El sueño de Hipatia (31 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

BOOK: El sueño de Hipatia
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—Acompáñame.

Cayo se lo llevó a la cocina, donde le sirvieron una escudilla con sopas de ajo, un tasajo de carne y un trozo de queso con una rebanada de pan. Una de las esclavas le ofreció un cuenco con vino que Apiano rechazó. Tanta comida le pareció un banquete, y a pesar del hambre comió con mesura. Le ayudaba a ser morigerado el ascetismo que presidía la vida del que hasta hacía pocas fechas había sido su cenobio.

Al filo de la medianoche Cayo apareció por la cocina.

—Sígueme, mi ama te espera.

La animación que había cuando llegó con Olimpio había dado paso al silencio. Los invitados se habían marchado e Hipatia lo aguardaba en una sala del ala de la casa que se abría al jardín. Al principio no reconoció al monje, quien se presentó como uno de los que acompañaron a Papías en su anterior visita.

—Recuerdo que con él venían dos monjes.

Apiano asintió.

—Éramos Eutiquio y yo.

—¿Cómo está Papías?

En pocas palabras la puso al corriente de los últimos acontecimientos y le hizo entrega de la carta que el
apa
le había confiado. Hipatia leyó las líneas que el anciano había garabateado con mano temblorosa, alzó la vista y preguntó al monje:

—¿Estás seguro de que es lo mejor?

Apiano se encogió de hombros.

—Lo que yo piense carece de importancia. Ni siquiera sé lo que el
apa
dice en esa carta, pero por nada del mundo dejaría de cumplir su voluntad.

Hipatia asintió con un leve movimiento de cabeza. Sentía un profundo respeto por aquel viejo escriba que había renunciado a los placeres terrenales por sus ideas.

—¿Por qué Eutiquio se ha comportando de esa manera?

—Porque la ambición ha corrompido su alma. Desde hace algún tiempo, conforme aumentaban los problemas del
apa
ante la creciente influencia de los seguidores de Teófilo, se mostraba huidizo. Papías había notado que en Eutiquio se estaba experimentando una transformación.

—¿Sabes que Teófilo ha muerto?

—Me enteré ayer, cuando estaba cerca de Alejandría. También sé que han elegido a Cirilo como patriarca.

—¿Cuándo partirás?

—Lo antes posible. Tengo que cumplir la voluntad del
apa
y no puedo fiarme porque nada ha cambiado con la muerte de Teófilo. El sobrino es peor que el tío.

—Esos textos están seguros aquí, porque no les resultará fácil entrar en esta casa, pero cumpliremos el deseo de Papías. Partirás mañana y te proporcionaré una escolta que te proteja hasta que estés a una distancia prudente de Alejandría.

Poco después del amanecer, Hipatia, que había permanecido toda la noche encerrada en la biblioteca, le entregó los códices que su padre y ella habían custodiado durante muchos años; también le dio una bolsa con veinte denarios de plata, una cantidad de dinero que Apiano jamás había visto junta. A media mañana se puso en camino.

Necesitó treinta y dos jornadas para llegar a Xenobosquion. Allí, el anciano Setas y sus hijos lo acogieron y le dieron malas noticias: Papías había sido condenado como hereje y Teófilo se lo llevó enjaulado como si fuera un animal. También que, cuando estaban en Licópolis, lo encontraron muerto en la jaula.

—Corre el rumor de que fue estrangulado por orden del propio Teófilo. —Las lágrimas habían asomado a los ojos del anciano.

El monje tuvo que hacer un esfuerzo para contener las suyas. Después de un breve silencio, le preguntó:

—En el cenobio ¿cómo están las cosas?

—El nuevo
apa
es Eutiquio.

—Es el pago por su traición.

Los campesinos lo miraron en silencio. En sus rostros se adivinaba una mezcla de preocupación y miedo.

—Durante semanas nos han estado vigilando.

—¿A vosotros? —preguntó Apiano inquieto.

—Sí, patrullas de monjes han recorrido los contornos en tu búsqueda.

—¿Me han buscado por aquí?

—Por aquí y por todos los alrededores. Ahora hay menos movimiento, pero yo no me fiaría.

Apiano supo que su vida no valdría nada si alguno de los secuaces de Eutiquio lo localizaba y también que estaba poniendo en un grave aprieto a aquellas gentes que lo habían acogido. En tales circunstancias tenía que decidir el destino de los textos que llevaba consigo.

A pesar del riesgo que suponía darle cobijo, Setas no consintió que dejase la cabaña. Pasó la noche muy inquieto, casi sin pegar ojo. Al amanecer había tomado una decisión.

—Antes de marcharme, tengo que pediros un último favor.

—¿Qué deseas?

—Necesito que me compréis una urna de barro y una azada.

Cuando los hijos de Setas regresaron con el encargo, se despidió de ellos agradeciéndoles su hospitalidad. Antes de marcharse les entregó casi todo el dinero que le quedaba. Los campesinos no daban crédito a su buena suerte: para ellos era una pequeña fortuna. Apiano, cargado con el zurrón de piel de cabra donde guardaba los códices, con la urna y la azada, un pellejo con agua y algo de comida, se alejó campo través para evitar algún encuentro desagradable. Caminó media jornada y cuando el sol ya declinaba se acercó a la ribera del Nilo y compró a unos pescadores un poco de brea de la que utilizaban para calafatear el casco de sus embarcaciones.

Luego se alejó por una vereda de cabras, hasta un lugar apartado, un farallón montañoso que se alzaba a unos tres estadios de la ribera del Nilo, donde se estrellaban las crecidas del río. Colocó los manuscritos en la urna, la selló con la brea, cavó un profundo hoyo y allí la dejó escondida. Disimuló las huellas de su actuación y se alejó del lugar.

Se internó en el desierto y caminó en busca de un sitio a propósito en el que dedicarse a la oración, apartado del mundo. Nunca más se supo de él.

22

Alejandría, año 413

En las semanas siguientes a su elección, Cirilo se centró en acabar con la enconada resistencia de los partidarios de Timoteo; muchos de ellos no aceptaban su victoria. Las calles de Alejandría fueron testigo de reyertas continuas y en muchas ocasiones se tiñeron de sangre. Los asuntos se amontonaban sobre su mesa de trabajo.

Un día de febrero, Hipatia y el patriarca coincidieron en un acto público organizado por Orestes, el nuevo prefecto imperial. Concluida la ceremonia con un desfile, se sirvió un refrigerio. Cirilo hizo un comentario despectivo acerca de las mujeres que abandonaban los cuidados del hogar para dedicarse a lo que él consideraba tareas propias de hombres; iba dirigido a Hipatia, que lo miró burlona.

—¿Podrías decirme quién determina las tareas que han sido asignadas a los hombres y a las mujeres?

—Todo está en las Sagradas Escrituras —afirmó con suficiencia el patriarca—. Pablo en su carta a los corintios dice que las mujeres han de callar en las asambleas, incluso afirma que no les está permitido tomar la palabra y que su actitud ha de ser de sumisión, como se señala en la ley. Si quieren aprender algo, que se lo pregunten a sus propios maridos en la intimidad de sus casas. —Y sentenció haciendo suyas las palabras del apóstol—: Es indecoroso que la mujer hable en la asamblea.

Hipatia era consciente de que se trataba de una provocación. Conocía a Cirilo desde los tiempos ya lejanos en que, como secretario de su tío, había participado en la destrucción del Serapeo. Lo había imaginado muchas veces, con el corazón encogido, dirigiendo en el Estadio la quema de los textos de la biblioteca de aquel santuario del saber.

—Observo que concedes a ese Pablo todo el crédito.

—Por supuesto.

—¿Acaso está en posesión exclusiva de la verdad?

—Esa carta de Pablo, junto a otras salidas de su pluma, está incluida en el Nuevo Testamento.

—¿El Nuevo Testamento? ¿Qué es eso? —preguntó Hipatia con ironía.

Cirilo apretó la boca y sus labios desaparecieron. Su semblante había cobrado un aspecto hostil.

—Son los textos que, en un concilio, los obispos han establecido que contienen la palabra de Dios. Son los principios de la doctrina predicada por Cristo.

Hipatia dio un sorbo al vino de su copa y asintió con leves movimientos de cabeza que el patriarca interpretó equivocadamente. Su pregunta lo sorprendió:

—¿La opinión de esos obispos basta para darles una garantía absoluta de veracidad?

—¡Esos textos forman parte de las Sagradas Escrituras! —Su tono sugería que la afirmación no necesitaba demostración.

—¿Por qué se ha determinado que esos textos y no otros son sagrados?

—¡Acabo de decírtelo! —exclamó incómodo.

—No, no me lo has dicho. Te has limitado a afirmar quién lo ha hecho, pero no los criterios utilizados para hacerlo.

—¿Pones en duda la autoridad de los padres conciliares?

—Pongo en duda todo lo que no requiera una explicación. Todo lo que sea el resultado de una elección que podría haber tenido un sentido diferente. Lo que verdaderamente me importa son las razones en que se fundan las decisiones.

—¡La razón está en su autoridad! —exclamó Cirilo algo irritado.

—Eso suena en tu boca tan evidente como si afirmases que el sol sale todos los días.

—En efecto, es algo tan evidente como que el sol sale todos los días.

Muchos de los invitados se habían acercado hasta ellos. Resultaba extraordinario ver juntos al máximo representante de la Iglesia en Alejandría y a aquella mujer que simbolizaba un mundo y unas formas de vida contrarias a las que Cirilo proclamaba. El corro formado a su alrededor era cada vez más numeroso.

—Sin embargo, yo no veo la evidencia. ¿Serías tan amable de explicármela?

El patriarca era consciente de que Hipatia estaba tendiéndole una trampa, pero no podía calibrarla. La veía como la serpiente que tentó a Adán y Eva en el paraíso terrenal. Decidió ser cauto.

—¿Una mujer como tú necesita tal tipo de aclaración?

—Pido disculpas por mi ignorancia, pero desconozco los criterios utilizados para que esos textos formen lo que has denominado Nuevo Testamento. ¿Por qué ésos y no otros? Muchos de los presentes pueden atestiguar —paseó su mirada por la concurrencia— que en Alejandría, hasta hace muy poco, las mujeres debatían en el Ágora y participaban en las asambleas, ¿por qué ahora hemos de callar y mantenernos sumisas? ¿A qué ley alude ese Pablo?

—¡A la ley de Dios!

—¿Qué dios?

—¡El único y verdadero! —exclamó Cirilo cada vez más alterado.

—¿Te refieres al dios que murió crucificado y abandonado por sus seguidores?

—¿Cómo te atreves?

Los ojos del patriarca brillaban coléricos. No estaba acostumbrado a que alguien le replicase. A su alrededor solo había asentimiento. Hipatia, por el contrario, se mantenía serena, como si se hubiese preparado para el encuentro. Extendió los brazos y comentó con voz suave:

—¿Acaso no es eso lo que dicen esas escrituras que tú consideras sagradas?

El silencio era expectante.

Hipatia añadió:

—Aunque esas mismas escrituras señalan que no todos sus seguidores lo abandonaron en su horrible suplicio y que, entre sus discípulos, las mujeres mostraron más entereza que los varones.

—¿Qué sabes tú de eso? —preguntó despectivo.

—Lo que he leído.

Cirilo se quedó mirándola fijamente y un recuerdo cobró vida en su mente. ¡Habían sido tantos los avatares en los pasados meses que no había prestado la debida atención a aquel asunto! Pensó que la providencia divina estaba proporcionándole una excelente ocasión para saldarlo.

—¿Dónde lo has leído?

Hipatia se dio cuenta de que ahora era el patriarca quien intentaba atraparla en sus redes. Tal vez había ido demasiado lejos, porque lo había leído en los textos de Papías, el viejo
apa
, quien había recomendado mantener absoluta discreción.

—Supongo que en uno de los muchos textos que circulan sobre la vida y doctrina de Jesús.

—¿A cuál de ellos te refieres? —preguntó malicioso.

Hipatia trató de escabullirse.

—No podría precisártelo. ¡Hace tanto tiempo!

Cirilo no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente.

—Trata de recordar.

Hipatia no necesitaba hacerlo, pero aparentó hacer memoria.

—Creo que era uno de esos textos que habéis adoptado como la verdad absoluta.

—¡Son las decisiones de los padres conciliares! —la interrumpió el patriarca.

—Ya te lo he dicho, Cirilo, desconozco sus criterios —replicó tratando de llevar la conversación a sus planteamientos iniciales, pero el patriarca no estaba dispuesto a soltar la presa.

—¿Podrías ser más concreta? Eso que dices está en otros textos o ¿es que temes debatir?

Los fundamentos de Hipatia actuaban en su contra. Educada en los principios de las viejas escuelas de filosofía, sostenía hasta el final la argumentación racional de sus posiciones. No podía seguir escudándose en una defensa tan poco brillante. Muchos de los presentes esperaban de ella algo más que un repliegue y dejar el campo al patriarca, que quedaría como vencedor. Al final, se impuso la filósofa que llevaba dentro y pasó al ataque. Además, los textos ya estaban a salvo.

—No recuerdo con exactitud dónde se afirmaba que fueron unas mujeres seguidoras de Jesús quienes lo acompañaron en su suplicio. Pero recuerdo con seguridad un texto titulado Evangelio de Felipe, donde se afirmaba que Jesús sentía una especial predilección por una de esas seguidoras, que se llamaba María Magdalena.

Cirilo acusó el golpe, pero creyó que aquella mujer impertinente había caído en sus redes.

—¿Posees ese texto?

—Ya no lo tengo.

El clérigo estaba convencido de que le mentía.

—¿Cómo es que te deshiciste de él?

—No tengo interés en conservar en mi biblioteca ciertos escritos.

El patriarca supo que se le había escapado, pero estaba convencido de que era en la biblioteca de Hipatia donde estaban los textos que Teófilo y él no habían encontrado en Xenobosquion. Ésos eran a los que se refería Eutiquio, cuando confesó a Teófilo que Papías los había llevado a Alejandría. Ya tendría tiempo de ajustar aquella cuenta, ahora buscó humillarla.

—¿Esa María Magdalena es la prostituta que perfumó los pies de Cristo como forma de mostrar su arrepentimiento por sus graves pecados?

—No lo sé. Simplemente me limito a responder a tu pregunta acerca de dónde leí algo referente a los seguidores de Jesús escrito por uno de ellos y, por lo que tengo entendido, ese Felipe conoció a Jesús, cosa que no ocurre con Pablo.

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