tierras, su mujer y cuatro hijos. No moriría rico, pero sí caliente.
Y sin olor a oveja.
Búrbano cabalgó a solas un buen rato. De vez en cuando alzaba los binoculares, hacía un recorrido panorámico del valle y volvía a sumirse en el mutismo.
A la vuelta de uno de los pronunciados ganchos del sendero que bajaba a Tacaná, vio a Guillén que le aguardaba junto a una peña medio enterrada.
—Ese es el sitio —dijo Guillén.
El capitán señalaba con el dedo una colina alargada, con una leve depresión en medio, que se interponía entre el camino y la aldea de pastores. El sendero bordeaba el pie de la loma y luego desaparecía tras ella.
Búrbano se alzó la visera de la gorra y resopló.
—Que la tropa descabalgue allá abajo, junto a ese pucho de pinos. Que coman y descansen unas horas. Mientras, envíe tres hombres a explorar los alrededores del cerro.
Sacó un reloj de bolsillo y vio la hora.
—Dígales a Cárdenas y a Rubio que tengan listos a sus hombres para las cuatro. Hay que hacer este trabajito antes de que baje la niebla. No quiero pasar la noche al sereno.
Guillén hizo ademán de montar su caballo, pero Búrbano le detuvo.
—Sólo son treinta, me dice.
—Así es, mi coronel.
—Más le vale, porque si su información no es buena, le juro por lo más santo que le va a costar la paga de tres meses.
Entumecido por la helada que caía sobre el valle de Tacaná, Néstor Espinosa vigilaba la vereda que bajaba de Ixchiguán, en uno de los dos espolones de la colina donde Rufino había dispuesto emboscar a la tropa de Búrbano. A esa hora del alba, el sol no había decidido aún qué camino tomar. Era sólo un resplandor difuso tras el perfil de la sierra. Las estrellas habían empezado a apagarse y el viento susurraba en los pinos un canto de soledad.
La vigilia hacía la guardia tediosa y, para mantenerse alerta, Néstor aspiraba de vez en cuando el casi imperceptible rastro de perfume que aún guardaba el pañuelo rojo, bordado con la palabra
liberté,
que Clara le había regalado al partir. Clara era su destino y su ventura, y ninguna cosa era para él más importante que volver a encontrarse con ella. Ni siquiera la inminencia del combate lograba apartar esa obsesión de su mente. El amor tenía extraños caminos. A menudo inesperados. Como la enrevesada ruta que había debido seguir para volver a casa: México, Veracruz, Nueva York, Nueva Orleans, Guadalupe Frontera, Villa-hermosa, San Cristóbal, la Sierra Madre. Pero Clara y sólo Clara seguía siendo el eje de su existencia. Quizá no fuera más que un amor ingenuo y excesivamente platónico, como el de don Quijote por Dulcinea, pero qué podía eso importarle si sentirlo
y
evocarlo era lo que le daba la vida.
Se subió las humedecidas solapas del
frock coat
azul marino y suspiró. Hubiera deseado quedarse en Comitán, junto a
Chico
Andreu,
Basilio, Saint-Just,
los
Profetas
y el grupo que integraban la plana mayor del general García Granados. Pero Rufino había insistido en llevárselo con él. Necesitaba, había gritado (no sabía pedir las cosas de otro modo que no fuera a gritos) un especialista como Néstor para entrenar a los voluntarios que consiguiera reunir en los pueblos de la sierra. Y ahora, ante la perspectiva de un combate que no esperaban, Néstor se decía si no había sido imprudente de su parte haber aceptado acompañar a Rufino, creyendo que todo cuanto tenía que hacer era enseñar a disparar los
Remington
a los reclutas.
Volvió la mirada hacia el diminuto poblado que se alzaba en mitad de la planicie. De sus ranchos de paja y adobes empezaban a brotar los humos de la mañana. Giró los ojos a los parapetos de la colina y vio a Rufino venir hacia él.
Era la enésima vez que lo hacía. Su sueño ligero e inquieto le había abandonado, como siempre, horas antes del amanecer, y desde entonces no había hecho otra cosa que inspeccionar las laderas y los espolones de la loma, bajar al sendero que pasaba al pie, volver a subir a la cima, revisar la posición de los hombres, deteniéndose ante el más mínimo ruido, como un perro de caza, ceñudo, absorto a veces, y con la mirada puesta en las escarpas y las torrenteras que bajaban de la sierra de Ixchiguán.
—¿Nada todavía? —le preguntó a Néstor.
—Nada, mi coronel.
Rufino miró con prevención a Néstor, como si hubiese captado algún vestigio de sorna en su voz. Desde que García Granados le había entregado en la hacienda
Los Puentes
el despacho, Néstor le llamaba así, mi coronel. Pero el hecho de que el grado lo hubiese obtenido en forma gratuita, parecía hacerle pensar que el saludo de Néstor escondía algún sarcasmo.
El guerrillero no vestía uniforme, como el resto de la tropa, sino una camisa roja de mangas abolsadas y cuello redondo, de las llamadas garibaldinas, un sombrero de junco hasta las cejas, una bufanda con dibujo escocés en torno al cuello y un capote sobre los hombros. A saber dónde y cuándo se había agenciado la camisa, pero se la había echado encima al cruzar la frontera y no se la había vuelto a quitar. Néstor imaginaba que Rufino sentía admiración por Garibaldi, debido a que detestaba al Papa, y porque aspiraba a unificar Italia con el mismo fervor que Rufino ambicionaba un día hacerlo con la América Central.
En el centro de la colina, escondidos tras espesos matorrales y protegidos por los troncos que Rufino había mandado tumbar a modo de parapetos, se tendían en el suelo veintisiete hombres a quienes Néstor había entrenado en el uso de los rifles. Una fuerza singular, sin duda. Catorce de ellos eran oficiales, título que García Granados les había concedido según la experiencia de cada quién. Uno de ellos, llamado Julio, era sobrino del general y había sido designado segundo jefe de la expedición, a la par de Rufino, tal vez para vigilar a éste. El resto lo conformaban un comandante, cuatro capitanes, dos tenientes, uno de ellos Andrés, el cuellilargo, y cinco subtenientes, entre los que se contaba
Goyo,
su otro factótum. Total, catorce oficiales para mandar a trece soldados. Habían cruzado la frontera por el río San Gregorio cinco días antes y todos estaban sabidos de que no habría marcha atrás. El gobernador de Chiapas les había prohibido regresar a México. Si lo hacían, serían tratados como una fuerza invasora.
Néstor se sorprendió pensando que, si bien las cumbres de la Sierra Madre podían ser un espacio venturoso para ascetas y eremitas, no lo era para él ni para aquel grupo de hombres calzados con alpargatas de esparto y uniformados de azul oscuro. Luego de deambular varios días por aldeas y caseríos, Rufino sólo había conseguido reunir unos pocos reclutas, los cuales había dejado en Tacaná cuidando provisiones y acémilas, pues ni conocían las armas ni había habido tiempo para adiestrarlos en su uso.
Rufino había esperado que los pueblos se alzasen al grito de viva la libertad y muera la tiranía, pero sólo había obtenido indiferencia. En Cuilco, en Ishón, en el mismo Tacaná. Los indios que habitaban aquellos páramos habían escuchado las arengas con el gesto impenetrable e inexpresivo de quienes observan pasar una nube. Y acaso tuvieran razón. ¿Quiénes eran Rufino y sus hombres, si no una de las muchas bandas armadas que deambulaban por la cornisa de la Sierra Madre, jugando a derrocar al gobierno y prometiendo a la gente el oro y el moro? ¿Y cómo creer que aquella gente, tribal y primitiva, cayera de hinojos al grito de libertad, cuando no conocían otra cosa que la opresión y la servidumbre?
Por eso Rufino estaba inquieto. La noche anterior había sabido que el corregidor de San Marcos tenía noticias de ellos y que se dirigía a Tacaná con su tropa. La primera reacción de Julio, el sobrino del general, fue buscar refugio en la sierra, pero Rufino se resistió. Conocía las tácticas de Búrbano. Tarde o temprano les daría alcance y no podría elegir el terreno donde enfrentarse a él. Era preferible tenderle una emboscada, en vez de que fuese Búrbano quien les emboscara a ellos. Y ésa era la razón de que se hubiesen apostado en aquella colina.