Padre e hijo prepararon con las patatas y las zanahorias que les quedaban en la despensa un gran puchero que acompañarían de una hogaza de pan. Guillermo no paró de hablar de las clases que el padre Flotats había impartido ese día, mientras Juan iba vertiendo el caldo en los cuencos —a base de esfuerzo y golpes había aprendido a defenderse con la mano izquierda—. El pequeño explicó que había sido el primero de la clase en empezar a sumar números de cuatro cifras y le habían premiado por su buena caligrafía. Juan le felicitó; la inteligencia de Guillermo no le venía de nuevas, le había visto crecer y formarse mucho más rápido que a ningún otro crío de su edad. Su pasión y curiosidad le recordaban a su padre, Raúl, cuyo carácter despierto e inconformista le había empujado a luchar por los derechos de la clase trabajadora. Cuánto añoraba a su hermano pequeño, que había decidido seguir sus pasos desde la miseria del pueblo.
—Ve a avisar a Dimas mientras yo termino de poner la mesa —pidió al pequeño, que obedeció sin rechistar.
Juan escuchó al chico golpear la puerta con los nudillos mientras él colocaba las cucharas y los vasos en la sala. Desde la marcha de Carmela siempre se había encargado de la comida y de que la casa estuviera en condiciones.
Oyó cerrarse la puerta y se sentó ante la mesa cuadrada. La silueta alta y fibrosa de su hijo mayor seguía a Guillermo. Juan no sabía cómo, pero ese niño era el único capaz de acceder a la parte más tierna de Dimas; los demás sólo recibían distancia. En cuanto vio su rostro anguloso supo que la cena no iba a ser tranquila. Dimas se sentó y los tres formaron un triángulo. Juan cerró los ojos y dio gracias a Dios por los alimentos que estaban a punto de llevarse a la boca. Sólo Guillermo respondió «Así sea», en tanto que Dimas se arremangaba la camisa y empezaba a comer con apetito.
Con la cuchara hundida en el caldo, Juan se atrevió a comentar lo que le habían dicho en el tranvía.
—Carles me ha asegurado que las cosas no están bien por allí, ¿es eso cierto? —preguntó con algo de inquietud.
Dimas apretó los labios. Sabía que Carles era un antiguo compañero de trabajo de su padre y si éste lo había visto sería porque seguramente se había pasado el día haciendo aquellos malditos recados. Juan notó la tensión en la mirada de su hijo, quien, sin embargo, se limitó a cabecear brevemente y continuar con la conversación:
—¿Es que han estado bien alguna vez? —dijo en tono cansino.
—Cuando yo trabajaba…
Dimas le interrumpió. Habló con voz grave y elevando el tono:
—Cuando usted trabajaba ya estaban mal, a ver por qué si no murió su hermano. —Juan miró de reojo a Guillermo, que siguió comiendo sin darse por aludido—. Lo que pasa es que usted nunca se ha quejado, todo le parece bien… ¡Pues no! Trabajamos más de once horas diarias y cobramos una miseria. —Dimas volvió a dirigir su mirada al plato con la intención de tranquilizarse. Continuó con un tono algo más calmo—: Tengo ya veintiocho años y llevo matándome a trabajar desde los catorce. Y sólo tenemos para esto. —Alzó la cuchara con un trozo de zanahoria dentro—. Guillermo es inteligente y podría llegar muy lejos si estudiara, pero como somos pobres y no tenemos un céntimo, no podrá seguir con el bachillerato y acabará conmigo en las cocheras, rompiéndose la espalda cada día para seguir comiendo patatas el resto de su vida.
—Yo no iré a las cocheras —intervino el niño, convencido—. El padre Flotats cree que puedo llegar donde me proponga. Así que no te preocupes, no trabajaré contigo.
Dimas observó a su hermano y calló al ver su rostro iluminado por la inocencia. Le despeinó el pelo, ya de por sí revuelto, y le contestó:
—Tienes razón. A veces digo tonterías.
—Entonces será que eres un poco tonto, ¿no crees? —soltó el niño con una sonrisa traviesa. Dimas no tuvo más remedio que responder con otra.
—Un poco sí que lo es —añadió Juan, también jovial. Y dio por finalizada la discusión cortando un buen pedazo de pan para cada uno.
Guillermo tenía razón, pensó su padre. Dimas no era mal chico, sólo estaba harto. Durante años le había inculcado valores como el respeto, el amor al trabajo o la importancia de un empleo fijo y, a pesar de que sabía que sin lugar a dudas esos principios habían calado en él y los respetaba, a menudo percibía que su hijo parecía vivir en un estado permanente de insatisfacción. Le recordaba a él mismo de joven, cuando se negó a seguir en el pueblo y, desoyendo las protestas de su familia, se rebeló ante la posibilidad de perpetuar su destino en aquel rincón alejado del progreso y de cualquier oportunidad de prosperar.
Pero ahora todo era diferente, o eso creía Juan. A su modo de ver, Dimas no había conocido el hambre de verdad, la auténtica miseria, y quizá por eso no valoraba lo que tenía.
Lo cierto es que recelaba de ese perenne descontento en que su hijo parecía instalado. Le recordaba a su hermano Raúl y temía que Dimas pudiera hacer algún día una locura y seguir sus pasos. Juan, sin borrar la sonrisa de su rostro, empuñó la cuchara con más fuerza. Se resistía a pensar que algo malo pudiera volver a sacudir la seguridad de aquel hogar ya de por sí roto.
A las seis de la mañana del día siguiente, el sol aún no había hecho acto de presencia. Los días, cortos y fríos, se sucedían monótonos en la ciudad dormida. Los adoquines estaban cubiertos por la humedad de la madrugada, que parecía posarse también sobre los párpados. Dimas Navarro, embutido en su gorra de paño, el cuello de la chaqueta subido hasta sobrepasar la barbilla y las manos en los bolsillos agujereados, caminaba hacia las cocheras. A medida que se acercaba, el ruido de otros pasos se sumaba a los suyos. Cuando entraron, cada empleado sabía qué hacer, adónde dirigirse, todos con la misma oscura determinación esculpida en el rostro. Parecían extraños entre sí, o tan acostumbrados a convivir que una sola mirada bastaba para saludarse. El cansancio sobrevolaba por encima de sus cabezas como una tosca ave carroñera. El sol se empecinaba en no aparecer, pero el cielo comenzaba a acerarse con un fulgor metálico.
Las cocheras de Horta estaban formadas por varios edificios adyacentes de estilo árabe. El más grande era el de las cocheras propiamente dichas, donde se resguardaban los vehículos de las líneas 45 y 46 y se acondicionaban para su uso diario. A este edificio lo seguían otros dedicados al taller de pintura, al de carpintería o a las oficinas. El resto de construcciones se destinaban a la subcentral eléctrica y los acumuladores, los almacenes, el gasógeno y las bombas. Lo que no había, sin embargo, era un comedor donde los obreros pudieran dar cuenta de su almuerzo, así que la mayoría se desperdigaba por el patio o salía a los alrededores, plagados de campos de cultivo y pequeños huertos. A veces, al mediodía, se los podía ver paseando entre las pocas masías que aún aguantaban, amenazadas por los nuevos edificios que se iban construyendo o por los suburbios de barracas que se levantaban de la noche a la mañana. Ahí era donde se encontraban jornaleros y temporeros, gentes que ni siquiera podían presumir de un salario humilde. Se movían como sombras sin destino entre los marjales y los costurones polvorientos de una ciudad que todavía no estaba acabada, en busca de una ocupación que llenara sus días.
Los trabajadores tampoco contaban con un lugar donde cambiarse de ropa; apenas había un hueco junto al depósito de agua, instalado en el patio con un par de grifos. Era lo único de lo que disponían para su aseo personal. La mayoría salía de casa con la ropa de trabajo puesta y, en invierno, esperaban a llegar al hogar para lavarse. Quien más quien menos contaba con una sencilla cocina de carbón donde poner el agua a calentar.
En el interior del edificio destinado a las cocheras, el espacio se separaba en seis vías donde se amontonaban gran cantidad de vehículos. Hacia el final de la nave, arrumbados contra la pared ennegrecida, se distinguían pantógrafos oxidados, puertas desmontadas de diferentes colores, un sinfín de vidrios rectangulares y otros que así, fuera de lugar, parecían completamente inútiles. En esa especie de punto muerto de las cocheras se cruzaban las piezas nuevas o arregladas que estaban destinadas a colocarse en breve y las rotas o viejas que necesitaban ser sustituidas.
En las distintas secciones, los trabajadores empezaban cada mañana a desperezarse con la faena que tuvieran encomendada. La mayoría llevaba varios años trabajando allí en la reparación de los vehículos dañados, la limpieza y preparación de los destinados al uso diario, el mantenimiento según los parámetros básicos proporcionados por el fabricante y alguna que otra mejora que se iba introduciendo, generalmente con cuentagotas, en los modelos más viejos.
La sensación era de completa actividad, pero como los trabajadores permanecían aislados entre sí, daba la extraña impresión de que unos destruían lo que los otros construían. Todos estaban ocupados montando y desmontando, repintando, lijando y engrasando componentes, solos o en pequeños grupos que se repartían las zonas. El movimiento parecía responder a una anarquía total en la que cada uno se dedicaba a aquello a lo que sus apetencias le empujaban.
Pero en realidad no era así: cada obrero seguía instrucciones precisas que debían obedecerse sin la menor discusión. Puntualmente, los vagones iban abandonando el hangar y salían entre horribles chirridos a la luminosidad hiriente de la calle, que contrastaba con la penumbra grasienta y metálica del interior. Las jornadas de seis de la mañana a seis de la tarde se prolongaban todos los días porque siempre había trabajo urgente que hacer. Las horas extras se iban acumulando bajo la promesa de ser pagadas en un futuro próximo, cuando las cuentas de la empresa lo permitieran. Y también siempre, esas cuentas nunca terminaban de cuadrar, a pesar del flamante coche con motor de explosión que usaba el consejero de la empresa para acudir a su despacho.
A todo esto se añadía un hecho coyuntural: desde que en 1911 se produjera la unión de las diferentes líneas de tranvías de la ciudad bajo una misma empresa —la belga Les Tramways de Barcelona—, los modelos más nuevos se habían destinado a las líneas que recorrían el centro y la zona alta, dejando los vehículos antiguos para las más radiales, como la 45 y la 46, precisamente en las que trabajaba Dimas y en las que había trabajado su padre.
Dimas Navarro se afanaba en su puesto de mantenimiento. Estaba acabando de engrasar la dirección de un tranvía, el mecanismo que permitía seguir con suavidad los virajes de los raíles. Si no respondía bien, podía incluso hacer saltar la rueda del raíl. Se mostraba competente en este trabajo; conocía muy bien su importancia, sobre todo en los coches tractores que ya tenían sus largos años de uso. Daniel Montero, el contramaestre, se acercó y le puso una mano en el hombro:
—Navarro, deja lo que estés haciendo y ve a ayudar a la cuadrilla de Pons a instalar las mamparas y las ventanillas en los nuevos cuatrocientos.
—De acuerdo, acabo esto y voy —contestó Dimas sin dejar lo que estaba haciendo.
—No, ve ya. Esta máquina no corre prisa.
—Pero…
—¿Pero qué, Navarro? ¿Tenemos ganas de discutir de buena mañana? Son órdenes de arriba, ya sabes… —Hizo un gesto como si se cosiera la boca.
Dimas se apartó del tranvía y colocó las herramientas en un rincón lleno de grasa, se limpió las manos con el trapo que colgaba de su cintura y se dio la vuelta sin rechistar. No servía de nada discutir con el contramaestre.
Daniel Montero era un individuo alto, atezado. Llevaba la cara siempre perfectamente rasurada y era delgado en extremo. Sus ojos oscuros refulgían a impulsos, como una tormenta eléctrica, y pocos eran los que podían aguantar su mirada en un desafío o una bronca. Quizá por eso le habían hecho contramaestre, a pesar de que era por todos sabido que tiempo atrás había entrado en contacto con los sindicatos clandestinos y, a decir de algunos, seguía manteniéndolo. No era arbitrario ni cruel, pero sí duro. Ningún trabajador se atrevía a llevarle la contraria, entre otras cosas porque casi nunca enviaba a nadie a hacer algo innecesario. Cualquiera a quien se le hubiese preguntado hubiera admitido que era justo y, por ello, casi todos respetaban su opinión.
Dimas era, sin embargo, una de las excepciones. Veía en la mirada del contramaestre un matiz de superioridad que no le gustaba. En ocasiones observaba un desprecio hacia sus compañeros que no cuadraba con su labor clandestina como portavoz del descontento general. Pretendía imponer, siempre con palabrería que a Dimas se le antojaba hueca, unos argumentos que excedían en mucho sus atribuciones e incluso sus conocimientos. En cuanto al trabajo, sus opiniones parecían ser ley tanto para los patronos, que por supuesto desconocían ese apoyo en pro de la lucha obrera, como para los operarios, que le admiraban por estar mejor que ellos y, aun así, seguir defendiendo sus derechos.
Dimas se alejó de allí y se unió a la cuadrilla de Pons, el más veterano. Enseguida entendió los motivos de la premura del contramaestre: Héctor Ribes i Pla, el consejero de la empresa, seguido del jefe de taller, apellidado Pruna, y de otro caballero encorbatado de aspecto gris, aleccionaban a un cuarto individuo que lucía un gran bigote y sostenía su sombrero a la espalda con una mano, como si estuviese de paso. Todo lo que decían Ribes i Pla y Pruna era inmediatamente traducido por el hombre gris. Hablaba en francés, más bajo y con unos tonos guturales que rasgaban el aire. El tipo del mostacho debía de ser un belga, posiblemente un directivo de la nueva compañía propietaria que se hallaba de visita por las diferentes cocheras de la ciudad.
—Aquí hay que trabajar aunque no se tengan ganas —afirmó Pons por lo bajo para que sólo le oyeran sus compañeros.
—Ni que estuviéramos en el zoo —soltó uno de ellos.
—A callar, chicos, que aunque el belga no se entere, los demás no son tontos —les reconvino Pons, quien se sentía incómodo con su papel. A Dimas le recordaba un poco a su padre y, de hecho, habían sido amigos, aunque hacía tiempo que no se veían.
—Tontos no, pero un poco lameculos sí que parecen…
—A ver, será un momento, no creo que el bigotes esté aquí toda la mañana —les tranquilizó Pons—. Y bueno, si lo está, tampoco es para tanto. Un rato de apariencia y formalidad y sanseacabó.
—No vamos a poder parar ni para estirar las piernas. Yo tengo la espalda destrozada por la postura y aquí ya he acabado. He apretado tres veces el mismo tornillo.